Comunidades Imaginadas
henrygermain10 de Julio de 2014
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Comunidades imaginadas entiende la nación, la nacionalidad y el nacionalismo como “artefactos” o “productos culturales” que deben ser estudiados desde una perspectiva histórica que nos muestre cómo aparecieron, cómo han ido cambiando de significado y cómo han adquirido la enorme legitimidad emocional que tienen hoy en día. El autor trata de mostrar que aunque dichos productos culturales nacieron a finales del siglo XVIII, fruto espontáneo de una compleja encrucijada de fuerzas históricas, una vez creados, se convirtieron en el modelo hegemónico de organización y control social. Modelo que será transplantado –consciente o inconscientemente- no sólo a una gran variedad de terrenos sociales en los cuales se entrelazará con otras constelaciones políticas (el Estado-nación) e ideológicas (el nacionalismo), sino también –mediante la colonización- al resto de países del mundo que, queriéndolo o no, respondiendo o no a su propia idiosincrasia, se verán forzados a adoptarlo.
Desde el primer capítulo, “Conceptos y definiciones”, Benedict Anderson dejará clara su posición respecto al nacionalismo afirmando que comparte con la mayoría de estudiosos de las ciencias sociales cierta perplejidad a la hora de enfrentarse a lo que llamará las tres paradojas del nacionalismo. La primera nacería de la contradicción existente entre el carácter reciente que todos los historiadores coinciden en otorgarle y la antigüedad que tienden a atribuirle los mismos nacionalistas. La segunda surgiría de la tensión que existe entre la supuesta unicidad y particularidad de las naciones, que afirman ser únicas, y la enorme homogeneidad formal del nacionalismo en sus expresiones sociales, políticas, institucionales o culturales. Y la tercera sería resultado de la contradicción existente entre el enorme poder del que goza el nacionalismo al haberse convertido en la principal fuente de legitimación política y su pobreza e, incluso, incoherencia filosófica.
Según el autor tendemos a hipostasiar o reificar la existencia del nacionalismo (prueba de ello sería que muchos tienden a escribir dicho término con mayúscula) al considerarlo como una ideología. Sería mejor, prosigue, entenderlo como una relación social o antropológica, al nivel de las relaciones familiares o religiosas, que como una ideología, ya que no tiene la consistencia de teorías políticas como, por ejemplo, el “liberalismo” o, incluso, el “fascismo”. Anderson propondrá un enfoque de corte antropológico que tome como punto de partida la siguiente definición: una nación es una comunidad política (a) que se imagina (b) como inherentemente limitada (c) y como soberana (d).
La nación es una comunidad política imaginada porque aunque los miembros de las naciones no se conocen entre ellos, aun así tienen en sus mentes una cierta imagen de su comunión. Cuando Ernst Gellner afirma que el nacionalismo “inventa naciones donde no existen”(i) está suponiendo la existencia de “comunidades verdaderas”, como la clase social, por ejemplo, frente a “comunidades falsas”, como la nación, cuando lo cierto, dirá Anderson, es que todas las comunidades lo suficientemente grandes como para que no sea posible el contacto cara a cara -e incluso éstas- son imaginadas. De modo que no debemos distinguir las comunidades en función de su verdad o falsedad sino por el modo en cómo se las imagina.
La nación es una comunidad política que se imagina como algo limitado porque nunca se imagina como coincidente con la humanidad. A diferencia del cristianismo, el socialismo o el liberalismo, ninguna nación pretenderá ni deseará nunca que toda la humanidad se le una.
La nación es una comunidad política que se imagina como soberana porque el concepto de nación apareció en una época en la que la Ilustración y la Revolución Francesa habían destruido “la gracia de Dios” como fuente de legitimidad del reino dinástico, teniendo que recurrir a la nación como nuevo fundamento de legitimidad.
Y la nación es una comunidad porque a pesar de las desigualdades y la explotación que siempre existen en el seno de todo grupo social, ésta siempre se concibe como una camaradería horizontal.
En el siguiente capítulo, “Raíces culturales”, Anderson estudiará la fuerte afinidad existente entre las imaginaciones nacionales y las religiosas. Ciertamente, la religión se enfrenta a cuestiones a las que no se enfrentan los demás sistemas políticos modernos: la enfermedad, el dolor, la vejez, la muerte o el más allá. El siglo XVIII no es sólo la aurora del nacionalismo, sino también el crepúsculo de los modos religiosos de pensamiento. Según el autor, el racionalismo secular de la Ilustración trajo su propia oscuridad moderna ya que no desaparecieron con la religión los sufrimientos que ésta explicaba. Así, sin realidades trascendentes por las que vivir y morir, la fatalidad resultaba ser insoportablemente arbitraria; sin salvación o resurrección, los hombres pasaban a necesitar otro tipo de continuidades, etc. Se necesitaba, pues, dice Anderson, mecanismos seculares para transformar la muerte en continuidad y la contingencia en necesariedad.
