Moral A Eudemo
tatan3351 de Septiembre de 2013
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Son tres las grandes tradiciones éticas las que pueden ayudarnos a dilucidar la decisión correcta −que no coincide necesariamente, y muchas veces se contradice, con la decisión rentable−: la deontología, el utilitarismo y la ética de la virtud.
La ética deontológica (o del deber por el deber) encuentra su máximo punto de expresión en Kant, quien estaba convencido de la existencia de una ley moral universal (el imperativo categórico) inscrita en la razón de todo ser humano (y todo ser que goce de ella), sin importar el lugar y el tiempo en el que vivan. Esta ley fue fraseada por Kant en cinco formas distintas, pero en su versión quizá más clara ordena tratar a los demás y a uno mismo siempre al mismo tiempo como fin y nunca meramente como medio o instrumento, sin importar las consecuencias y por ende, a costa de la propia felicidad de resultar necesario, como usualmente ocurre. Y no basta, añade Kant, que la acción sea conforme a la ley moral, sino que debe hacerse por respeto a la misma. En el contexto empresarial, un gerente debería respetar a sus trabajadores pagándoles un sueldo justo aunque ello, por ejemplo, reduzca sus utilidades. Lo contrario sería tratarlos como medios y no como fines en sí mismos. No importa cuánto quiera el gerente maximizar las ganancias a costa de los trabajadores, incluso si con aquel dinero quisiera ayudar a otros, por ejemplo, a través de la filantropía: entre nuestra felicidad y el cumplimiento del deber, el último prima.
El utilitarismo moderno nace con Benthamy encuentra su mejor defensa y expresión en Mill. Partiendo del supuesto de que la felicidad es buena en sí misma, Mill propone que la acción correcta es la que genera la mayor cantidad de felicidad entre la mayor cantidad de gente. Por ello a su teoría se le califica más ampliamente como consecuencialista: el enfoque no es en el agente y su intención, como en el caso de Kant, sino en la acción y sus consecuencias. Un detalle fundamental por tomar en cuenta, es que, como Mill mismo establece, el utilitarismo no implica egoísmo: habrán circunstancias en las que, para promover la mayor cantidad de felicidad entre la mayor cantidad de gente, uno debe renunciar a la felicidad propia. Regresando al contexto empresarial, y utilizando el ejemplo anterior, todo gerente debería respetar a sus trabajadores pagándoles un sueldo justo en la medida que ello promoverá la mayor cantidad de felicidad entre la mayor cantidad de gente: quizá haga infeliz a un empresario codicioso, pero hará feliz a los trabajadores y a sus familias.
La ética de la virtud se remonta a la Grecia antigua, siendo Platón y Aristóteles sus máximos exponentes. Según Aristóteles, la felicidad (felicidad en el sentido antiguo, griego-clásico de la palabra, y no el moderno, hedonista, que es más familiar para nosotros) es aquello a lo que todos los humanos aspiran en última instancia: todo lo que hacemos lo hacemos en pos de la felicidad. ¿Pero qué es la felicidad? Para los seres humanos, la verdadera felicidad consiste no en la mera satisfacción de nuestros caprichos, sino en el desarrollo pleno (virtuoso, excelente), durante toda una vida, de las funciones que son propias a su naturaleza racional. Si queremos ser felices, tener una vida bella, admirable, debemos volvernos virtuosos. ¿Y qué es la virtud? La virtud es aquello que nos hace buenos, se adquiere a través del hábito (nos volvemos justos practicando la justicia), e implica dar en el punto medio tanto en nuestras acciones como en nuestras emociones: todo vicio viene por exceso o defecto. Por ejemplo, el coraje es el punto medio entre la temeridad y la cobardía. Los seres humanos, pues, estamos llamados a afinar nuestro espíritu, de manera tal que nuestras acciones y emociones sean virtuosas, den en el punto medio. La tradición occidental sistematizó posteriormente este desarrollo Platónico-Aristotélico, proponiendo la existencia
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