La Palabra Hecha Carne Luis De Tavira
ivanrice1530 de Julio de 2014
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EL ACTOR: LA PALABRA HECHA CARNE
LUIS DE TAVIRA
Quien reflexiona sobre la condición del actor, en realidad reflexiona sobre la condición humana en un sentido radical: el del ser humano en tanto persona. Lo que ya es un decir peligroso en estos tiempos difíciles para la subjetividad. Pensar en el actor es, de algún modo, pensar en aquél que habla el personaje, aquél que al hablar, nos habla de nosotros mismos en tanto personas. Aquél de quien hablamos, nos habla. Pensar en él es ya pensar en nosotros mismos en tanto lenguaje. Hablar de la actuación puede ser entonces pensar en la consistencia lingüística de lo que somos, tanto como en la consistencia indecible y subjetiva de lo que es el lenguaje.
Pensar al actor como la condición artística del hablar que nos personifica resulta una aventura riesgosa en este tiempo apresurado en el que el pensamiento parece haber sido desterrado de esa acción que ha querido ser el arte de la acción.
Hoy por hoy, no parece ser la ocasión para iniciar tan audaz aventura que, en su momento, bien podría formular una poética del teatro que pueda discernir las nuevas fronteras de la teatralidad en estos tiempos confusos. Intento solamente algunas preguntas inquietantes que ya anticipan sus primeros pasos, porque reflexionar sobre la actuación es ya un preguntar continuo sobre el enigma de ese devenir humano que todavía llamamos teatro y que es un incesante preguntar sobre el enigma del teatro que todavía llamamos acontecer humano.
La palabra teatro quiere decir mirador. Tras un largo mirar el mucho y diverso hacer que se construye para ser ofrecido como espectáculo digno del mirador, después del frenesí visual del ensayo exhaustivo de las perspectivas en que ha devenido la teatralidad de nuestro siglo, tras la orgía de los experimentos, cunde el hastío y el teatro languidece sobreviviente en la prisión perpetua de lo mismo. Y es justamente ahí, en el momento de esa negligencia del aburrimiento, cuando es posible sucumbir a la atracción de algo que por ser lo que es, no puede nombrarse. Y sin embargo, sucumbir a esa atracción parece devolvernos aquella mortal vitalidad de la pasión que un día, hace mucho, nos trajo al mirador.
Ya no es lo nuevo, ni lo distinto, lo que se opone a lo mismo para librarnos. Hay un afuera que no se ve en la piel del espectáculo; es un afuera del teatro que reside en el corazón del teatro y desde ahí algo nos tienta: es lo otro; lo otro que está dentro de lo afuera: es el espectáculo invisible que sucede en la mente del actor.
Allí acude la palabra que reside en el siempre de todo lo escrito e irrumpe en la actualidad de la presencia indecible del actor y ahí se contiene, justo antes de ser dicha en el aquí y ahora de la escena y entonces el actor sucumbe al gesto que funda al personaje: es el gesto en que brilla el fulgor que precede al habla. Es el resplandor que anticipa la acción. Es la resistencia a la palabra que hace elocuente al silencio, la contención del movimiento que ilumina la quietud. En la inmediatez de la presencia escénica, antes de las palabras, asistimos al espectáculo del habla: la encarnación de la palabra.
Sin embargo, semejante grandeza poética de la actuación parece haberse perdido en estos tiempos del teatro postcinematográfico, y parece ocultarse irremediablemente en la degeneración que las máquinas de las llamadas tecnologías de la comunicación y los procesos industriales de repetición han impuesto al actor de nuestros días; la mecanización de los procesos actorales anuncia las condiciones de una virtual desaparición de la actuación como arte de la persona. Entre otros efectos sobresalen de modo particularmente miserable, los que han destruido la condición del actor como el hablante artístico, a través de los procesos de automatización del habla. Tendríamos que pensar con mayor profundidad en sus consecuencias. Los que inventaron el cine, sabían que sus actores y sus espectadores venían del teatro. Tal vez por ello, el primer cine sea un arte hiperteatral y sin embargo mudo: ahí el habla es un gesto que anticipa la letra del letrero. Nostalgia precoz de la voz y la presencia física que evoca torpemente el movimiento de la fotografía. Quizá, entre otras causas, desde entonces haya quedado emplazado el rudo combate entre el habla y la imagen y entre los signos y las cosas, en el que se ha ido abriendo el abismo epistemológico de nuestro tiempo. Hoy en día, quienes aun intentamos la invención del teatro tenemos que saber que nuestros actores y nuestros posibles espectadores vienen de la televisión. Será necesario transteatralizar el teatro para arribar a lo otro, que es invisible para esta era de la orgía visual y que es la dimensión que desde antiguo se asignó a sí mismo el teatro frente a la realidad, para poder pensar qué cosa pueda llegar a ser el actor en esta era cibernética, y cuál pueda ser su condición de hablante, fuera del micrófono y del apuntador electrónico, fuera del encuadre del ojo del tuerto de la cámara, en el aquí y ahora de la comparecencia física y viva del escenario.
