Evolución de los derechos políticos en México.
RafaelSpinDocumentos de Investigación21 de Noviembre de 2016
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EVOLUCIÓN DE LOS DERECHOS POLÍTICOS
Aunque no hay duda de que el pensamiento político moderno encuentra importantes antecedentes en la Antigüedad clásica (Grecia y Roma), nuestras concepciones actuales sobre la políti- ca y sobre el papel del individuo dentro de ella empiezan a desa- rrollarse ya desde finales de la Edad Media y se expresan con to- da claridad entre los siglos XVI y XVIII, en el contexto de las guerras de religión, la consolidación de los primeros Estados-na- ción europeos y la expansión de su poderío militar y económico hacia otras regiones del mundo. En la teoría política, puede de- cirse que los extremos de la nueva concepción quedan fijados entre los modelos que proponen Thomas Hobbes (1588-1679) y Jean-Jacques Rousseau (1712-1778).
Si bien para ambos pensadores el poder político se funda en un pacto entre los individuos —pacto al que todos ellos aceptan someterse— el alcance y las consecuencias de tal sumisión di- vergen de manera notable. Hobbes concibe un orden político subordinado a la autoridad de un soberano, instituido por volun- tad de los súbditos para abandonar el estado de naturaleza, que es un estado de guerra de todos contra todos. Sin embargo, una vez instaurado, el poder del soberano ya no depende de la volun- tad y el consentimiento de los súbditos, que se han entregado a él sin condiciones. El gobierno así establecido justifica la falta de participación del súbdito en las decisiones del soberano a tra- vés de la eficacia de la protección que ofrece. En cambio, el modelo de Rousseau, desarrollado en El contrato social, es opuesto al de Hobbes en la medida en que defiende la participa- ción directa e ilimitada de los ciudadanos en los asuntos públi- cos, sin reconocer otro poder superior que la “voluntad general” constituida por todos ellos en favor del interés común.
Es bien sabido que el sistema de democracia representativa que empezó a imponerse, como forma política moderna, hacia fi- nales del siglo XVIII, combina elementos de ambos modelos. Por un lado, se reconoce que el pueblo (o la nación) es soberano, en el sentido de que en él radica la legitimidad última del poder, el cual se instaura expresamente en su beneficio. Por el otro la- do, el ejercicio de la soberanía no es directo, sino que se realiza a través de representantes elegidos periódicamente. Como dichos representantes lo son de todo el pueblo o la nación, se considera que no están sujetos al consentimiento constante e inmediato de sus representados.
Desde entonces se reconoció plenamente a los individuos, co- mo integrantes del pueblo o la nación, la condición de ciudada- nos, es decir, que ya no eran meros súbditos sometidos al capri- cho del soberano, sino que tenían el derecho inalienable de participar en los asuntos públicos de la comunidad. Sin embargo, el ejercicio de tal condición y de tal derecho ha enfrentado, hasta nuestros días, numerosos obstáculos y limitaciones.
En efecto, el siglo XIX y buena parte del XX presencian fuer- tes luchas por lograr la extensión, tanto formal como real, del de- recho de participación política, que en su formulación originaria era igual y universal. Tal lucha se enfocó primero a eliminar las restricciones de tipo educativo y económico que impedían el ejercicio del sufragio y del derecho de organización política de las clases populares. Más adelante, a comienzos del siglo XX, la lucha se dirige a lograr el sufragio para las mujeres y otros gru- pos marginados. Aunque nos parezca difícil de creer, a fines de la Primera Guerra Mundial, los países más avanzados política- mente, como Inglaterra y los Estados Unidos, mantenían for- malmente excluida de este derecho al menos a la mitad de su po- blación.
Sin que pueda decirse que constituya un ejemplo típico, resul- ta significativo señalar que no menos de cinco enmiendas a la Constitución Federal de los Estados Unidos de 1787, de un total de 27 aprobadas hasta ahora, se ocupan de la ciudadanía y los derechos políticos. Como se sabe, el texto original de dicha Constitución no contenía una declaración de derechos ni recono- cía de manera explícita al derecho de votar y de participar en los asuntos públicos, sino que se dejaba al régimen interno de los es- tados la regulación de tales derechos. Las primeras diez enmien- das (1791), conocidas popularmente como Bill of Rights (“De- claración de derechos”) y aplicables al gobierno federal única- mente, tampoco hacían mención de esos derechos. El desenlace de la guerra civil y la abolición de la esclavitud llevaron, entre otras, a la aprobación de la Enmienda XV (1870), la cual prohí- be, tanto al gobierno federal como a los estados, negar o limitar el derecho de votar por motivos de “raza, color o anterior condi- ción de servidumbre”. La Enmienda XIX (1920) prohíbe negar o limitar este derecho por motivos de sexo, es decir, otorga el su- fragio a la mujer. La Enmienda XIX (1964), aprobada en la épo- ca del movimiento de defensa de los derechos civiles de la po- blación de raza negra, prohíbe negar o limitar el sufragio en razón de la falta de pago de impuestos, es decir, por razones de clase.
