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Una reflexión sobre los actos voluntarios

RominaCNEnsayo27 de Octubre de 2015

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Seminario 7

EL ACTUAR HUMANO

Una reflexión sobre los actos voluntarios

“Sí, y la he de perseguir más allá del Cabo de Hornos y más allá del de Buena Esperanza, más allá del Maelstron, y más allá de los fuegos del infierno antes de renunciar a cogerla. Y para eso os habéis embarcado, muchachos, para perseguir a la Ballena Blanca por ambos hemisferios si es preciso, y por todos los rincones del universo hasta que lance sangre negra por el surtidor y flote panza arriba.”        

                                                         Melville Herman,  Moby Dick  capítulo VI

INTRODUCCIÓN

En los seminarios anteriores hemos reflexionado sobre diversas dimensiones de la persona humana y hemos enfatizado el carácter unitario que la constituye esencialmente. En otras palabras, todas esas dimensiones o facultades, como son la inteligencia o los sentimientos, se despliegan en un sujeto que es unificado, y si de ellas podemos hablar y reflexionar, lo hacemos no para indicar que existen en el hombre o mujer en forma separada, sino que para distinguirlas y poder demostrar el ser del viviente humano en toda su complejidad. No es la inteligencia ni el encéfalo del hombre o la mujer el que entiende, ni  es su afectividad o corazón el que siente; es el sujeto humano el que tiene la capacidad de entender y de sentir y si lo hace, es justamente por su unidad constitutiva. Nada que tenga partes puede entender o conmoverse; los órganos, los sistemas funcionales y las facultades son las actualizaciones de la manera de existir de todo viviente y que se despliegan en el tiempo. En el ser humano es su principio organizador, el sujeto, su esencia en cuanto operativa de índole racional, la que actualiza la estructura material y sus facultades para ejercer plenamente su naturaleza.

        Las facultades humanas que ya hemos analizado, como el entendimiento y los afectos, tienen un fuerte énfasis inmanente, es decir, su actividad permanece primariamente en el interior del sujeto. Pasaremos ahora a considerar al ser humano referido a su operación más externa o transeúnte, sin olvidar su unidad esencial, que  hace a la totalidad existencial del hombre sujeto de toda su actividad. Justamente  es aquí donde aparece con fuerza la peculiaridad del actuar humano, distinguiéndose,  como ya lo hemos visto, del comportamiento animal. Consideraremos entonces la originalidad del ser humano ahora en su actuar, con una reflexión sobre el acto en cuanto voluntario.

La vida del hombre consiste en sus acciones.[1]  Esta sentencia de Santo Tomás se refiere a que los seres humanos, al no tener un comportamiento absolutamente determinado, inexorable y seguro en lo que respecta a lo conveniente a su naturaleza, -como es el de los animales irracionales- deben determinar entonces cada uno de sus actos. Es justamente a esa determinación de nuestros actos, en la infinita posibilidad de ellos, a lo que  dedicamos nuestra vida, y es precisamente esa trayectoria lo que va a constituir nuestra original e irrepetible biografía.

        

APETITOS SENSIBLES Y APETITO INTELECTUAL

Para avanzar en nuestra reflexión, quisiera que nos detuviésemos en una acción habitual y propia de nuestra vida cotidiana. Al visitar,  por ejemplo  un centro comercial, de pronto nos detenemos, ingresamos a un local, compramos algún helado y salimos saboreándolo. El análisis de esta acción, que no tiene nada de extraordinaria, nos revelará sin embargo una dimensión sorprendente y de enorme trascendencia para la comprensión del sujeto humano.

De partida, nos muestra el mundo de los apetitos, es decir nos inclinamos o tendemos hacia algún objeto o hacia la producción de algún efecto sobre algo o alguien. Esta atracción puede surgir de una necesidad sumamente básica, como podría  ser la nutrición, que  experimentaremos con menor o mayor fuerza, dependiendo del nivel de carencia de alimento en que nos  encontremos. Existen entonces objetos que nos llaman la atención y hacia los cuales nos inclinamos. En el ejemplo dado, la exhibición de las variadas posibilidades de helados, dispuestos justamente en la vitrina para provocar en nosotros la inclinación a obtener uno de ellos, nos habla del conocimiento que se tiene de la dinámica de los apetitos, por parte de los que buscan que adquiramos un producto, inclinados ellos a la vez a la adquisición del dinero que poseemos.

Los apetitos  nos representan de alguna manera nuestra condición de seres carentes, y por lo tanto necesitados de adquirir lo que nos falta para alcanzar la máxima expresión de nuestra naturaleza. Es así como tendemos hacia lo que nos permite desplegar nuestras potencias vegetativas. Sin embargo, tendemos no solamente a los objetos que satisfacen nuestras ansias de necesidades básicas, sino también a lo que nos produce placer. Si nos detenemos  un poco, veremos que también sentimos atracción por conseguir objetivos que surgen de carencias más elevadas. Con mucha frecuencia empleamos tiempo, esfuerzos, recursos y sacrificios para conseguir algo que ni siquiera es un objeto físico. Nos movemos y actuamos para conseguir la alegría de alguien a quien queremos, o para alcanzar un conocimiento o una destreza que no satisfará una necesidad biológica o un ansia de placer.

