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Elogio De Santotomas De Aquino


Enviado por   •  20 de Septiembre de 2012  •  4.127 Palabras (17 Páginas)  •  643 Visitas

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Eco Umberto - Elogio de Santo Tomás

La mayor desgracia de su carrera no le acaece a Tomás de Aquino el 7 de marzo de 1274, cuando, apenas cumplidos los cuarenta y nueve aiiíos, muere en Fossanova, y los monjes no logran bajar su cuerpo por las escaleras a causa de su gordura. Ni tampoco tres años después de su muerte, cuando el arzobispo de París, Etienne Templier, emite una lista de proposiciones heréticas (doscientas diecinueve), que comprenden la mayor parte de las tesis de los averroístas, ciertas observaciones sobre el amor terrenal propuestas cien años antes por Andrés el Capellán, y otras veinte proposiciones claramente atribuibles a él, el angélico doctor Tomás, de la casa de los señores de Aquino. Porque la historia hizo rápidamente justicia a este acto represivo, y Tomás, aunque muerto, ganó su batalla, mientras que Etienne Templier terminó junto con Guillaume de Saint-Amour, el otro enemigo de Tomás, en las filas desgraciadamente eternas de los grandes restauradores, que se inician con los jueces de Sócrates, pasan por los de Galileo y terminan, provisionalmente, con Gabrio Lombardi.

La desgracia que arruina la vida de Tomás de Aquino sobreviene en 1323, dos años después de la muerte de Dante y quizas un poco por culpa suya, es decir, cuando Juan XXII decide convertirlo en santo Tomás de Aquino. Una mala pasada, como recibir el premio Nobel, entrar en la Academia Francesa u obtener el Oscar. Uno se convierte en un cliché, como la Gioconda.

Este año se celebra el séptimo centenario de la muerte de Tomás. Tomás vuelve a ponerse de moda, como santo y como filósofo. Se. intenta dilucidar qué hubiera hecho hoy, si hubiera tenido la fe, la cultura y la energía intelectual que tuvo en su tiempo. Pero el amor entenebrece a veces los espíritus y para decir que Tomás fue grande, se dice que fue un revolucionario y habrá que tratar de comprender en qué sentido lo fue: ya que, si no puede decirse que fuera un restaurador, fue sin embargo alguien que construyó un edificio tan sólido que ningún otro revolucionario ha logrado después hacerlo vacilar desde dentro (lo más que ha podido hacerse, de Descartes a Hegel, de Marx a Teilhard de Chardin, ha sido hablar de él «desde fuera»).

Tanto más cuanto que no se comprende cómo el escándalo pueda venir de un individuo tan poco romántico, gordo y tranquilo que, en la escuela, tomaba apuntes en silencio, con aire de no entender nada, mientras sus compañeros se mofaban de él; que cuando en el convento está sentado en su asiento doble en el refectorio (hubo que cortar un brazo divisorio para que tuviera sitio suficiente) oye gritar a sus juguetones compañeros que fuera hay un asno que vuela y corre a verlo, mientras los demás se desternillan de risa (como se sabe, los monjes mendicantes tienen gustos simples): y entonces Tomás (que de tonto no tenía nada) dice que le parecía más verosímil que un asno volara y no que un monje mintiera, y los monjes quedan chasqueados. Y, después, ese estudiante a quien sus condiscípulos llamaban el buey mudo, se convierte en un profesor adorado por sus alumnos, y un día, que pasea con ellos por las colinas, al contemplar París desde lo alto, los discípulos le preguntan si no le gustaría ser el señor de una ciudad tan bella y él contesta que preferiría mucho más poseer el texto de las homilías de san Juan Crisóstomo. Pero, en otra ocasión, cuando un enemigo ideológico trata de avasallarlo, se vuelve una fiera y en su latín, que parece decir poco porque se entiende todo y los verbos están colocados justo donde un italiano los espera, prorrumpe en maldades y sarcasmos, como un Marx cuando fustiga a Szeliga.

¿Era un gordinflón, era un ángel? ¿Era un asexuado? Cuando sus hermanos quieren impedirle que se haga dominico (porque en aquel tiempo el benjamín de una familia de pro se hacía benedictino, que era cosa digna, y no mendicante, que era como hoy hacerse miembro de una comuna para Servir al Pueblo o meterse a trabajar con Danilo Dolci), le secuestran camino de París y le encierran en el castillo de la familia, y, para disuadirle de sus caprichos y convertirle en un abad como debe ser, envían a su habitación una joven desnuda y dispuesta a todo. Tomás coge entonces un tizón y se pone a perseguir a la muchacha con la clara intención de quemarle las nalgas. ¿Entonces, nada de sexo? Vaya usted a saber, pero el hecho lo turba de tal manera que, a partir de entonces, según cuenta Bernardo di Guido, «si no eran estrictamente necesarios, evitaba como a serpientes los encuentros con mujeres».

En cualquier caso, este hombre era un combatiente. Robusto, lúcido, concibe un plan ambicioso, lo lleva a cabo y vence. Veamos entonces cuáles eran el terreno de lucha, la apuesta, las ventajas obtenidas. Tomás nació cincuenta años después de la victoria de las comunas italianas en la batalla de Legnano contra el Imperio. Hacía diez años que Inglaterra tenía la Carta Magna. En Francia, apenas había terminado el reinado de Felipe Augusto. El Imperio agonizaba. Cinco años más tarde, las ciudades libres, marítimas y mercantiles del norte se agruparían para formar la liga hanseática. La economía florentina estaba en expansión, se acuñaba el florín de oro: Fibonacci había inventado ya la partida doble, desde hacía un siglo florecían la escuela de medicina de Salerno y la escuela de derecho de Bolonia. Las cruzadas se hallaban en una etapa avanzada, lo que quiere decir que los contactos con Oriente estaban en pleno desarrollo. Por otra parte, los árabes de España fascinaban al mundo occidental con sus descubrimientos científicos y filosóficos. La técnica adquiría un vigoroso desarrollo: se cambió el modo de herrar a los caballos, de hacer funcionar los molinos, de guiar las naves y de colocar la collera a las bestias de tiro y de labranza. Monarquías nacionales en el norte y comunas libres en el sur. En una palabra, esto no era la Edad Media, por lo menos en el sentido vulgar del término: para ser polémicas, si no fuese por lo que está a punto de tramar Tomás, sería ya el Renacimiento. Pero era necesario que Tomás tramara lo que tramaba para que las cosas se desarrollaran tal como se desarrollaron.

Europa trataba de darse una cultura que reflejara una pluralidad política y económica, dominada, sí, por el control paternalista de la Iglesia, que nadie ponía en discusión, pero abierta a un nuevo sentido de la naturaleza, de la realidad concreta, de la individualidad humana. Los procesos organizativos y productivos se racionalizaban: era preciso encontrar técnicas de la razón.

Cuando nace Tomás, hacía ya un siglo que estaban en práctica las técnicas de la razón. En la Facultad de Artes de París, se enseñaba música, aritmética, geometría y astronomía, pero también dialéctica, lógica y

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