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Díaz Ordaz: Disparos En La Oscuridad


Enviado por   •  16 de Julio de 2014  •  2.162 Palabras (9 Páginas)  •  274 Visitas

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Díaz Ordaz: disparos en la oscuridad

FABRIZIO MEJÍA MADRID

Así que, desde la toma de posesión, Díaz Ordaz se sintió inseguro. Un movimiento en falso y se destaparían las ambiciones, los juegos dobles y triples, las conjuras, las burlas. Visualizaba un mundo de dolor para él. Sus primeras palabras con su gabinete fueron:

–Aunque no lo crean, desde hoy van a empezar a candidatearlos para ser los próximos presidentes de México. Les pido que no se me adelanten.

–Como le digo, licenciado –respondió Echeverría a solas en la oficina de Palacio Nacional–, hay que atacar lo que se apoya y apoyar a lo que se ataca.

–O como digo yo –terció Díaz Ordaz–: primero, chíngate a quien quiera quitarte la silla, luego, a quien te la dio.

Baja la escalera esa mañana de domingo en que decide que no quiere morir solo. Tiene que decírselo a alguien. A sus hijos, no a sus muertos. Mira el sol pegando en el comedor. Fue en esta misma casa de Ajijic donde se relajaba para tomar decisiones como Presidente. Ahí decidió, por ejemplo, cómo eliminar al regente de la ciudad de México, una vez que le hubiera entregado las obras de los estadios y la Villa Olímpica para los XIX Juegos de 1968. Ernesto Peralta Uruchurtu se había encargado de la ciudad de México durante 14 años. El 29 de mayo de 1966 iban a inaugurar juntos el Estadio Azteca, pero el Presidente llegó hora y media tarde, a propósito. Cuando quiso hablar, los asistentes sentados desde las ocho de la mañana le chiflaron.

–Usted es el responsable de esta rechifla, don Ernesto –le dijo el Presidente a Uruchurtu.

–¿Yo por qué? Yo no les dije que lo abuchearan.

–Usted es el responsable del chingado tráfico en la ciudad.

Díaz Ordaz nunca lo perdonó. Y, cuatro meses después, el regente Uruchurtu fue al Palacio Nacional a pedirle permiso para desalojar a los pobres que vivían en casas de cartón, lodosos, con gallinas, puercos y perros callejeros, en las inmediaciones del Estadio Azteca: Santa Úrsula, se llamaba el asentamiento. Díaz Ordaz supo que lo tenía en un puño. No le aprobó el uso de la fuerza, sólo le dijo:

–¿Pero desde cuando el señor regente ha tenido un problema?

El 13 de septiembre de 1966 entraron los bulldozers a tirar las casas de los miserables del Estadio Azteca. Díaz Ordaz telefoneó al líder de la Cámara de Diputados, Alfonso Martínez Domínguez:

–Le llegó la hora al regente Uruchurtu. Mándelo muy lejos.

Y la sesión de esa mañana fue para criticar la falta de sensibilidad del Canciller de Cemento. La CTM lo acusó de hacer obras de adorno que no mejoraban en nada la vida de los trabajadores. En las gradas de la Cámara, pululaban los pobladores de Santa Úrsula, con sus cajas de cartón, sus cobijas, sus gritos. El 14 de septiembre, Uruchurtu presentó su renuncia. Y el día 15, durante la ceremonia del Grito de Independencia en el Zócalo, Díaz Ordaz fue recibido, de nuevo, con una rechifla.

–Ésta es la venganza de Uruchurtu –le dijo al oído a su esposa Lupita que hacía esfuerzos por no caerse por el balcón presidencial: también padecía vértigo.

Pero no. La ciudad de México estaba harta del Partido y de sus Presidentes. Eso nunca lo supo ver Díaz Ordaz, metido en sus intrigas de corte barroca. Solía repetir un dicho de la mafia italiana: si algo se mueve, tiene un líder. Fuera de la mafia, no era necesariamente cierto.

Pero había sido ahí, en el estudio de la casa de Ajijic, que Díaz Ordaz había valorado a quién poner en la ciudad de México. Se tardó una semana. Corona del Rosal estaba resentido porque, sintiéndose dueño de la Presidencia, lo habían nombrado en otro puesto distinto a la Secretaría de Gobernación. Carlos Madrazo había dejado la presidencia del Partido porque propuso que los candidatos a puestos de elección los eligieran asambleas. Díaz Ordaz le dijo:

–Hemos funcionado bien desde Ruiz Cortines así: a la base del Partido le dejas la elección de los presidentes municipales; al gobernador, la de los diputados de su Estado; y a mí, al Presidente: los gobernadores, los diputados y senadores federales. ¿Tú qué haces metiendo a la indiada en decisiones tan complejas?

Se pelearon. Carlos Madrazo había renunciado al liderazgo del Partido el 7 de noviembre de 1965 y, desde entonces, andaba hablando de la democratización del Partido en cuanto auditorio lo aceptara. Hasta con Elena Garro, la ex esposa de Octavio Paz. Una forma de tenerlo controlado era nombrarlo regente de la ciudad de México. A los amigos cerca, a los enemigos más cerca. Pero Díaz Ordaz decidió que el nuevo regente de la ciudad de México fuera el general Alfonso Corona del Rosal. Sólo un militar podría controlar los Juegos Olímpicos de 1968 que se le presentaban a Díaz Ordaz como la ocasión para avergonzar al país, tal como se lo decía Sabina, su madre: no invites a tus amigos a la casa de nuestras pobrezas. Los invitas cuando nos mudemos a la casa de nuestra abundancia.

De eso se acuerda Díaz Ordaz mirando el sol por la ventana en su casa. De cómo Uruchurtu se presentó sin invitación a la boda de su hijo Gustavo en Los Pinos en 1969. El misterio de la sumisión. De cómo el 4 de junio de ese mismo año, el avión en que viajaba Carlos Madrazo se estrelló cerca de Monterrey y se mató.

–Nos van a echar la culpa, Señor Presidente –le dijo Echeverría cuando se confirmó que no quedaban sobrevivientes de un avión que, se decía, había explotado en el aire.

—Sí, claro. Es cuestión de Díaz –bromeó y le cerró la puerta del despacho en la cara porque estaba con La Tigresa.

***

Había escuchado balazos por la tarde. No podía llamar al presidente López Portillo porque le debía una explicación por haberle aventado una embajada. Decidió llamar al regente de la ciudad, Carlos Hank González. Línea ocupada. Los telefonistas lo acosaban. Llamó al jefe de la policía en la ciudad, Arturo Durazo. Éste se presentó con una escolta de no menos de 30 personas que recorrieron el callejón de Risco, tocaron en las puertas de los vecinos, trataron de abrir un automóvil estacionado en la esquina y, como no pudieron, le rompieron el parabrisas:

–Sin novedad, licenciado –Durazo se cuadró ante él.

Díaz Ordaz lo conocía desde que era comandante de la policía política en 1958. Era uno de los interrogadores de los ferrocarrileros, junto con Nazar Haro

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