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Breve historia de los argentinos

Juan BogadoBiografía4 de Abril de 2019

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Félix Luna

Breve historia de los argentinos

Prólogo

Amigo lector:

Este libro está escrito en el tono coloquial de mis charlas y conferencias. Preferí hacerlo así para que quienes lo lean puedan imaginar que estoy conversando con ellos mano a mano, como realmente me gustaría. Por eso, tendrá que hacer un esfuerzo para imaginar mi voz, mis inflexiones y mis ademanes; también tendrá que perdonar las reiteraciones que inevitablemente se producen cuando se expone verbalmente. Y hasta podrá, si lo desea, reconstruir alguna que otra risa o murmullo del público... Pues se trata, en suma, de una historia narrada, contada, dicha.

Es posible que el intento de resumir el curso de cuatro siglos argentinos en quince capítulos sea demasiado ambicioso. Pero ya se sabe que la historia es infinita: así como se puede ahondar indefinidamente en ella, también se la puede sintetizar, extrayendo las líneas fundamentales del pretérito para mostrarlas en sus grandes contrastes.

En este libro no hay muchos nombres, ni muchas fechas; tampoco se abunda en batallas, pactos o hechos políticos. Se trata más bien de describir cómo se fue haciendo nuestro país, desde sus cimientos fundacionales y a través de las grandes etapas de su formación. El propósito, el mismo que ha animado la mayor parte de mi obra, es divulgar nuestro pasado. Antes que una historia circunstanciada, es una mostración de las líneas fundamentales que articulan la sociedad y las instituciones argentinas. Antes que un trabajo erudito, es una charla sin pretensiones, para aclarar algunas dudas y fijar algunos períodos. Una revisión o, si se quiere, una introducción al vastísimo y fascinante territorio de nuestra historia.

F. L.


Hacer historia

Esta obra trata de abarcar distintas situaciones que nos parecen significativas en el análisis de un momento histórico determinado y que permitirán también arrojar alguna luz sobre la actualidad, pues la historia, en última instancia, sirve para entender mejor el país de hoy. En caso contrario, se convierte en un simple entretenimiento.

En el transcurso de estas páginas intentaremos contestar ciertos interrogantes que la comunidad se plantea en algunos momentos; los mismos que nosotros, individualmente, nos planteamos en algún momento de nuestras vidas: ¿qué somos, para qué estamos, qué nos pasa, por qué somos así y no como otros? Obviamente, la historia no contesta a todas estas preguntas; ni siquiera las contesta exhaustivamente, ya que no puede dar respuestas infalibles. Pero sin duda nos ayuda a sentirnos parados con más seguridad sobre nuestras raíces, sobre nuestra realidad. Por ello, a lo largo de estos capítulos trataremos de seleccionar algunos hechos significativos, confiando en echar luz sobre los momentos históricos adecuados. Y, porque se trata de seleccionar, corresponde que hagamos una pequeña introducción metodológica.

Cuando digo que “selecciono”, es porque estoy usando ese fascinante poder que tiene el historiador al afirmar: “La historia es tal como yo la cuento”. Es decir que hago uso de esa facultad que tiene el que hace historia para establecer que ciertos hechos son relevantes y otros no. La historia perfecta sería aquella que hablara de la vida, de los sucesos, de los problemas de todos los hombres en todas las épocas. Por supuesto que esto es imposible; ni siquiera limitándonos a una determinada época podríamos realizarlo. El historiador, entonces, se ve necesariamente obligado a seleccionar y descartar hechos según le sirvan o no. Su elección es relativa y también arbitraria, porque siempre depende de una ideología, de una tabla de valores y de un modo de mirar el pasado, que permiten que algunos piensen que determinados hechos son relevantes y otros, en cambio, desechables.

Sin embargo, estas limitaciones son precisamente aquello que vuelve apasionante a la historia. Nunca es única; nunca es una versión que tiene que establecerse descartando las otras. Siempre hay otra posibilidad; siempre hay otro punto de vista; siempre hay una forma de mirar el pasado de otra manera y, en consecuencia, de extraer otras enseñanzas, otro fruto.

Otro elemento de juicio a tener en cuenta es la idea de continuidad. La historia se hace a través de diversos factores, eso ya lo sabemos, y hay momentos en que parece acelerarse. Generalmente, cuando esto sucede y los acontecimientos históricos empiezan a galopar, es porque se han producido enfrentamientos, ideológicos o de cualquier otro tipo. Podríamos decir que estos choques forman la materia prima preferida de los historiadores, sobre todo de los más jóvenes. Siempre resulta apasionante describir un enfrentamiento entre dos personalidades, dos ideologías o dos fuerzas, que en un momento dado libran batallas donde una triunfa y la otra no y donde, quizás, la fuerza vencida se amalgama con la vencedora. Se trata realmente de un espectáculo muy lindo, pero debajo de esos grandes enfrentamientos, que a veces no son tan duros como parecen, están las continuidades, esos procesos a través de los cuales, de manera silenciosa, generalmente pacífica, se va tejiendo aquel material que conforma la trama de la historia.

