Fin Del Ser Humano
vicky058 de Abril de 2014
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Estamos también apuntando a que sólo ese tipo de vida se ajusta a las
exigencias derivadas de la vida social, es decir, sólo ella es universalizable.
Cuando se afirma la existencia de un fin de la vida humana no se está diciendo que cada
hombre en cada uno de sus actos libres esté pensando en alcanzar ese fin. Más bien sucede al
contrario. Si lográramos conocer qué busca una persona y por qué lo hace podríamos reconstruir la
dirección general de su vida y decir, o identificar, qué es lo que en realidad esa persona persigue. El
último fin permanece normalmente implícito, pero sin referencia a él la vida perdería orden y se
disolvería en el caos de unas acciones inarticuladas.
Hacia la contemplación
El hecho de que el genuino fin del hombre sea uno sólo —por ejemplo, la vida virtuosa— no
supone establecer una uniformidad entre las personas, pues su realización admite formas
infinitamente variadas. Por otra parte, no se debe concebir el logro del fin de una manera estática.
Nadie puede decir que en un determinado momento ya alcanzó la felicidad de manera definitiva. Si la
felicidad reside en la virtud, quiere decir entonces que siempre admite nuevas expresiones, pues la
virtud es esencialmente dinámica. Tampoco cabe pensar que los bienes exteriores sean
absolutamente indiferentes para el logro de la felicidad. Al menos en la perspectiva de Aristóteles, no
cabe ejercitar la virtud sin ciertas condiciones materiales. ¿Cómo puede ser generoso con los bienes
materiales quien carece de ellos?, ¿qué participación en la contemplación de las verdades de la
ciencia puede tener quien está de continuo afectado por jaquecas? Toda la reflexión aristotélica está
teñida de gran realismo, y su esfuerzo se dirige a apartarse tanto de las posturas hedonistas que
reducen la vida humana al logro del placer como de aquéllas de corte espiritualista o estoico que no
toman en cuenta la importancia de los bienes exteriores para una vida lograda.
Si la vida virtuosa presenta formas muy diversas, podremos preguntarnos si alguna de ella es
particularmente digna de ser elegida. Ya al comienzo de la Ética, Aristóteles había reivindicado el
valor de la vida política. Pero junto con esa vida de índole activa existen otras formas de existencia,
vinculadas a la contemplación, que también parecen importantes y muy nobles. Para resolver la
cuestión de la prioridad que se da entre las distintas formas de vida virtuosa, Aristóteles se retrotrae a
lo que había dicho acerca de las características de la genuina felicidad. Ella debía ser el fruto de la
actividad más excelente; además debía ser constante, placentera, autárquica, buscada por sí misma,
radicada en el ocio (que, para él, es algo muy distinto de la mera pasividad). Todo esto se cumple
especialmente en la vida contemplativa, que, aunque supone tener otras necesidades resueltas, es la
que más se basta a sí misma y la que produce el mayor agrado.
Con todo, atendida la condición humana y su existencia en un mundo marcado por la
contingencia, no resulta posible pensar en un estado puro de contemplación de la verdad, el bien y la
belleza. Se trata de una aspiración, de algo a lo que se tiende, pero que debe ir necesariamente
acompañado por expresiones de vida activa. Además, como enseña Platón en la República, el que
contempla no se queda en admirada visión de la verdad, sino que baja a la caverna, donde el resto
de los hombres se halla entre sombras y apariencias, y les transmite lo que ha contemplado. El bien
es difusivo: quien ha alcanzado las formas superiores de la excelencia procura hacer mejores
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