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Cultura Politica

tianna4 de Junio de 2013

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Las condiciones de trabajo generadas por la revolución industrial en los países que adoptaron este modo de producción eran lamentables. La jornada de trabajo se extendía por más de doce horas; la disciplina laboral era controlada por capataces que castigaban duramente a quienes no cumplían con las pautas de trabajo establecidas; las condiciones de higiene y salubridad eran deplorables; la conscripción de trabajadores se realizaba indiscriminadamente entre hombres, mujeres y niños. Ante los abusos de la patronal, los trabajadores comenzaron a organizarse y mediante huelgas y manifestaciones callejeras pretendían hacer valer sus derechos.

Debido a esto los trabajadores hicieron una reunión, y los representantes de los trabajadores propusieron que a partir del 1º de mayo de 1886 la patronal debería respetar la jornada de 8 horas y si así no lo hicieran los trabajadores irían a la huelga.

Como respuesta a esta situación, el presidente de los Estados Unidos, Andrew Johnson, promulgó una ley que establecía que la duración de la jornada laboral sería de 8 horas. Esta ley no fue acatada por el sector patronal, por ende, las organizaciones de trabajadores declararon la huelga y se movilizaron reclamando por sus derechos.

Durante la manifestación realizada en Chicago, la policía reprimió brutalmente a los obreros; también estalló una bomba que causó la muerte de varios policías.

Por ese hecho, fueron encarcelados los oradores del acto y otros participantes anarquistas, a quienes se les inició juicio acusándolos de conspiración y asesinato y se trató de probar una culpabilidad que no pudo ser demostrada durante el proceso; pese a lo cual, de los ocho hombres acusados se condenó a dos de ellos a prisión perpetua, a otro a 15 años de trabajos forzados y los cinco restantes fueron condenados a morir en la horca:

La fuerza de la organización obrera se extendió a distintos países del mundo. En 1889, se conformó la Segunda Internacional de los trabajadores; durante su primer congreso realizado en París en conmemoración de la Revolución Francesa, sus integrantes -Argentina estuvo representada por Alejo Peyret vinculado al socialismo francés- adoptaron una resolución respecto del 1° de Mayo como el día en que los trabajadores debían demandar a los poderes públicos y obligarlos a reducir legalmente a ocho horas la jornada de trabajo. Se había elegido ese día en alusión expresa a los mártires de Chicago.

Días después del acto, los trabajadores entregaron un documento al Congreso Nacional argentino, solicitando que se reconociera la jornada de 8 horas. Esta situación introducía a los trabajadores no sólo como actores en un reclamo económico, sino abriendo una brecha para su participación política en el sistema institucional. Durante el curso de la celebración del 1º de mayo de 1890, en Argentina los participantes decidieron, además, la conformación de la primera federación obrera y el inicio de la publicación de un periódico para difundir ideas que ayudaran en la organización y fortalecimiento de los sectores trabajadores. El primer periódico fue El Obrero, dirigido por Germán Ave Lallemant.

A partir de 1890, comenzaron a realizarse todos los años, en cantidad creciente de países, actos en los que los trabajadores planteaban ante las patronales y los gobiernos sus reivindicaciones económicas y políticas.

En Argentina, los actos del 1º de mayo cada vez congregaban una concurrencia mayor, lo que preocupaba al sector patronal y a los gobiernos que, a veces, reaccionaban con violencia ante esas manifestaciones.

Para los socialistas el 1° de Mayo tenía el carácter de una jornada festiva, esta caracterización fue explicitada en el manifiesto del 1º de mayo de 1890: "¡Trabajadores! Compañeras, compañeros: ¡Salud! ¡Viva el primero de mayo: día de fiesta obrera universal!". Para los anarquistas esa fecha era un día de luto por los centenares de trabajadores reprimidos y muertos luchando contra la explotación capitalista; en general los anarquistas la conmemoraban convocando a Manifestación del 1° de Mayo de 1909 en Buenos Aires. La pancarta dice: Viva el 1° de Mayo. Vivan las 8 horas. Huelga general. Durante las presidencias radicales, entre 1916 y 1928 se sancionó legislación que tendía al mejoramiento de las condiciones laborales de los trabajadores. Era la primera vez que el gobierno intervenía poniendo algún límite a la patronal. Se sancionaron las leyes de descanso dominical; de regulación del trabajo a domicilio de las mujeres; de conciliación y arbitraje en los conflictos obreros, entre otras. Durante su segundo mandato, Hipólito Yrigoyen, instituyó por decreto del 28 de abril de 1930, el 1º de Mayo como "[...] día de fiesta en todo el territorio de la República [...]”. A partir de la asunción a la presidencia de Juan Domingo Perón en 1946, las reivindicaciones que los trabajadores habían anhelado se fueron concretando en realidades y los trabajadores fueron ganando el espacio público, apropiándose de los símbolos y de las significaciones vinculadas al 1° de Mayo. 1946 fue el primer año en que autoridades nacionales -Juan Domingo Perón,

