Humano Demasiado Humano
karenzuluagah20 de Agosto de 2013
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DE HUMANO DEMASIADO HUMANO
PREFACIO
1
Harto a menudo, y siempre con gran extrañeza, se me ha señalado que hay algo común y característico en todos mis escritos, desde el Nacimiento de la tragedia hasta el último publicado, Preludios a una filosofía del porvenir: todos ellos contienen, se me ha dicho, lazos y redes para pájaros incautos y casi una constante e inadvertida incitación a la subversión de valoraciones habituales y caros hábitos. ¿Cómo? ¿Todo es sólo... humano, demasiado humano? Con este suspiro se sale de mis escritos, no sin una especie de horror y desconfianza incluso hacia la moral, más aún, no mal dispuesto y animado a ser por una vez el defensor de las peores cosas: ¡como si acaso sólo fuesen las más vituperadas! A mis escritos se les ha llamado escuela de recelo, más aún de desprecio, felizmente también de coraje, aun de temeridad. En realidad, yo mismo no creo que nadie haya nunca escrutado el mundo con tan profundo recelo, y no sólo como ocasional abogado del diablo, sino igualmente, para hablar teológicamente, como enemigo y acusador de Dios; y quien adivina algo de las consecuencias que implica todo recelo profundo, algo de los escalofríos y angustias del asilamiento a los que condena toda incondicional diferencia de enfoque a quien la sostiene, comprenderá también cuántas veces para aliviarme de mí mismo, dijérase para olvidarme de mí mismo por un tiempo, he intentado resguardarme en cualquier parte, en cualquier veneración, enemistad, cientificidad, liviandad o estulticia; también por qué cuando no he encontrado lo que necesitaba he tenido que procurármelo artificiosamente, falseando o inventando (¿y qué otra cosa han hecho siempre los poetas? ¿y para qué, si no, existiría todo el arte del mundo?). Pero lo que una y otra vez necesitaba más perentoriamente para mi curación y mi restablecimiento era la creencia de que no era el único en ser de este modo, en ver de este modo, una mágica sospecha de afinidad e igualdad de puntos de vista y de deseos, un descansar en la confianza de la amistad, una ceguera a dúo, sin recelo ni interrogantes, un goce en los primeros planos, superficies, lo cercano, vecino, en todo lo que tiene color, piel y apariencia. Quizá pudiera reprochárseme a este respecto no poco “arte”, no poca sutil acuñación falsa: por ejemplo por haber cerrado a sabiendas y voluntariamente los ojos ante la ciega voluntad de moral de Schopenhauer, en una época en que yo era bastante clarividente en materia de moral; también haberme engañado respecto al incurable romanticismo de Richard Wagner, como si fuese un comienzo y no un final; también con respecto a los griegos, y también por lo que a los alemanes y su futuro se refiere, y acaso quedará todavía una larga lista de tales -también-. Más, aun cuando todo esto fuese verdad y se me reprochara con fundamento, ¿qué sabéis vosotros, que podéis saber de cuánta astucia de autoconservación, de cuánta razón y superior precaución contiene tal autoengaño, y cuánta falsía ha todavía menester para poder una y otra vez permitirme el lujo de mí veracidad?... Basta, aún vivo; y la vida no es después de todo una invención de la moral: quiere ilusión, vive de la ilusión..., pero de nuevo vuelvo, ¿no es cierto?, a las andadas, y hago lo que, viejo inmoralista y pajarero, siempre he hecho, y hablo inmoral, extramoralmente, -más allá del bien y del mal-.
2
Así pues, una vez en que hube menester, me inventé también los “espíritus libres!, a los que está dedicado este libro entre melancólico y osado con el titulo de Humano demasiado humano, semejantes “espíritus libres” no los hay, no lo habido, pero en aquella ocasión, como he dicho, tenía necesidad de su compañía para que me aliviaran de tantas calamidades (enfermedad, soledad, exilio, acedía, inactividad) como valerosos camaradas y fantasmas con los que uno charla y ríe cuando tiene ganas de charlar y de reír; y a quienes se manda al diablo cuando se ponen pesados; como una compensación por los amigos que me faltaban. No seré yo al menos quien dude de que un día pueda haber semejantes espíritus libres, que nuestra Europa tendrá entre sus hijos de mañana o de pasado mañana tales camaradas alegres e intrépidos, de carne y hueso y no sólo, como en mi caso, como espectros y juego de sombras de solitario. Ya los veo venir, lenta, lentamente, ¿y hago yo acaso algo para acelerar su venida si describo por anticipado bajo qué destinos los veo nacer, por qué caminos venir?
