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EL CÓDIGO PÚRPURA


Enviado por   •  19 de Noviembre de 2015  •  Informes  •  2.208 Palabras (9 Páginas)  •  98 Visitas

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EL CÓDIGO PÚRPURA

Por una serie bastante extraordinaria de accidentes históricos, el Japón…, superpotencia tecnológica, llegado el primero a la nueva frontera de la inteligencia, esta isla compacta, sin recursos, en el más lejano oriente, lindando con la inmensa esterilidad rusa, a 12.000 kilómetros de Europa y a 9.000 de América, este misterioso Japón moderno, resulta ser, paradójicamente, el producto del <<genio de Occidente>>. Tiene un padre. Y este padre es americano. Se llama Franklin D. Roosevelt. La historia de esta paternidad se inscribirá en la leyenda de los siglos. Es muy ilustrativa.

Un día de verano, al sur de Terranova, en uno de los lugares más suntuosos y más desiertos del mundo, la bahía de Placentia, dos hombres viajan a bordo de sus navíos respectivos para encontrarse. Son Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt.

Es el 9 de agosto de de 1.941. Churchill navega en el acorazado Prince of Wales, es el jefe de la Gran Bretaña en guerra, sola, contra el imperio hitleriano en el cénit de sus conquistas y de su poderío. Harry Hopkins, amigo íntimo y único confidente verdadero del presidente de los Estados Unidos, le ha visitado varias veces en Londres, en el 10 de Downing Street, para ordenar las delicadas, pero vitales, relaciones entre la Inglaterra heroica y desprovista y una América neutral, lejana, pero cuyo jefe quiere ayudar a toda costa a las islas británicas a sobrevivir, y, con ellas, a un mundo no totalitario.

En el curso de la última visita, Hopkins había transmitido a Churchill un mensaje de Roosevelt indicando que <<le encantaría reunirse con él en alguna parte, téte a téte, a ser posible en una bahía tranquila>>. Por esto Roosevelt navega, a bordo del crucero Augusta, al encuentro del Prince of Wales.

El presidente norteamericano, inmovilizado en su sillón de ruedas, paralizadas las piernas desde hace veinte años por la poliomelitis, admira la personalidad y el temperamento de Churchill, aunque les separen algunas opiniones políticas y, en particular, las referentes a las posesiones y colonias imperiales. Le entusiasma este encuentro.

El primer ministro, por cortesía al presidente inválido, decide que, los tres días que durarán sus conversaciones, sean de día o de noche, será él quien suba a bordo del crucero americano. Sólo el último día hará Roosevelt el trayecto a la inversa y, por medio de un sistema de cadenas y poleas que lleva siempre consigo en sus desplazamientos por mar, será izado a bordo del Prince of Wales para despedirse de Churchill.

No saben si volverán a verse, ni cuando. Pero ambos tienen una fe instintiva en el futuro. Y, para demostrarlo, han redactado a petición de Roosevelt, lo que llaman la Carta del Atlántico. Cada uno conserva un borrador manuscrito, del que se servirán en sus respectivas declaraciones cuando regresen a Londres y Washington, pero nunca habrá un texto oficial.

En esta declaración, Roosevelt aunque no es beligerante ni puede sospechar en absoluto cómo llegará a serlo, ha hecho que Churchill acepte el principio de la emancipación de los pueblos del mundo, colonizados o explotados, tal como había hecho Lincoln, en el siglo anterior, contra todo vestigio, en América, de la dominación inglesa: <<Todo pueblo tendrá derecho a elegir libremente su propio gobierno y a obtener la independencia de su territorio; todos tendrán acceso, en un plano de igualdad, a las fuentes de materias primas, y deberá participar, en un esfuerzo colectivo, a ayudar a los países todavía subdesarrollados>>. Roosevelt ponía de ese modo fin, en una remota bahía del norte del Atlántico, a siglos de imperialismo y colonialismo. Todavía tendrá que pasar mucho tiempo y muchas peripecias para llegar a esto. Pero la historia había sido ya trazada.

A Roosevelt le encanta que el nombre más célebre del mundo en aquella época, el nombre de Winston Churchill, se haya asociado al suyo para mantener esta gran idea, esta cruzada, su combate de siempre. Pero un drama le obsesiona. América le ha hecho jurar que no la obligaría a entrar en la guerra, y América no piensa en relevarle de su juramento. Si lo intentase, no le seguirían. Además, según los términos de la Constitución de los Estados Unidos, no podría hacerlo. Necesitaría la votación de las dos Cámaras del Congreso, y no lo obtendría.

Este juramento de <<neutralidad>> se vio obligado a pronunciarlo en lo más encarnizado de su reciente y tercera campaña por la presidencia, a finales de 1.940. Este fue su drama y el del mundo.

Elegido por primera vez en 1.932, para arrancar a su país de la tragedia, de las quiebras y del desempleo de la Gran Depresión –los mismos dramas que sembraron la desesperación y después el fascismo en Europa (y que a punto estuvieron de hacer lo propio en los Estados Unidos)-, Roosevelt, con la audacia del New Deal, redistribuyó el trabajo y las rentas –lo que quedaba de ellas- entre todas las capas de la población y, de esta manera, reanimó a la América agonizante. De aquí su reelección triunfal, en 1.936, para un segundo mandato.

Cuando toca a su fin este segundo mandato, nadie espera realmente –sería algo sin precedente- que Roosevelt intente esa especie de <<golpe de estado>> que es pedir un tercer mandato. Pero ninguna norma constitucional lo prohíbe a la sazón. A pesar de su invalidez, no vacila en romper la tradición y presentarse como candidato. Teme lo peor de la guerra que ha empezado en Europa y que, en el momento de la campaña presidencial americana, ha sido ya testigo de la victoria total de las tropas hitlerianas en el continente. Cuando cae Paris, Roosevelt confía a sus íntimos que ha tomado la decisión, en conciencia y en secreto, de presentarse de nuevo a la elección.

Viendo el estado de la opinión americana, está convencido de que, si no obra así, será elegido un presidente aislacionista y América presenciará segura y desde lejos, el triunfo de las dictaduras en los otros continentes. Y él, como demostrará, está dispuesto a todo con tal de impedir esta quiebra histórica cuya perspectiva le estremece.

Pero ante todo, tiene que ser elegido. Y todo indica que si, durante la campaña, deja traslucir su verdadera convicción sobre el alcance de la guerra europea, será aplastado en la votación. Por consiguiente, no dirá nada. Pero no basta con eso. Frente al candidato republicano, que afirma en todos los discursos que mantendrá a América al margen de todo conflicto exterior, el público pide a Roosevelt que se pronuncie claramente.

Sólo lo hace en el último momento; pero lo hace. Sabiendo

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