Además de las declaraciones y enmiendas anteriores, ha sido necesaria también la intervención de la Suprema Corte de los Estados Unidos para garantizar la igualdad del voto de la pobla- ción negra en los estados del sur. En los llamados apportionment cases, la Suprema Corte examinó la cuestión de si la desigual distribución de la población en los distritos electorales constituía una discriminación que afectaba el valor del voto. En Wesberry vs. Sanders (1964), por ejemplo, los quejosos alegaban que la población de un distrito congresional del estado de Georgia era dos o tres veces mayor a la de otros distritos, lo que devaluaba su derecho al voto. La Corte resolvió que, en efecto, tal distribu- ción poblacional constituía una grave discriminación:
Decir que un voto tiene más valor en un distrito que en otro no sólo sería contrario a nuestras ideas fundamentales sobre el go- bierno democrático, sino que anularía el principio de que la Cá- mara de Representantes es elegida “por el Pueblo”, un principio defendido tenazmente y establecido en la Convención Constitu- cional.
En consecuencia, el precepto que dispone que los representan- tes sean electos “por el pueblo de los distintos estados” significa “que en la medida de lo practicable, el voto de un hombre en una elección congresional valga lo mismo que el de otro hombre”.
1. Evolución en México
En México, la evolución constitucional del siglo XIX refleja, de manera similar, la lucha por establecer, ampliar y garantizar, en las leyes al menos, el derecho de participación política me- diante el voto. La Constitución de la monarquía española de
1812, conocida como Constitución de Cádiz y primer documen- to constitucional que estuvo vigente, aunque precariamente, en nuestro país, reconocía la calidad de ciudadanos a todos los es- pañoles (mayores de 21 años) que “por ambas líneas traen su ori- gen de los dominios españoles de ambos hemisferios, y están avecindados en cualquier pueblo de los mismos dominios” (ar- tículo 18). También podían adquirir la ciudadanía los extranjeros naturalizados, sus hijos legítimos y los españoles originarios de África que cumplieran ciertos requisitos, como el ejercicio del comercio o de alguna “profesión, oficio o industria útil” (artícu- los 19 a 22). La misma Constitución regulaba la pérdida y la sus- pensión de los derechos del ciudadano (artículos 24 y 25). En re- lación con esto último, se dispuso, en el inciso sexto del artículo
25, que a partir de 1830 debían saber leer y escribir “los que de nuevo entren en el ejercicio de los derechos del ciudadano”. Por último, caracteriza a la Constitución de Cádiz una reglamenta- ción muy detallada del procedimiento de elección de los diputa- dos a las Cortes (artículos 34 y siguientes).
La llamada Constitución de Apatzingán (1814), que también estuvo precariamente en vigor en algunas partes del país domi- nadas por el ejército insurgente, declara, en su artículo 6o., que el “derecho de sufragio para la elección de diputados pertenece, sin distinción de clases ni países, a todos los ciudadanos en quie- nes concurran los requisitos que prevenga la ley”. Conforme al artículo 14 del mismo documento, se consideraban también ciu- dadanos, en virtud de carta de naturalización, los “extranjeros ra- dicados en este suelo, que profesaren la religión católica, apostó- lica y romana, y no se opongan a la libertad de la nación”. Por su parte, de acuerdo con el artículo 65, tenían derecho a sufragio los “ciudadanos que hubieren llegado a la edad de dieciocho años, o antes si se casaren, que hayan acreditado su adhesión a nuestra santa causa, que tengan empleo o modo honesto de vivir, y que no estén notados de alguna infamia pública, ni procesados criminalmente por nuestro gobierno”.
Como puede advertirse, es generoso el otorgamiento de la ciu- dadanía por lo que se refiere a la edad para adquirirla, a la condi- ción de extranjería y a la ausencia de los requisitos patrimoniales que eran habituales en otros ordenamientos, pero tal otorgamien- to está limitado, como resulta lógico, a los adherentes de la causa independentista.
La Constitución Federal de los Estados Unidos Mexicanos de
1824 estipula, en su artículo 9o., que las “cualidades de los elec- tores se prescribirán constitucionalmente por las legislaturas de los estados, a las que también corresponde reglamentar las elec- ciones conforme a los principios que se establecen en esta Cons-
titución”.
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