DISCURSOS DE CICERON
122693 de Julio de 2013
3.029 Palabras (13 Páginas)296 Visitas
CICERÓN: CATILINARIAS (I)
I. ¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia? ¿Cuánto tiempo hemos de ser todavía ju¬guete de tu furor? ¿Dónde se detendrán los arrebatos de tu desenfrenado atrevimiento? ¡ Qué! ¿No han contenido tu audacia ni la guardia que vela toda la noche en el monte Palatino, ni las que protegen la ciudad, ni el espanto del pueblo, ni el concurso de to¬dos los buenos ciudadanos, ni el templo fortificado en que el Senado se reúne hoy, ni los semblantes au¬gustos e indignados de los senadores? ¿No has com¬prendido, no estáis viendo que ha sido descubierta la conjuración? ¿No ves que tu conspiración no es para nadie un secreto y que ya la tiene todo el mun¬do por encadenada? Lo que has hecho la pasada no¬che, los hombres que has reunido, las medidas que tú has concertado con ellos, ¿crees que son cosas igno¬radas ni por uno siquiera de nosotros? ¡O tiempos! ¡O costumbres! El senado conoce esas conju¬ras, el cónsul las ve ¡y ese hombre vive todavía! ¿He dicho vive? Más aún, ¡viene al Senado, toma parte en las deliberaciones, designa de entre nosotros a los destinados a la muerte! Y nosotros, varones fuertes, creemos hacer bastante por la República si evitamos su furia y sus puñales. Tu muerte, Catilina, hace tiempo que debió ser decretada por el cónsul; hace tiempo que el cónsul hubiera debido hacer que cayera sobre tu cabeza el golpe con que tú nos amenazas Un hombre eminente, un pontífice máximo, P. Escipión, para castigar a Tiberio Graco, lo mandó a la muerte; ¡ y había faltado ligeramente a las leyes del Estado! ¡ y no estaba revestido de ningún carácter público! Y cuando Catilina se apresta a desolar ¬el mundo con el asesinato y el incendio, ¿le dejaremos, ¬siendo cónsules, hacer su voluntad?
No citaré casos demasiado antiguos: no recordaré que C. Servilio Ahala, viendo que Melio preparaba una revolución, le dio muerte por su propia mano. Ya no existe, no, aquel enérgico patriotismo de nuestros antecesores, que castigaban más rigurosamente a un ciudadano peligroso que al más temible de los enemigos. Estamos armados contra ti, Catilina, de un sena¬doconsulto que nos otorga terribles facultades: no es la previsión, no es la autoridad lo que le ha faltado a la república; somos nosotros, lo digo francamente, los que le faltamos.
II. En otra ocasión, un acuerdo del Senado encargó al cónsul L. Opimio de velar por la república para que esta no recibiera ningún daño. No había lle¬gado la noche de aquel día, cuando se le quitó la vida a C. Graco por una vaga sospecha de sedición; y lo propio se hizo con M. Fulvio, un consular, y con su hijo. Un decreto análogo confiaba la defensa del Es¬tado a los cónsules Mario y Valerio: no vivieron ni un día más L. Saturnino y C. Servillo, uno de ellos tri¬buno, pretor el otro. ¡ Y hace veinte días que nosotros dejamos embotarse el hacha justiciera que se ha puesto en nuestras manos! Sí, porque nosotros tam¬bién tenemos ese senadoconsulto, pero guardado en las tablas de la ley como una espada en su vaina. En virtud de las facultades que tenemos, Catilina, ya hu¬bieras debido perecer; y vives todavía, no para arre¬pentirte de tu audacia, no ¡ para persistir en ella! Yo querría ser clemente, senadores; también querría que no se me acusara de flaqueza ante un peligro tan grande; pero ya estoy acusándome yo mismo, y con¬denando mi debilidad y mi molicie y mi inercia. En el seno de Italia campa un ejército levantado contra la república, un ejército que la amenaza desde los desfiladeros de Etruria, donde su número aumenta cada día. Y el caudillo de ese ejército, el jefe de esos enemigos se halla entre nosotros, se sienta en el Sena¬do, lo estamos viendo preparar la ruina de la repú¬blica. Si yo te hiciera aprehender y morir en este ins¬tante, Catilina, ¡ ah! todo mi temor sería que los bue¬nos ciudadanos, lejos de calificar mi justicia de severa la tacharan de demasiado tardía. Pero no, lo que he debido hacer desde hace tiempo, tengo mis razones para no hacerlo aún. Te entregaré a la muerte, Cati¬lina, cuando ya no se encuentre un solo hombre tan malvado, tan perverso, tan parecido a ti que no con¬venga en que tu muerte es legítima; en tanto que haya uno solo que se atreva a defenderte, vivirás; pero como vives hoy: rodeado siempre y en todas partes de mis guardias fieles que te impedirán cualquier mo¬vimiento contra la república; a dondequiera que vayas, y sin que tú lo veas, te seguirán ojos y oídos que observen tus pasos y recojan tus discursos.