Nadie mejor que la nación para sustituir a la religión en la formación de una escatología “laica”. Al fin y al cabo, ambas son “antiguas”, pues pretenden perderse en un pasado inmemorial; “continuas”, pues se proyectan en un futuro ilimitado, terrenal o celeste; y ambas tienen una gran capacidad para convertir lo contingente en necesario, utilizando argumentos del tipo: “Es accidental y temporal que sea francés pero Francia es necesaria y eterna”.
De este modo, concluye Anderson, la nación no es tanto una ideología política autoconsciente como un sistema cultural estrechamente relacionado con aquellos sistemas culturales a los que sucedió: la comunidad religiosa y el reino dinástico o imperio quienes, en su tiempo, también fueron marcos de referencia dados, inconscientes y automáticos.
En el capítulo cuarto, “Comunidad religiosa”, Anderson considera necesario estudiar ciertas particularidades de la comunidad religiosa. Ciertamente, si aceptamos que la nación sustituyó a la religión como principal fuente de legitimidad política, de cohesión social y de respuestas existenciales, también aceptaremos que ésta sólo puede ser definida de forma relacional.
Para empezar, las comunidades que imagina la religión suelen ser inmensas y suelen imaginarse mediante una lengua sagrada y unos textos escritos. Efectivamente, todas las comunidades religiosas se piensan a través de un lenguaje sagrado relacionado con un orden de poder supraterrenal. La concepción de dicho lenguaje se basa en la teoría de la no arbitrariedad del signo, que afirma que las palabras no son signos arbitrarios sino emanaciones directas de la realidad y que la realidad ontológica es aprehensible sólo a través de un único y privilegiado sistema de representación que será, según el caso, el latín de la Iglesia, el árabe coránico, etc. Esto explicaría que en el seno de la comunidad religiosa se formasen normalmente elites bilingües, que cumpliesen la función de intermediarios entre la tierra y el cielo, al dominar la lengua vulgar y la sagrada.
La decadencia de las comunidades religiosas -o comunidades imaginadas a través de la religión-, prosigue Anderson, se debe a dos procesos históricos posteriores a la Edad Media. El primero de estos procesos, provocado por las exploraciones del mundo no-europeo, inciadas ya en el siglo XIII, supuso una inconsciente relativización y territorialización de las “fés” (es significativo que no exista el plural de esta palabra) dando lugar a toda una serie de tensiones internas y externas que, según el autor, prefiguran el carácter competitivo de los nacionalismos. El segundo de estos procesos es la decadencia de las lenguas sagradas, especialmente del latín, cuya fragmentación supondrá, a su vez, una fragmentación, pluralización y territorialización de la comunidad religiosa que gracias a dicha lengua sagrada se imaginaba.
El capítulo quinto está destinado a analizar el otro gran antecedente del nacionalismo: el reino dinástico. Durante mucho tiempo, para la mayoría de hombres el reino dinástico era el único sistema político imaginable. En dicha imaginación, aunque el poder estuviese en el centro, las fronteras eran porosas e indistintas y los límites de las diversas soberanías difusos. La política matrimonial de las dinastías indica que éstas no se concebían de forma nacional. Esto explica lo problemático que resulta tratar de asignarle una única “nacionalidad” a los Borbones o a los Austria. Sin embargo, durante el siglo XVII la legitimidad automática de las dinastías empezará a declinar y la monarquía nacional acabará imponiéndose como modelo semi-estandarizado.
Sin embargo, prosigue Anderson, además de la decadencia de las comunidades religiosa y dinástica, en los siglos posteriores a la Edad Media se produjo un cambio fundamental en el modo de pensar el mundo, sin el cual no hubiese sido posible pensar o imaginar la nación.
Durante la Edad Media la manera de imaginar la realidad era, sobre todo, oral y visual. Por otro lado, la mente medieval no concebía la historia como una cadena infinita de causas y efectos o como una radical separación entre pasado y presente. Muchos pensaban que el tiempo estaba a punto de acabar (milenarismo) y todos tenían una idea de simultaneidad muy diferente a la nuestra. Así, por ejemplo, a los ojos del hombre medieval, el sacrificio de Isaac era completado por el sacrificio de Cristo, sin que ello implicase que la relación entre ambos eventos fuese
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