CIUDADANÍA POLÍTICA: DEL HOMBRE POLÍTICO AL HOMBRE LEGAL Adela Cortina, 2001
dalexa181217 de Octubre de 2012
5.592 Palabras (23 Páginas)2.135 Visitas
CIUDADANÍA POLÍTICA: DEL HOMBRE POLÍTICO AL HOMBRE LEGAL
Adela Cortina, 2001
La naturaleza de la ciudadanía. El hombre y el ciudadano
La ciudadanía es primariamente una relación política entre un individuo y una comunidad política, en virtud de la cual el individuo es miembro de pleno derecho de esa comunidad y le debe lealtad permanente . El estatuto de ciudadano es, en consecuencia, el reconocimiento oficial de la integración del individuo en la comunidad política, comunidad que desde los orígenes de la Modernidad cobra la forma de Estado nacional de derecho.
Sin embargo, con esto hemos dicho todavía muy poco sobre la naturaleza de la ciudadanía porque el vínculo político en que consiste constituye un elemento de identificación social para los ciudadanos, es uno de los factores que constituyen su identidad. Y en este punto tienen su origen la grandeza y la miseria del concepto de que tratamos, en principio, porque la identificación con un grupo supone descubrir los rasgos comunes, las semejanzas entre los miembros del grupo pero, a la vez, tomar conciencia de las diferencias con respecto a los foráneos. De suerte que la trama de la ciudadanía se urde con dos tipos de mimbres: aproximación a los semejantes y separación con respecto a los diferentes. El ciudadano ateniense se vincula a los que, como él, son libres e iguales, y se distancia de los que no lo son; el ciudadano romano se sabe defendido por unas leyes, a las que no pueden acogerse los bárbaros.
El concepto de ciudadanía se genera, pues, desde esa dialéctica “interno/externo”, desde esa necesidad de unión con los semejantes que comporta la separación de los diferentes, necesidad que al menos en Occidente se vive como un permanente conflicto. El universalismo cristiano recorre las venas del liberalismo y el socialismo, mostrando hasta qué punto las semejanzas entre todos los seres humanos son mucho más profundas que las diferencias. Difícil resulta poner vallas al campo, como con tanta lucidez mostró Rousseau en El contrato social, al distinguir entre el hombre (varón/mujer) y el ciudadano, entre la religión del hombre y la religión del ciudadano.
El hombre –diríamos mejor, la persona- trasciende con mucho su dimensión política, que no es sino una, por mucha relevancia que pueda tener para su vida. La persona es miembro de una familia, de una comunidad vecinal, de una iglesia, de asociaciones en las que ingresa voluntariamente, y en todos estos casos establece vínculos sociales con los miembros de esos grupos, que son esenciales para su identidad personal. También es miembro de una comunidad política, cualidad que le vincula a los que comparten su misma ciudadanía, y que le presta asimismo otro rasgo de identidad. Pero es imposible reducir la persona al ciudadano, como resulta imposible reducir la religión de la persona a la religión de la ciudad.
Las religiones griega y romana son religiones de la ciudad, nacionales, que unen en torno a unos símbolos sagrados a los ciudadanos de esa comunidad y les separan de los demás. El cristianismo es una religión de la persona que la vincula con un Dios trascendente y con una comunidad universal, por eso es inevitablemente anti-nacionalista, por eso liberalismo y socialismo, herederos suyos, son inevitablemente cosmopolitas. Hacer de la ciudadanía una especie de religión cívica que combine el universalismo del cristianismo y el carácter cívico de las religiones nacionales es lo que pretendió Rousseau con escaso éxito .
De ahí que cualquier noción de ciudadanía que desee responder a la realidad del mundo moderno tenga que unir desde la raíz la ciudadanía nacional y la cosmopolita en una “identidad integrativa”, más que disgregadora, recordando, por otra parte, que la persona no es sólo ciudadana. Una noción semejante es la que quisiéramos bosquejar, recabando a la vez cuanta información nos sea posible. Con este fin, empezaremos recordando que la ciudadanía como relación política, como vínculo entre un ciudadano y una comunidad política, parte de una doble raíz –la griega y la romana- que origina a su vez dos tradiciones, la republicana, según la cual, la vida política es el ámbito en el que los hombres buscan conjuntamente su bien, y la liberal, que considera la política como un medio para poder realizar en la vida privada los propios ideales de felicidad.