3
Cabe presumir que un espíritu en el que el tipo “espíritu libre” ha un día de madurar y llegar a sazón hasta la perfección haya tenido su episodio decisivo en un gran desasimiento y que antes no haya sido más que un espíritu atado y que parecía encadenado para siempre a su rincón y a su columna. ¿Qué es lo que ata más firmemente? ¿Cuáles son las cuerdas casi irrompibles? Entre hombres de una clase elevada y selecta los deberes serán ese respeto propio de la juventud, ese recato y delicadeza ante todo lo de antiguo venerado y digno, esa gratitud hacia el suelo en que crecieron, hacia la mano que les guió, hacia el santuario en que aprendieron a orar; sus momentos supremos serán lo que más firmemente les ate; lo que mas duramente les obligue. Para los hombres de tal suerte encadenados, el gran desasimiento se opera súbitamente, como un terremoto: el alma joven es de repente sacudida, desprendida, arrancada, ella misma no entiende lo que sucede. Un impulso y embate la domina y se apodera de ella imperiosamente; se despiertan una voluntad y un ansia de irse; a cualquier parte, a toda costa; flamea y azoga en todos sus sentidos una vehemente y peligrosa curiosidad por un mundo ignoto. -Antes morir que vivir aquí, así resuenan la voz y la seducción perentorias: ¡y este “aquí”, este -“en casa”- es todo lo que hasta entonces había amado! Un repentino horror y recelo hacia lo que amaba, un relámpago de desprecio hacia lo que para ella significaba “deber”, un afán turbulento arbitrario, impetuoso como un volcán, de peregrinación, de exilio, de extrañamiento, de enfriamiento, de desintoxicación, de congelación, un odio hacia el amor, quizá un paso y una mirada sacrílegos hacia atrás, hacia donde hasta entonces oraba y amaba, quizá un rubor de vergüenza por lo que acaba de hacer, y al mismo tiempo un alborozo por haberlo hecho, un ebrio y exultante estremecimiento interior que delata una victoria -¿una victoria?, ¿sobre qué?, ¿sobre quien?-, una enigmática victoria erizada de interrogantes y problemática, pero la primera victoria al fin y al cabo: de semejantes males y dolores consta la historia del gran desasimiento. Es la mismo tiempo una enfermedad que puede destruir al hombre, esta primera erupción de fuerza y voluntad de autodeterminación, de autovaloración, esta voluntad de libre albedrío: ¡y cuanta enfermedad se expresa en las salvajes tentativas y extravagancias con que el liberado, el desasido, trata en delante de demostrase a sí mismo su dominio sobre las cosas! Vaga cruelmente con una avidez insatisfecha; lo que apresa debe expiar la peligrosa excitación de su orgullo; destruye lo que atrae. Con malévola risa da vuelta a lo que encentra oculto, tapado por cualquier pudor: trata de ver el aspecto de las cosas cuando se las invierte. Es por arbitrio y gusto por el arbitrio por lo que acaso dispensa entonces su favores a lo hasta tal momento desacreditado, por lo que, curioso e indagador, merodea alrededor de los más prohibido. En el trasfondo de su trajín y vagabundeo -pues está intranquilo y sin norte que le oriente, como en un desierto- está el interrogante de una curiosidad cada vez más peligrosa. “¿No es posible subvertir todos los valores?, ¿y es el bien acaso el mal?, ¿y Dios sólo una invención y sutileza del diablo? ¿Es todo acaso en definitiva falso? Y si somos engañados, ¿no somos precisamente por eso también engañadores?, ¿no nos es inevitable ser también engañadores?” Tales pensamientos le conducen y seducen cada vez más lejos, cada vez más extraviadamente. La soledad esa temible diosa y mater saeva cupidinum, le rodea y envuelve, cada vez más amenazadora, más asfixiante, más agobiante; pero ¿quién sabe hoy qué es la soledad?
4
Desde esta aislamiento enfermizo, desde el desierto de tales años de tanteo, hay todavía un largo trecho hasta esa enorme y desbordante seguridad y salud que no puede renunciar a la enfermedad misma como medio y anzuelo del conocimiento; hasta esa libertad madura del espíritu que es igualmente autodominio y disciplina del corazón y permite el acceso a muchos y contrapuestos modos de pensar; hasta esa copiosidad y ese refinamiento internos de la sobreabundancia, que excluyen el peligro de que el espíritu, por así decir, se pierda y enamore por sus propios caminos y, embriagado, se quede sentado en cualquier rincón; hasta ese exceso de fuerzas plásticas, curativas, reproductoras y restauradoras, que es precisamente el signo de la gran salud, ese exceso que le da al espíritu el peligroso privilegio de poder vivir en la tentativa y ofrecerse a la aventura: ¡el privilegio de maestría del espíritu libre! Entretanto pueden pasar largos años de convalecencia, años llenos de multicolores mutaciones, a un tiempo dolorosas y encantadoras, dominado y llevados de la rienda por una tenaz voluntad de salud que a menudo osa ya vestirse y travestirse de salud. Hay en esto un estado intermedio, que un hombre de tal destino no recuerda luego sin emoción: le es propia una pálida y tenue luz y dicha solar, un sentimiento de libertad de pájaro, de petulancia de pájaro, algo tercero en que curiosidad y delicado desprecio se han combinado. Un -“espíritu
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