María Eva Duarte y el Secretario de Trabajo y Previsión- encabezaban la movilización. Esa fue la primera ocasión en que el presidente Perón asoció la fecha con el emergente movimiento peronista y la Confederación General del Trabajo enfatizó que se trataba de un “día de sana alegría y verdadero descanso del músculo”. En el folleto “1 de Mayo ayer y hoy” publicado en 1949 se expresaba claramente una ruptura con el pasado: “[...] el 1 de mayo no es ya la fecha propicia al dolor y la desgracia, sino a la alegría. La Fiesta del Trabajo, realizada jubilosamente por quienes trabajan en la edificación de la Patria”.

El 1° de Mayo en la actualidad tiene múltiples significaciones para las distintas corrientes político-ideológicas que conforman la sociedad argentina. Para unos es un día de lucha, de reivindicación de los derechos de los trabajadores y para otros es un día de festejo, de hermandad entre los trabajadores.

Por una ética ecosocialista

Michael Lowy

El capital es una formidable máquina de reificación. Después de la Gran transformación de la que habla Karl Polanyi, es decir, después de que la economía capitalista de mercado se ha autonomizado, de que se ha –por decirlo así– “desatorado”, ésta funciona únicamente según sus propias leyes, las leyes impersonales de la ganancia y de la acumulación. Ésta supone, subraya Polanyi, “la transformación de la sustancia natural y humana de la sociedad en mercancías”, gracias a un dispositivo, el mercado autorregulador, que tiende inevitablemente a “romper las relaciones humanas y... aniquilar el hábitat natural del hombre”.

Se trata de un sistema impiadoso, que avienta a los individuos de los estratos desfavorecidos “bajo las ruedas mortíferas del progreso, ese carro de Jagannâth”.

Max Weber ya había detectado en forma notable la lógica “cosificada” del capital en su gran obra Economía y Sociedad: “La reificación (Versachlichung) de la economía fundada sobre la base de la socialización del mercado sigue absolutamente su propia legalidad objetiva (sachlichen)... El universo reificado (versachlichte Kosmos) del capitalismo no deja ningún lugar a la orientación caritativa...” Weber deduce de esto que la economía capitalista es estructuralmente incompatible con los criterios éticos: “en contraste con las otras formas de dominación, la dominación económica del capital, por el hecho de su carácter impersonal, no podría ser regulada éticamente... La competencia, el mercado, el mercado de trabajo, el mercado monetario, es decir consideraciones objetivas, ni éticas, ni antiéticas, simplemente no-éticas... comandan el comportamiento en el punto decisivo e introducen instancias impersonales entre los seres humanos involucrados” . En su estilo neutral y no comprometido, Weber indica lo esencial: el capital es, por su esencia, “no-ético”.

A la raíz de esta incompatibilidad se encuentra el fenómeno de la cuantificación. Inspirado por la Rechenhaftigkeit –el espíritu del cálculo racional al que se refiere Weber– el capital es una formidable máquina de cuantificación. Reconoce solamente el cálculo de las pérdidas y las ganancias, las cifras de la producción, la medida de los precios, de los costos y los beneficios. Somete a la economía, a la sociedad y a la vida humana a la dominación del valor de cambio de la mercancía y, de su expresión más abstracta, del dinero. Estos valores cuantitativos, que se miden en 10, 100, 1.000 ó 1.000.000, no conocen ni lo justo ni lo injusto, ni el bien, ni el mal: disuelven y destruyen los valores cualitativos y, en particular, los valores éticos. Entre los dos hay “antipatía”, en el sentido antiguo, alquímico, del término: falta de afinidad entre dos sustancias.

Hoy, este reino total –de hecho, totalitario– del valor mercantil, del valor cuantitativo, del dinero, de la finanza capitalista, llegó a un grado sin precedentes en la historia humana. Sin embargo, la lógica del sistema había ya sido víctima de una crítica lúcida del capitalismo desde 1847: “Llegó finalmente un tiempo en donde todo lo que los hombres habían guardado como inalienable se volvió objeto de intercambio, de tráfico y podía ser alienado. Es el tiempo en el que las cosas mismas que hasta este momento eran comunicadas pero nunca

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