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El Concilio


Enviado por   •  4 de Septiembre de 2013  •  3.118 Palabras (13 Páginas)  •  275 Visitas

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“No dejen morir la profecía”

Carlos Casale

Teólogo

“Mantener un diálogo abierto con la sociedad, el ámbito del trabajo, la cultura o el arte, es muy necesario para sostener una fe cristiana que tenga identidad, sentido y relevancia”.

Destacado teólogo brasileño recuerda el clamor del arzobispo Dom Helder Camara y advierte que vivir verdaderamente el sentido del Concilio Vaticano II, iniciado hace cincuenta años, requiere de más libertad y coraje para asumir lo esencial del Evangelio.

“Hoy restamos a la teología la libertad necesaria para enfrentar nuestras fronteras. En esa tarea podemos errar, por cierto; pero si prohibimos errar, prohibimos pensar también”.

Uno de los más reconocidos especialistas latinoamericanos en el Concilio Vaticano II, el historiador y teólogo brasileño José Óscar Beozzo, estuvo unos días en Chile en junio pasado, invitado por el Centro Teológico Manuel Larraín. Participó en charlas y encuentros académicos en la Universidad Alberto Hurtado, la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile y la Universidad Cardenal Silva Henríquez.

Una motivación importante para escucharlo es la conmemoración de los cincuenta años de la inauguración solemne de la primera sesión de ese histórico encuentro, el 11 de octubre de 1962. Beozzo se refiere hoy al modo en que la Iglesia ha acogido el sentido que tuvo ese Concilio y expresa su esperanza de que se fortalezca el acento pastoral que este sugiere, con una mayor participación del pueblo de Dios y una más profunda mirada al Evangelio.

¿En qué sentido ha empleado Ud., para referirse al Concilio, los términos “primavera” y “profético”?

—“Primavera” es una palabra que empleó el papa Juan XXIII cuando aludió al Concilio como a una flor de una primavera inesperada. “Profético” se vincula a lo que también él señaló en cuanto a que este Concilio buscaba la unidad de la Iglesia abriendo sus puertas, en consideración a que el catolicismo se había mantenido aparte del movimiento ecuménico moderno.

“Profético” fue también su discurso de apertura, en el que expresó que debían dejarse de lado los profetas de la desgracia, que anuncian que en el mundo está todo mal, y más bien

acercarse de manera positiva a las cosas.

Se añade a esto la intención de desplazar el eje del Concilio desde lo doctrinal hacia lo pastoral. Lo doctrinal es muy importante y hay que considerarlo, pero el tinte pastoral es un guion por el que tiene que caminar el Magisterio. Por cierto, estamos muy comprometidos con la noción de que la doctrina es el depósito de la fe y el papa Juan XXIII nos expresa que esto es básico pues corresponde a verdades que debemos reafirmar. Pero, sobre todo, él nos advierte que es necesaria una distinción entre la sustancia de la fe y su presentación, y nos invita a nuevas maneras de hacer comprensible la doctrina, nos invita a reafirmar las verdades eternas de una manera que ayude a las personas hoy en día.

Otro elemento profético es asumir que, si desde la Iglesia frecuentemente hemos tendido a condenar, ahora ha llegado el momento del remedio, de la misericordia y no de las condenaciones, como nos lo dice Juan XXIII. Aunque hubo presiones en el Concilio para que ciertas cosas se condenaran, no hay condenaciones en los textos finales de este. Hubo un aire fresco para la Iglesia y la gente lo apreció de inmediato. De ese modo, lo más profético —para mí— es una perspectiva que implica volver a introducir la humanidad, una nueva mirada.

Finalmente, en relación con este tema, considero interesante recordar dos momentos del Concilio. Una apertura se hizo en la mañana del 11 de octubre de 1962. Fue muy oficial,

muy pensada, muy trabajada. Luego, en la noche, hubo una muchedumbre congregada en la plaza, con velas encendidas, que recordaba al Concilio de Éfeso. En la noche de cierre, la

gente salió a las calles con antorchas en una procesión luminosa. Y entonces Juan XXIII dijo: “Miren la luna, hagan una caricia a sus niños y, si hay alguna lágrima de la gente que

está dolida, denle un consuelo porque tienen la palabra del Papa”. Es decir, se asumió lo religioso sin las condenas que observamos tantas veces. Allí estaban presentes las personas sensibles al dolor y sensibles a la belleza. Estos son algunos de los rasgos proféticos significativos de ese acontecimiento que vivió la Iglesia.

UN GIRO EPOCAL

¿Por qué Ud. le da tanta importancia a la categoría “pueblo de Dios” en sus análisis históricos y prospectivos del Concilio?

—Por un milenio estuvimos atrapados en una noción de Iglesia que privilegiaba a los clérigos. Cuando llegué a la Universidad Gregoriana y empecé a estudiar sobre la Iglesia —1960— la primera tesis que me correspondía trabajar refería al tema del Romano Pontífice. Es decir, si íbamos a hablar de Iglesia, debíamos hablar primero del Papa. Después hablábamos de la Iglesia y solo al final nos ocupábamos de los fieles, que tienen

la obligación de obedecer. Aun cuando se convocaba a los laicos a involucrarse en el apostolado, era siempre considerándolos como coadyuvantes o participantes en el apostolado que debía asumir la Jerarquía. Pero, en rigor, no debe ser así, pues todos somos pueblo de Dios. En la Iglesia tenemos la igualdad de un sacerdocio que es común a todos. El bautismo, que es el sacramento esencial de la Iglesia, precisamente en esa noción de igualdad gana toda la densidad que tiene. Recordemos que el sacramento del orden es el sacramento de unos pocos y no es el que estructura la Iglesia. El que la estructura es el bautismo.

Asumiendo esto, es posible entender lo ministerial de la Iglesia que está al servicio del pueblo de Dios, es decir, es posible entender la centralidad que tiene el pueblo de Dios. Cuando se proclamó esta priorización de lo pastoral, hubo mucha gente que dijo “pero, si esto es de Lutero”. En cierto sentido, es verdad: Lutero está. Pero la categoría central proviene del Antiguo Testamento, la eclessia, las categorías vinculadas al pueblo de Dios; es así, aunque olvidemos e insistamos en los clérigos y en la Jerarquía.

Declarar que se está al servicio del pueblo de Dios es un giro epocal. Con esto se renueva la eclesiología. Por ejemplo, en el Concilio latinoamericano de 1899, en el capítulo sobre

la Iglesia, se habla primero del Papa. Eso es una deformación, una desviación. En contraste, en el Concilio Vaticano II la gente estuvo gozosa y decía “también

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