Alemania Y La Posguerra
swtprincss192 de Octubre de 2011
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La Europa de 1648 ejercía con su iniciativa una presión muy fuerte para relacionar las relaciones de los estados europeos con los territorios ultramarinos. Sin embargo, el imperio español en América enviaba menos plata y absorbía menos emigrantes europeos, en la segunda mitad del siglo XVII, que en la etapa de referencia de por aquel entonces: la segunda mitad del siglo XVI; las migraciones internas en Europa cobraban cada vez mayor importancia. La atención al hemisferio americano adquiría lentamente una influencia creciente en la política general europea, pero estadistas tan poderosos como Louis XIV de Francia o Willem III de las Provincias Unidas de los Países Bajos sabían poco de él, y le prestaban poca atención. Los intelectuales más brillantes comprobaban sobre datos recientes que en China existía una civilización altamente desarrollada; tomaban nota de la existencia de pueblos primitivos; y redefinían las bases del pensamiento filosófico, político y religioso, a la sombra de los terribles cambios traídos por la recién acabada Guerra de los Treinta Años (1618-1648). De los que dejarían hitos perdurables a la posteridad se sabía poco en su época, como suele ser frecuente: eran figuras aisladas, consideradas como extrañas o excesivamente visionarias.
Europa en 1648
En 1648 un espléndido y nuevo mapamundi, que incluía los descubrimientos geográficos de los últimos cincuenta años, fue presentado por un impresor de Amsterdam a los embajadores de la ciudad-estado alemana de Münster, enfrascados en las negociaciones de la Paz de Westfalia. Europa hacia 1648 ejercía con su iniciativa una presión muy fuerte para obligar a los autores de los tratados de paz a relacionar seriamente las relaciones de los estados europeos con los amplios territorios ultramarinos. Y éstos debían responder a esa presión, pero con una gran cautela. El imperio español en América enviaba menos plata y absorbía menos emigrantes europeos en la segunda mitad del siglo XVII que en la etapa de referencia en aquel entonces, la segunda mitad del siglo XVI; las migraciones internas en Europa cobraban cada vez mayor importancia. Las Compañías Neerlandesa y Británica de las Indias Orientales, aunque prósperas y poderosas, resultaban en conjunto menos importantes para el crecimiento comercial de sus respectivos estados que los comercios sostenidos por multitud de oscuros mercaderes privados con los demás países europeos. La atención al hemisferio americano adquiría lentamente una influencia creciente en la política general europea, pero estadistas tan poderosos como Louis XIV de Francia o Willem III de las Provincias Unidas de los Países Bajos sabían poco de él, y le prestaban poca atención. Los intelectuales más brillantes comprobaban sobre datos recientes que en China existía una civilización altamente desarrollada; tomaban nota de la existencia de pueblos primitivos; y redefinían las bases del pensamiento filosófico, político y religioso, a la sombra de los terribles cambios traídos por la recién acabada Guerra de los Treinta Años (1618-1648). De los que dejarían hitos perdurables a la posteridad se sabía poco en su época, como suele ser frecuente: eran figuras aisladas, consideradas como extrañas o excesivamente visionarias.
Poco antes de 1648 los barcos neerlandeses circunnavegaban Australia por primera vez. El Imperio Ruso puso bajo su control la inmensidad de las planicies siberianas y sus exploradores y soldados vieron por primera vez la costa del Océano Pacífico en Vladivostok. Los franceses surcaban los Grandes Lagos de América del Norte. Sin embargo los pueblos de Europa, por lo general, tenían unos conceptos de vida parroquiales, locales, y sus intereses más importantes se limitaban a Europa, a pesar de los grandes y primeros esfuerzos dedicados a la exploración de un mundo nuevo y mucho más amplio que el Viejo Continente. Con pensar en él tenían bastante. Durante 1648 se tuvieron noticias de graves desórdenes en Moscú. En Ucrania estalló la rebelión entre los señores polacos y sus vasallos ucranianos. Los jenízaros otomanos se amotinaron y descuartizaron al sultán en Konstantiniye. [1] Una sublevación en París obligó a la reina regente y al cardenal Giulio Mazarino a introducir lo que parecían profundos cambios constitucionales, mientras, unos pocos meses después, el rey Charles I de Inglaterra era condenado por un tribunal revolucionario y ejecutado. Por otra parte, las tropas y los barcos españoles aplastaban una insurrección en Nápoles. En la monarquía electiva de Polonia, el rey Ladislaw IV había muerto sin hijos en mayo de 1648, pero la Dieta pareció favorecer el principio hereditario, eligiendo como nuevo rey, en noviembre, a su hermano Jan Kaszmierz.