III. ¿Creerás aún, Catilina, en el secreto de tu conjuración, cuando ni la noche encubre con sus tinie¬blas tus culpables conciliábulos? Cambia de pensa¬miento, créeme, Catilina; abandona tus proyectos de incendio y asesinato. Lo sabemos todo: la luz del día no es para nosotros tan clara como tus culpas. ¿Quieres que les pasemos revista? Pues escucha: ¿Te acuer¬das de que el duodécimo día antes de las kalendas de noviembre te dije en el Senado que tal día - y lo precisé debía de ser el sexto antes de dichas kalen¬das - veríamos levantado en armas a C. Malio, agente o instrumento de tu audacia? ¿Por ventura me equivoqué, no ya al anunciar un suceso tan importan¬te, tan atroz, tan increíble, sino al fijar la fecha? Tam¬bién dije en el Senado, que para el degüello de lo más honorable que hay en Roma habías señalado el quin¬to día anterior a las mismas kalendas de noviembre, en el cual se alejaron de Roma los principales conciudadanos nuestros, no tanto por poner su vida en salvo como por desconcertar tus planes. ¿Puedes ne¬gar que ese día fueron mi vigilancia y los guardias que puse a tu alrededor los que te impidieron realizar tu odioso atentado contra la república? Y te consolabas de la ausencia de los otros diciendo que, puesto que yo me quedaba, mi sangre te bastaría. Y la noche que quisiste apoderarte de Prenesto, ¿no comprendiste que era yo quien había mandado guarnecer esta colo¬nia, llenándola de tropas y rodeándola de centinelas? No das un paso, no tramas un complot, no concibes un solo pensamiento sin que yo lo sepa; y digo más, sin que yo lo conozca en todos sus detalles.
IV. Por último, pasa revista conmigo a la penúl¬tima noche, y te convencerás de que yo vigilo por salvar la república más que tú por perderla. Te digo que la penúltima noche fuiste al barrio de los herreros y estuviste, no tengo por qué callarlo, en la casa de M. Lecca; allí se reunieron en gran número los cóm¬plices de tus criminales furores. ¿Te atreverías a ne¬garlo? ¿Por qué guardas silencio? Habla, yo probaré lo que digo si tú lo niegas; estoy viendo aquí mismo, en el Senado, algunas personas que allí estuvieron contigo. ¡ Oh dioses inmortales! ¿Dónde estamos? ¿en qué país vivimos? ¿qué gobierno es éste? Aquí, padres conscritos, aquí mismo, entre nosotros, en el seno de esta corporación, la más santa y augusta del universo, toman asiento unos hombres que premeditan mi muerte, y la vuestra, y la destrucción de Roma; ¿qué digo? ¡ el fin del mundo! Y yo, cónsul, los estoy mi¬rando, les pregunto su opinión sobre los negocios pú¬blicos, les contesto evitando que pueda ofenderles alguna palabra mía, cuando la espada de la ley hu¬biera debido caer sobre ellos sin contemplaciones. Estuviste, Catilina, anteanoche en la morada de Lecca; ¿qué hiciste allí? Repartir la Italia entre tus cómplices, designándole a cada uno el lugar a que ha de ir; has señalado los que han de quedarse en Roma y has elegido los que han de acompañarte; has mar¬cado los barrios de la ciudad que han de arder y has asegurado que muy pronto marcharás tú mismo; has dicho que retrasabas tu marcha porque yo vivo aún; y te sacaron de apuros dos caballeros romanos, comprometiéndose a darme de puñaladas en mi propio lecho un poco antes de nacer el día. Apenas os separasteis, cuando yo lo sabía todo; todo lo supe, reforcé la guardia de mi casa, negué la entrada en ella a los que venían a saludarme en tu nombre, como que eran los mismos cuya visita para aquella hora se la había anunciado yo a algunos respetables ciudadanos.
CICERÓN: PRO MURENA
I. Jueces, las plegarias que elevé a los dioses inmortales, siguiendo el uso establecido, el día que proclamé cónsul a Licinio Murena al frente de las centurias reunidas; aquellas plegarias cuyo objeto era obtener que la elección fuera feliz, afortunada para mi magistratura, favorable para los patricios y para los plebeyos, vuelvo en este instante a dirigirlas a los mismos inmortales dioses pidiéndoles que Murena sea mantenido en sus derechos de cónsul y de ciuda¬dano; que vuestros pensamientos y opiniones coin¬cidan con las intenciones y los sufragios del pueblo; y que de esa coincidencia resulten para vosotros y para la república, la paz, el sosiego y la concordia.
Si mi plegaria solemne, consagrada en los comicios, tiene
...