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Los Dos Mundos

DOMINIC2032Tutorial23 de Octubre de 2013

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INTRODUCCION

Es una obra literaria de magnífica composición escrita por el prodigioso Hermann Hesse. A través de sus lineas el autor logra transmitir una variedad incalculable de sensaciones, pensamientos y creencias. Crea una inmortal simbiosis entre el lector y la trama en la cual los personajes toman un rol propio y diferenciado de los demás. Estos personajes encarnan significados y representaciones de gran importancia para el protagonista principal, Sinclair. La obra en sí carece de gran trama lineal, se basa en el progreso y cambio espiritual por el cual el ser humano atraviesa en momentos críticos de su vida. Estableces cuan dependiente puede volverse alguien al querer buscar la libertad y el bienestar. Sinclair intenta descubrir porque aun queriendo pertenecer al "lado bueno" de la vida, no puede evitar formar parte del otro, el "lado oscuro"

También se muestra el trágico cambio que va originándose en el ser humano a lo largo de las etapas que cumple en la vida. En uno de esos tormentosos cambios da entrada otro de los protagonistas de la novela, Demian. Este personaje toma la figuro paterna sobre Sinclair mostrándole las causas y consecuencias de la realidad, es decir, enseñándole el mundo en sí. Este personaje tiene bien figurado lo que depara el futuro, tiene creencias que atraen maravillosamente al desprotegido Sinclair. A medida que pasa el tiempo se da cuenta que Demian es el dueño de las sensaciones y razonamientos de él ya que se los había enseñado respectivamente. En este transcurso de la novela es cuando se muestra la importancia de la madre de Demian al mostrar su lado feminista-materno.

Luego, ocurre la distancia entre los dos compañeros, ya que quieren enprender cada uno un camino diferente al otro. Entonces la historia concluye cuando Sinclair logra la dependencia espiritual y se convierte en un ser libre de su propias desiciones, gracias al camino que le mostró su verdadero y gran profesor, Demian.

1. LOS DOS MUNDOS

Dos mundos se confundían allí: de dos polos opuestos surgían el día y la noche.

Un mundo lo constituía la casa paterna; más estrictamente, se reducía a mis padres. Este mundo me resultaba muy familiar: se llamaba padre y madre, amor y severidad, ejemplo y colegio. Por todas partes brotaba y pululaba aquel mundo violento; por todas partes, excepto en nuestras habitaciones, donde estaban mi padre y mi madre. Y estaba bien que así fuera. Y lo más extraño era cómo lindaban estos dos mundos, y lo cerca que estaban el uno del otro. Por ejemplo, nuestra criada Lina, cuando por la noche rezaba en el cuarto de estar con la familia y cantaba con su voz clara, sentada junto a la puerta, con las manos bien lavadas sobre el delantal bien planchado, pertenecía enteramente al mundo de mis padres, a nosotros, a lo que era claro y recto. Sí, yo pertenecía al mundo claro y recto, era el hijo de mis padres; pero adondequiera que dirigiera la vista y el oído, siempre estaba allí lo otro, y también yo vivía en ese otro mundo aunque me resultara a menudo extraño y siniestro, aunque allí me asaltaran regularmente los remordimientos y el miedo. A veces sabía yo que mi meta en la vida era llegar a ser como mis padres, tan claro y limpio, superior y ordenado como ellos; pero el camino era largo, y para llegar a la meta había que ir al colegio y estudiar, sufrir pruebas y exámenes; y el camino iba siempre bordeando el otro mundo más oscuro, a veces lo atravesaba y no era del todo imposible quedarse y hundirse en él. Mis hermanas pertenecían también al mundo claro. Porque en las hermanas se ofendía a los padres, a la bondad y a la autoridad. En días buenos, cuando todo era radiante y la conciencia estaba tranquila, era delicioso jugar con las hermanas, ser bueno y modoso con ellas y verse a sí mismo con un aura bondadosa y noble. ¡Así debía sentirse uno siendo ángel! Era la suma perfección que conocíamos; y creíamos que debía ser dulce y maravilloso ser ángel, rodeado de melodías suaves y aromas deliciosos como la Navidad y la felicidad. Su padre era un bebedor crónico y toda la familia tenía mala fama. Yo conocía bien a Franz Kromer; le tenía miedo y no me gustó que se uniera a nosotros. Bajo su mando descendimos a la orilla del río, junto al puente, y nos ocultamos a los ojos del mundo bajo el primer arco. Franz Kromer se lo guardaba o lo tiraba al agua. Franz daba las órdenes y nosotros obedecíamos como si aquello fuera una vieja costumbre, aunque en verdad era la primera vez que estaba con él.

Era imposible que Franz me aceptara a mí, niño bien y alumno del Instituto; los otros dos chicos -yo me daba cuenta- renegarían de mí en el momento decisivo y me dejarían en la estacada.

-No correrá tanta prisa -rió Franz-, llevamos el mismo camino.