Todos estos acontecimientos pusieron al descubierto las múltiples tensiones existentes en Europa. Algunas gentes llegaron a creer en un espíritu de insubordinación general, como resultado de una corrupción que se extendía de un lugar a otro. A pesar de lo que aquellas gentes pensasen acerca de ello, la noticia más importante de 1648 fue probablemente la de la firma sucesiva de tres tratados de paz europeos. Tomados en conjunto, ponían fin a la Guerra de los Ochenta Años (1578-1648) entre los neerlandeses y Felipe IV; a la Guerra de los Treinta Años en Alemania y Bohemia, que había enfrentado al Kaiser Ferdinand III de Alemania con las potencias aliadas de Suecia y Francia, y a los estados satélites de ambas partes. La lucha franco-española continuaba, pero el Tratado de Westfalia, obra de todo un congreso de diplomáticos reunido en las ciudades alemanas de Münster y Osnabrück, transformó la estructura política de Europa. Esto concedió a las regiones centrales del continente una nueva estabilidad, que finalmente tuvo más importancia que los peligrosos estremecimientos de otras partes. Se trató de una larga postguerra, con todo su cortejo de amargas lecciones. Por eso, uno de sus resultados fue medio siglo de rivalidad entre Estados, más que un trastorno social o intelectual. Podríamos decir que, en muchos aspectos, fue un período con más continuidad que cambios.
Así pues, dada su situación central, el Reich alemán [2] sería el gran amortiguador de choques en el interior de Europa. Sus poblaciones carecían de la fuerza coordinada necesaria para presionar hacia el este o hacia el oeste, hasta que, con posterioridad a 1683, encontraron el impulso suficiente para penetrar en Hungría, ocupada por los Turcos Otomanos. [3] Carecían del empuje y por lo tanto de la oportunidad de competir con los comerciantes y con los gobiernos occidentales -neerlandeses, ingleses y franceses- en la lucha por el imperio comercial de ultramar. Y no lograron encender el fervor intelectual que anteriormente había animado la reforma protestante, no sólo en Alemania, sino también en zonas alejadas de sus límites más externos. Después de 1648, las oportunidades de un cambio radical eran mucho mayores en la Europa del este: fuerzas y credos opuestos, islámicos y ortodoxos, así como protestantes y católicos, forcejearían, agresiva o defensivamente, en áreas muy extensas. De modo que si atendemos en primer lugar al centro estable, parece indicado tener en cuenta después a los pueblos orientales, antes de dirigirnos a ese borde oceánico de Europa que los autores anglosajones están demasiado inclinados a considerar como el ombligo del mundo. En lugar de una visión histórica que preste su máxima atención a las riberas atlánticas de Europa, el centro neurálgico del Viejo Continente se encuentra en 1648 en el antiguo I Reich, con radios que llegan al Mar Báltico, los Montes Cárpatos, el Estrecho del Bósforo y Kiev, así como a París, Londres y Madrid.
Puede hacerse también otra elección, entre las fuerzas que tienden a un cambio y las fuerzas que se oponen a él. En el pensamiento y en las costumbres de las minorías europeas educadas académicamente y prósperas económicamente surgen, sin duda, muchos cambios en el oeste, entre 1650 y 1700. Los hombres prósperos y cultos trabajan sentados en sus "bureaux" (de nuevo diseño) para escribir sobre todo. Tienen un reloj en su habitación de trabajo que les dice la hora mucho más exctamente que los relojes antiguos. Han desechado las viejas arcas que se abrían por arriba, adoptando las cómodas de cajones y puertas. Tienen más mesas plegables, toman café, chocolate y té, y consumen cada vez más azúcar y tabaco. Sentados en sus mesas o en sus escritorios, aquellos empelucados caballeros escribían versos en pareados, con desprecio de otras formas de poesía, y también una prosa mucho más sencilla y pulcra que sus padres. Respecto al contenido de lo que escribían, estaban cada vez menos convencidos de que el mundo antiguo produjese mejores artistas y científicos que los "modernos" y, con toda la consideración al cristianismo revelado, eran más conscientes del elemento matemático dentro del universo físico. De todos modos, seguían constituyendo una débil minoría en comparación con los campesinos, los pastores, los guardias rurales, los artesanos y los curas de aldea, los ciudadanos de la plebe y los criados domésticos que tenían que ganarse la vida en aquella enorme extensión situada entre el Atlántico y los Montes Urales.
Esta mayoría experimentaba vivamente las consecuencias de la buena o de la mala suerte, pero no concebía ningún cambio en la vida de una generación respecto a la de otra generación situada inmediatamente antes o después. No era el suyo un universo de principios teológicos o matemáticos sino sencillamente una existencia dominada por cosechas impredecibles, y por la irregular pero constante visita de hambrunas y epidemias. En los años malos, sus métodos
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