Aún resuena entre los escenarios de las vanguardias agotadas el poderoso exabrupto de Artaud, asestado contra el hastío de un teatro burocratizado y mortal que había perdido la virulencia de la vida actoral: "Malditos sean los actores franceses, porque no saben mas que hablar". Volvamos a reflexionar desde el exabrupto del visionario teatral: En su maldición, Artaud señala una paradoja de nuestro tiempo: A fuerza de hablar por hablar, el teatro ha perdido la fuerza taumaturga de la palabra que le había sido reservada desde su origen ritual. El actor declamador, el locutor, ha asesinado la vida de la poesía. Preconiza así una vuelta radical hacia la genealogía pre-verbal de los lenguajes y se suma a las corrientes renovadoras del teatro que recuperaron su vigencia al centrar el dilema del teatro en el enigma del arte del actor. Así, desde varias confluencias, hoy es posible escuchar decir, por ejemplo, al joven personaje de Botho Strauss:
"Así es el teatro, un instrumento retorcido en el que uno debe soplar con toda el alma para obtener al final, por lo menos, un tenue sonido adecuado. Quizá no más, pero tampoco menos; sólo que para conseguirlo hay que tener un gran aliento..."
El porvenir del teatro parece depender sobre todo del dilema del actor de nuestros días. Ese dilema podría formularse también así: o un robot parlante o una palabra hecha carne.
Reflexionar sobre los efectos que la mecanización moderna ha producido en el actor que fue llamado a ser el artista de la vida, ensombrece aún más las consideraciones que podríamos hacer sobre la devastación humana que la mediatización tecnológica y su efecto masificador han producido sobre la comunicación social; quizá porque la condición del actor represente la parte más nerviosa y vulnerable que el avasallamiento de la robotización impone al signo vital de la subjetividad imprevisible , en favor de la manipulación conductora de las relaciones previsibles del consumo mercadotécnico.
En los albores de la revolución industrial, la máquina representaba la esperanza de un progreso que habría de liberar al hombre de la necesidad del trabajo. Pero el arte, que es el trabajo sin utilidad, siempre fue la celebración del poder humanizador del trabajo, la afirmación liberadora del hombre por virtud de su poder de creación y transformación de sí mismo y del mundo.
En cambio hoy, en los días de la sociedad postindustrial, atrapados entre los medios convertidos en fines, no parece probable que surja la esperanza de liberar al hombre del dominio de la máquina. Allí donde se ha instalado el aparato, no queda mas que funcionar, pura y simplemente. Más allá de la máquina no hay nada mas qué hacer, el trabajo en su sentido original se ha convertido en algo absurdo. En la actualidad, en la relación "máquina-hombre", la constante es la máquina, el hombre la variable; ya no es la máquina un atributo del hombre; la sociedad se ha convertido en propiedad de las maquinarias y sus mecanismos. Frente al desencanto de las utopías de la modernidad, liberarse tal vez sólo pueda entenderse como liberarse de la máquina. En el agotamiento de la modernidad quizá queda preguntarse: ¿Hay alguien o algo más allá de la máquina?
Las tecnologías del cine y la televisión han atrapado al actor - y al espectador, en consecuencia - en el cerco de la mecanización. La robotización del actor puesto al servicio de los requerimientos de la producción industrial ha reducido la actuación a una técnica sin valor artístico y sin significación personificadora. La televisión industrial ha inventado con éxito comercial, el más pernicioso recurso actoral: el apuntador electrónico sobre el foro. Quienes han celebrado las ventajas del apuntador electrónico, como un hallazgo del progreso tecnológico que ha revolucionado la técnica del actor porque lo habilita para la celeridad de la producción industrial, ignoran cuánto ha perdido la comunicación humana en la despersonalización tecnológica, cuánto se ha empobrecido el patrimonio de la lengua al mecanizar el proceso del habla y cuánto se ha envilecido la profesión del actor al convertirse en megáfono. Al ahorrarse el actor el tiempo de la lectura y la memorización, suele ignorar que los actores del pasado memorizaban para olvidar y olvidaban para dar vida al texto muerto. El actor en el lento proceso que va del texto a la escena, memorizaba para dejarse preñar por la palabra, para incubar su sentido hasta poder
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