Cuando llegamos y vi la puerta con su grueso picaporte dorado, la luz del sol sobre las ventanas y las cortinas del cuarto de mi madre, respiré aliviado. La vuelta a casa. ¡Venturoso regreso a casa, a la luz, a la paz!

Abrí rápidamente la puerta, dispuesto a cerrarla detrás de mí, pero Franz Kromer se interpuso y entró conmigo. -¡Santo Dios! -exclamé-. Pertenecía al «otro» mundo; para él la traición no era un crimen. En estas cosas la gente del «otro» mundo no era como nosotros.

-¿No decir nada? -rió Kromer-. El mundo se desmoronó a mi alrededor. Me denunciaría; yo era un delincuente. Se lo dirían a mi padre y quizá vendría hasta la policía a casa. ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Me brotaron las lágrimas. -Kromer -dije-, escucha, no me denuncies, no estaría bien. Kromer sonrió y tomó el reloj con su manaza. Miré aquella mano y me di cuenta de lo brutal y hostil que me era, de cómo amenazaba mi vida y mi paz.

-Me importa tres pitos tu plata y tu reloj -dijo con profundo desprecio-. Conozco bien al sargento.

-Dime lo que tengo que hacer, Franz. Eres rico, tienes hasta un reloj. Pero ¡dos marcos! Para mí era tanto y tan imposible como diez, cien o mil marcos. Yo no disponía de dinero. No tengo dinero. Kromer sólo torció su boca agresiva y peligrosa y escupió en el suelo.

No podía subir a casa. Mi vida estaba destrozada. Pero todo aquello ya no me pertenecía; era el mundo claro de los padres y yo me había hundido profunda y culpablemente en el torrente desconocido. Mi pecado no era esto o aquello; mi pecado era haber dado la mano al diablo. ¡Qué dulce me parecía aquello! ¡Cómo deseaba hacerlo! Pero era imposible. Había jugado a ser hombre y héroe y ahora tenía que soportar las consecuencias.

Me veía sujeto por nuevas y absorbentes raíces al mundo extraño y tenebroso. Yo no canté; cada tono era como hiel y veneno para mí. Por la mañana, cuando mi madre entró presurosa diciendo que era tarde y preguntándome por qué estaba aún en la cama, tenía yo muy mala cara. Una mañana sin colegio era algo maravilloso y legendario. El sol jugueteaba en la habitación, pero no era el mismo sol contra el que se bajaban las cortinas verdes en el colegio. Sin dinero no podía presentarme a Kromer. No contenía dinero suficiente, eso ya lo sabía; pero algo era, y un presentimiento me decía que mejor era eso que nada y que así Kromer se apaciguaría.

Pero no era una sensación tan insoportable como la de ayer. Esto, sin embargo, era robar, aunque fuera mi dinero. Conté el dinero con miedo. En la hucha hacía mucho ruido, pero ahora en la mano era una miseria: 65 céntimos. Escondí la hucha bajo la escalera y con el dinero en la mano salí de la casa, con una sensación totalmente nueva... Kromer echó un vistazo a su alrededor y entró por una puerta. -Son sesenta y cinco céntimos -dijo, y me miró.

-¡Pero no tengo más! Son todos mis ahorros.

Comprenderás que no puedo decírselo a mi padre.

¿Conoces bien mi silbido? Me silbó una señal que ya había oído muchas veces.

No había lugar, juego, trabajo o pensamiento adonde no llegara ese silbido que me esclavizaba y que era mi destino. A menudo bajaba yo en las tardes suaves y multicolores de otoño a nuestro pequeño jardín, que tanto me gustaba, y un extraño impulso me llevaba a los juegos infantiles de épocas pasadas; jugaba a ser un niño mas pequeño de lo que yo era y que aún era bueno, libre, inocente y protegido.

Nunca, en toda mi vida, he sentido la desdicha tan cerca del corazón; nunca he sentido mayor desesperanza ni mayor dependencia.

Mi estado durante aquel tiempo era una especie de desquiciamiento. Con mi

padre, que muchas veces me interrogaba irritado, me mostraba frío y hermético.

2.- CAIN

Este alumno tan sorprendente parecía mucho

mayor de lo que en realidad era. Se llamaba Max Demian.

Esta clase era la de Demian. Mientras nos explicaban la historia de Caín y Abel, yo miraba de reojo la cara de

Demian, que me fascinaba de manera extraña, y observaba aquel rostro seguro,

inteligente y claro inclinado sobre su trabajo con atención y carácter. Conozco esa casa. Debe de ser muy antiguo. -Puede ser -asintió él-. Obsérvalo bien; esas cosas suelen ser muy interesantes. Contesté que la historia me gustaba.

Demian me dio unas palmaditas en el hombro.

Quizás, o seguramente, no se trataba de una

auténtica señal sobre la frente, de algo como un sello de correos; la vida no suele ser

tan tosca. Aquel hombre tenía poder, aquel hombre inspiraba

temor. Se temía a los hijos de Caín, que llevaban

una «señal». ¿ Comprendes?

-Sí, eso quiere decir que Caín no fue malo. Estas viejas historias son siempre verdad, pero

...

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