Ambas tradiciones, a su vez, se reflejan en dos modelos de democracia que recorren la historia, con matices diversos, y que se alinean bajo los rótulos “democracia participativa” y “democracia representativa” . Cierto que un buen número de participacionistas rechazarían esta última distinción, afirmando que también ellos entienden que el poder político se ejerce a través de representantes y no de forma directa, cosa imposible e indeseable, y que lo que les distingue frente a otros modelos de democracia es su afán de fomentar la participación ciudadana. Mientras que otros modelos se contentarían con que los representantes elegidos se ocupen de la vida pública, dejando a los ciudadanos que se recluyen en su vida privada, el participacionista insiste en aumentar los cauces de participación ciudadana desde los ayuntamientos y desde las subunidades federales o autonómicas . Todo ello con el objetivo de lograr que en verdad la democracia sea el “gobierno del pueblo” y no sólo, como en el representacionismo puro, el “gobierno querido por el pueblo”. En este sentido, la propuesta participacionista más radical de nuestro momento es la que ofrece Benjamín Barber en su libro Strong Democracy, en el que apuesta sin restricciones por la participación directa como única forma de evitar las patologías de la democracia liberal o débil: el auténtico ciudadano es quien participa directamente en las deliberaciones y decisiones públicas .
Todas estas discusiones tienen su origen al menos en la Grecia clásica, porque la idea de ciudadanía es una idea clásica, que se remonta en el tiempo a la Atenas del siglo V y IV antes de Cristo y a la Roma del siglo III a. J.C. hasta el I de nuestra era. Ya en estos siglos aparecen dos conceptos de ciudadanía que originan a su vez dos tradiciones: la tradición política, propia del polités griego, y la tradición jurídica del civis latino .
CIUDADANÍA COMO PARTICIPACIÓN EN LA COMUNIDAD POLÍTICA
El ideal del ciudadano
La idea de que el ciudadano es el miembro de una comunidad política, que participa activamente en ella, nace en la experiencia de la democracia ateniense en los siglos V y IV a.J.C.. La célebre oración fúnebre de Pericles por los héroes muertos en la batalla contra Esparta nos transmite ya un cierto bosquejo de lo que era un ciudadano en la Atenas clásica, y es Aristóteles quien da cuerpo teórico a la noción de ciudadanía política, prestándole un apoyo ético y metafísico.
(En nuestra ciudad) –dirá Pericles- nos preocupamos a la vez de los asuntos privados y de los públicos, y gentes de diferentes oficios conocen suficientemente la cosa pública; pues somos los únicos que consideramos, no hombre pacífico, sino inútil, al que nada participa en ella, y además, o nos formamos un juicio propio o al menos estudiamos con exactitud los negocios públicos, no considerando la discusión como un estorbo para la acción, sino como paso previo indispensable a cualquier acción sensata .
El ciudadano es, desde esta perspectiva, el que se ocupa de las cuestiones públicas y no se contenta con dedicarse a sus asuntos privados, pero además es quien sabe que la deliberación es el procedimiento más adecuado para tratarlas, más que la violencia, más que la imposición; más incluso que la votación que no es sino el recurso último, cuando ya se ha empleado convenientemente la fuerza de la palabra.
Una tradición se va abriendo paso desde este humus –la tradición republicana cívica-, que entenderá la política no como el momento de legitimación de la violencia, al modo de Max Weber, sino como la superación de la violencia por medio de la comunicación . Son las sociedades prepolíticas las que recurren a la violencia, mientras que las que emprenden el camino político optan por la deliberación pública para resolver los asuntos comunes, precisamente porque –como apuntará Aristóteles- el hombre es ante todo un ser dotado de palabra. Lo cual significa que es capaz de relacionarse con otros hombres, de convivir con ellos, y también de discernir junto con ellos qué es lo bueno y lo malo, qué es lo justo y lo injusto.
La razón por la cual el hombre es, más que la abeja o cualquier animal gregario, un animal social (politikón zoón), -dirá en un texto ya antológico- es evidente: la naturaleza, como solemos decir, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra (lógos). La voz es signo del dolor y del placer, y por eso la tienen también los demás animales, pues su naturaleza llega hasta tener sensación de dolor y de placer y significársela unos a otros; pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a los demás animales, el tener, él sólo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, etc., y la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad .
Ante la pregunta clásica, que continúa abierta en nuestros días, “¿qué es una vida digna de ser vivida?”, la respuesta desde esta perspectiva sería la siguiente: la del ciudadano que participa activamente en la legislación y administración de una buena polis, deliberando junto con sus conciudadanos sobre qué es para ella lo justo y los injusto, porque todos ellos son capaces de palabra y, en consecuencia, de socialidad. La
...