Es fácil entender de donde surgen esas inclinaciones hacia lo que nos permite alcanzar nuestro despliegue biológico, de hecho, esas apetencias actúan como una reminiscencia de los impulsos instintivos que poseen los animales.   Es también  fácil comprender nuestra apetencia hacia lo placentero ya que es común en todos los vivientes el buscar el placer y evitar el dolor. Sin embargo, es más difícil explicar de dónde surge la inclinación hacia objetivos que ni siquiera nos provocan placer, que a veces nos causan dolor y que incluso pueden arriesgar nuestra existencia como vivientes.

Tenemos luego que reconocer en nosotros otro tipo de apetito, que no busca ya la satisfacción de algo que conviene para el despliegue de nuestras potencias vegetativas o de algún placer también corporal. Incluso en ocasiones nos lleva a actuar en contra de ellos, buscando la satisfacción de otro tipo de metas. Si esos objetivos no surgen de nuestra corporalidad; ¿de dónde surgirán?

Siendo objetivos que no responden a necesidades corporales, sólo pueden surgir de aquella facultad que nos distingue de todos los demás seres.  Es nuestra inteligencia, como tipo de conocimiento, la que encuentra para nosotros objetos u objetivos proporcionados a nuestra naturaleza. Si existen esos objetos u objetivos descubiertos por nosotros a través de nuestra inteligencia, existe también una apetencia hacia ellos. Esa apetencia, ese apetito ahora hacia lo mostrado por nuestra razón, es lo que se conoce por voluntad. La voluntad es entonces un apetito de orden intelectual.

        

LA VOLUNTAD, APETITO DE LO BUENO

Si retomamos el ejemplo de la compra del helado, a la luz de lo que ya hemos reflexionado,  podemos ver que nuestra actitud frente al estímulo de los helados exhibidos es radicalmente distinta a la actitud de un animal frente a un alimento. Él, con seguridad, tenderá fuertemente a engullirlo, y nosotros en cambio, a pesar de la fuerte atracción que podemos sentir para degustarlo,  muchas veces no lo compramos. Pueden haber  muchas razones para ello: la primera es que no nos apetezca, por haber quizás comido recién. Otras podrían ser querer reservar el dinero para otro objetivo, considerar que nos podría hacer daño al estar convaleciente de una enfermedad, o simplemente por no querer engordar.

Si reflexionamos sobre esto, nos daremos cuenta que frente a algún objetivo, o frente a la posibilidad de poseer un objeto, nos vamos a inclinar hacia conseguirlo siempre y cuando tengamos suficientes motivos para considerarlo conveniente  para nosotros, y no nos inclinaremos hacia él si  no los tenemos. Como vemos, nuestra conducta se realiza, a diferencia de los animales, no sólo por el estímulo y por el apetito generado, sino que además por una consideración sobre la bondad de ese objetivo, en consideración a lo que nos corresponde naturalmente o a los planes vitales que nos hemos trazado.

 Esa consideración sobre la bondad de un objetivo, la podemos realizar mediante nuestra razón o inteligencia, facultad que nos permite conocer las cosas en sí mismas (sin saber lo que son las cosas no podríamos saber si nos convienen o no). Los animales, al no tener esa posibilidad de juicio, lo que les conviene les viene dado e impuesto como un comportamiento instintivo. Es entonces nuestro entendimiento el que nos muestra la bondad o maldad de los múltiples objetos, objetivos o fines que se nos presentan como estímulos, provocando en nosotros los apetitos. A la vez es la voluntad,  como apetencia, la que nos inclinará  hacia el bien que satisfaga más perfectamente nuestros planes o fines vitales. De esta manera somos capaces de rechazar un helado buscando nuestra salud como bien superior, y somos capaces de ayudar a un amigo sacrificando el placer de una buena película.

 La voluntad nos hace apetecer y tender hacia lo que la razón nos muestra como bienes. Ella  no nos  inclina hacia lo que la razón nos muestra como un mal. El mal no motiva a nuestra voluntad, sólo lo que la razón nos muestra como un bien la motiva ya que ella tiende siempre hacia lo considerado como bien. La voluntad es un apetito de lo bueno captado por la inteligencia.[2]

Hemos visto ya, en el sencillo ejemplo de la compra de un helado, cómo actúan en nosotros los apetitos, hemos distinguido aquellos que nos impulsan a satisfacer necesidades básicas y a la voluntad como apetito intelectual que nos hace tender a lo que consideramos bueno. Pero ¿cómo explicar entonces las acciones malas? ¿Cómo explicar la maldad si nuestra voluntad nos impulsa sólo hacia lo considerado como bueno?

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