Tomemos como ejemplo el caso de Juan Perón. Se puede decir que, en un momento dado, su figura significó una ruptura contra el orden establecido. Y, ciertamente, junto a Perón prevalecen en la política argentina otros valores, otro lenguaje, otras personalidades. Pero ese mismo Perón, que llegó con un lenguaje nuevo, trajo también una serie de elementos del pasado, como por ejemplo el plan económico de Miguel Miranda de 1947, que tenía varios elementos del de Pinedo, establecido en 1940 por un régimen conservador. Conviene pues tener en cuenta que el historiador toma una situación y reflexiona sobre ella, pero que entre esa situación y otra acaso se han ido produciendo cambios quizás anónimos, quizás imperceptibles, que configuran una cantidad de procesos históricos y los definen a través del tiempo.


Capítulo VII

La modelación de la Argentina moderna

Se ha dado en llamar Orden Conservador o Régimen Conservador al período que media entre 1880 y 1910 o 1912, cuando se sanciona la Ley Sáenz Peña, instrumento legal que definió los límites de una época. El adjetivo no está bien empleado, porque la gente que animó los procesos políticos, económicos, sociales y culturales durante este lapso no fue en realidad conservadora, pues su intención no era la de conservar nada, sino, por el contrario, la de modificarlo todo. La denominación se debe a que las fuerzas políticas que fueron el sustento de estos años, después de la Ley Sáenz Peña se autocalificaron o fueron llamadas “conservadoras” y constituyeron el fundamento de los partidos conservadores que existieron luego.

La Belle Époque

A lo largo de estas tres décadas también el resto de mundo atravesó un período muy especial, que la posteridad ha denominado Belle Époque y que se caracterizó por la paz que entonces reinaba en Europa. La última guerra ocurrida había sido la franco prusiana, en 1870, y ya en 1880, Francia —que había elegido un sistema republicano casi por casualidad, en vez de retornar a la monarquía—, afirmó su fuerza económica y su solidez política y se puso nuevamente a la cabeza de Europa. Por su parte el imperio alemán, que se había constituido precisamente sobre la derrota de Francia, tendía a un régimen muy centralizado bajo el imperio. Ya había desaparecido Bismarck, pero sus teorías sobre el fortalecimiento del imperio se seguían aplicando. El emperador Guillermo II, que tenía veleidades bélicas, en poco tiempo convirtió a su país en algo que asustaba bastante al resto del continente europeo.

Gran Bretaña también había afirmado su poder, y después de la guerra de los Boers completó el colorido del planisferio con sus grandes posesiones ultramarinas. Era, indudablemente, la potencia más importante del mundo, con su enorme flota, ingente comercio, gran industria y notable estabilidad institucional.

En cuanto a Estados Unidos, empezaba a revelar su fuerza, cosa que hizo espectacularmente en la guerra contra España de 1898. En esta guerra, que tuvo como escenario la isla de Cuba, la flota española fue hundida de una manera casi miserable por una flota norteamericana cuya superioridad era aplastante.

Por un lado, esto significó que Estados Unidos empezara a asomarse a una política de tipo imperialista, que la llevó a ocupar virtualmente Cuba, Filipinas y Puerto Rico, y a tomar una actitud de injerencia en los asuntos americanos con un sentido de potencia hegemónica en la región. Por el otro, España, que en ese momento disfrutaba por primera vez en el siglo de un sistema político estable (de partidos), sintió la derrota de Cuba como una suerte de fracaso nacional. Esto trajo una serie de consecuencias, sobre todo de tipo literario y cultural, a través de la llamada generación del ‘98, que hizo la autocrítica de los sucesos de Cuba.

Fuera de estas dos guerras, la de Cuba y la de los Boers, en el sur de África, durante este período el mundo vivió prácticamente en paz y, en consecuencia, la estabilidad fue casi absoluta, la disponibilidad de capitales, muy grande y el movimiento de la inmigración europea a distintos puntos de América se mantuvo o acentuó. En estos primeros años del siglo, además, imperó una suerte de talante optimista.

La idea del progreso universal indefinido, la liquidación de los nacionalismos, la menor importancia que aparentemente tendrían las ideologías religiosas, las uniformizaciones de los regímenes políticos y económicos en todo el mundo (donde prácticamente se usaban monedas intercambiables y donde el régimen comercial internacional no tenía ninguna clase de barreras ni interferencias) daba lugar en aquella época a un razonable optimismo. Lo hemos visto en libros, novelas, obras de teatro, películas cinematográficas. Se creía haber llegado a la estabilidad mundial definitiva. Este estado de cosas, por supuesto, se derrumbó en 1914 con la Primera Guerra Mundial, pero de todas maneras el Orden Conservador en la Argentina estuvo enmarcado por un mundo con estas características tan especiales.

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