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El Alquimista


Enviado por   •  20 de Septiembre de 2011  •  7.338 Palabras (30 Páginas)  •  1.205 Visitas

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El muchacho se llamaba Santiago. Comenzaba a oscurecer cuando llegó con su rebaño frente a una vieja iglesia abandonada. Decidió pasar la noche allí. Cubrió el suelo con su chaqueta y se acostó, usando como almohada el libro que acababa de leer.

Aún estaba oscuro cuando despertó. Miró hacia arriba y vio que las estrellas brillaban a través del techo semidestruido.

“Quería dormir un poco más”, pensó. Había tenido el mismo sueño que la semana pasada y otra vez se había despertado antes del final.

Se levantó y tomó un trago devino. Después cogió el cayado y empezó a despertar a las ovejas que aún dormían. Siempre había creído que las ovejas eran capaces de entender lo que él les hablaba. Por eso acostumbraba a veces a leerles los trechos de los libros que le habían gustado.

En los dos últimos días, no obstante, su tema había sido prácticamente uno solo: la niña, hija del comerciante, que vivía en la ciudad a donde llegarían dentro de cuatro días. Sólo había estado una vez allí, el año anterior. El comerciante era dueño de una tienda de tejidos y le gustaba ver siempre a las ovejas esquiladas en su presencia, para evitar falsificaciones. Un amigo le había indicado la tienda, y el pastor había llevado sus ovejas allí.

“Necesito vender lana”, le dijo al comerciante.

La tienda de hombre estaba llena, y el comerciante pidió al pastor que esperase hasta el atardecer. Él se sentó en la acera frente a la tienda y sacó un libro de su alforja.

-No sabía que los pastores fueran capaces de leer libros -dijo una voz femenina a su lado.

Era una joven típica de la región de Andalucía, con sus cabellos negros lisos y ojos que recordaban vagamente a los antiguos conquistadores moros.

Se quedaron conversando durante más de dos horas. Ella le contó que era hija del comerciante y habló de la vida en la aldea, donde cada día era igual al otro. El pastor le habló sobre los campos de Andalucía y sobre las últimas novedades que había visto en las ciudades que visitó. Estaba contento por no tener que conversar siempre con las ovejas.

-¿Cómo aprendiste a leer? -le preguntó la moza, en cierto momento.

-Como todo el mundo -respondió el chico-. En la escuela.

-¿Y si sabes leer, por qué eres sólo un pastor?

El muchacho dio una disculpa cualquiera para no responder aquella pregunta. A medida que el tiempo fue pasando, el muchacho comenzó a desear que aquel día no acabase nunca, que el padre de la joven siguiera ocupado mucho tiempo y que le mandase a esperar tres días. Se dio cuenta de que estaba sintiendo algo que nunca había sentido antes: las ganas de quedarse viviendo en una ciudad para siempre. Con la niña de cabellos negros, los días nunca sería iguales.

Pero el comerciante finalmente llegó y le mandó esquilar cuatro ovejas. Después le pagó lo estipulado y le pidió que volviera al año siguiente.

Ahora faltaban apenas cuatro días para llegar nuevamente a la misma aldea.

En dos años de recorrido por las planicies de Andalucía, él ya se conocía de memoria todas las ciudades de la región, y ésta era la gran razón de su vida: viajar. Estaba pensando en explicar esta vez a la chica por qué un simple pastor sabe leer: había estado hasta los dieciséis años en un seminario. Sus padres querían que él fuese cura, motivo de orgullo para una simple familia campesina que trabaja apenas para comida y agua, como sus ovejas. Estudió latín, español y teología. Pero desde niño soñaba con conocer el mundo, y esto era mucho más importante que conocer a Dios, y los pecados de los hombres. Cierta tarde, al visitar a su familia, había tomado coraje y había dicho a su padre que no quería ser cura. Quería viajar.

-Hombres de todo el mundo ya pasaron por esta aldea, hijo -dijo el padre-. Vienen en busca de cosas nuevas, pero continúan siendo las misas personas. Van hasta la colina para conocer el castillo y creen que el pasado era mejor que el presente. Pueden tener los cabellos rubios o la piel oscura, pero son iguales a los hombres de nuestra aldea.

-Pero no conozco los castillos de las tierras de donde vienen -replico el muchacho.

-Estos hombres, cuando conocen nuestros campos y a nuestras mujeres, dice que les gustaría vivir siempre aquí -continuó el padre.

-Quiero conocer a las mujeres y a las tierras de donde ellos vienen -dijo el chico- porque ellos nunca se quedaron aquí.

-Los hombres traen el bolso lleno de dinero -dijo otra vez el padre-. Entre nosotros, sólo los pastores viajan.

-Entonces seré pastor.

El padre no dijo nada más. Al día siguiente, le dio una bolsa con tres antiguas monedas de oro españolas.

-Las encontré un día en el campo. Iban a ser tu dote para la Iglesia. Compra tu rebaño y recorre el mundo hasta aprender que nuestro castillo es el más importante y que nuestras mujeres son las más bellas.

Y lo bendijo. En los ojos del padre él leyó también el deseo de recorrer el mundo. Un deseo que aún persistía, a pesar de las decenas de años que había intentado sepultarlo con agua, comida y el mismo lugar para dormir todas las noches.

El horizonte se tiñó de rojo, y después apareció el sol. El muchacho recordó la conversación con el padre y se sintió alegre; ya había conocido muchos castillos y muchas mujeres (aunque ninguna igual a aquella que lo esperaba dentro de dos días). Lo más importante, sin embargo, era que cada día realizaba el gran sueño de su vida: viajar. Cuando se cansara de los campos de Andalucía podía vender sus ovejas y hacerse marinero. Cuando se cansara del mar, habría conocido muchas ciudades, muchas mujeres y muchas oportunidades de ser feliz.

“No entiendo cómo buscan a Dios en el seminario”, pensó, mientras miraba al sol que nacía. Siempre que le era posible buscaba un camino diferente para recorrer. Miró al cielo y calculó que llegaría a Tarifa antes de la hora del almuerzo. Allí podría cambiar su libro por otro más voluminoso, llenar su bota de vino y afeitarse y cortarse el pelo; tenía que estar bien para encontrar

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