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La Dictadura De Santa Anna


Enviado por   •  3 de Junio de 2014  •  2.276 Palabras (10 Páginas)  •  407 Visitas

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La dictadura del 15 uñas

Antonio López de Santa Anna es un personaje extraordinariamente complejo que no es fácil definir en pocas palabras. Fue un hombre de grandes contradicciones. Por una parte, fue un hombre extremadamente frívolo, de una banalidad sorprendente e inconsistente en lo político. Fue un hombre rico que tenía haciendas de acuerdo a la definición de los estándares de la época. Sin embargo, Santa Anna no buscaba fortuna, más bien lo que buscaba eran el prestigio y el reconocimiento públicos, más que dinero. Fue una persona que buscó el poder más por el prestigio que por su responsabilidad.

Santa Anna fue un hombre singular y, de acuerdo a las memorias de la época, era bien parecido. No tenía una visión estratégica, ni era un gran general, pero poseía una personalidad extraordinaria y sabía cómo tratar a la gente. Sabía atraer a la gente porque tenía una cualidad carismática para hacerlo. Antonio de Padua María Severino López de Santa Anna y Pérez de Lebrón Militar y político mexicano (Jalapa, 1795 – México, 1877). Era un joven capitán del ejército español cuando estalló la insurrección anticolonial en 1810. Tras luchar en el bando virreinal, apoyó a Iturbide una vez que éste se hizo con el poder y proclamó la independencia (1821). Luego encabezó la sublevación que derrocó al régimen monárquico de Iturbide y abrió el proceso para convertir a México en una República federal (1822-24).

Desde entonces se convirtió en el «hombre fuerte» del país por espacio de cuarenta años, si bien su presencia formal al frente del poder político fue intermitente. Su prestigio militar se acrecentó cuando consiguió rechazar una expedición enviada por España con intención de restaurar el régimen colonial en 1829.

Después de derrocar a los gobiernos establecidos en 1829 y 1832, en 1834-35 asumió personalmente la presidencia de la República. Carente de ideas propias, Santa Anna fue un demagogo populista, que empezó gobernando con los federalistas anticlericales, para aliarse luego con los conservadores, centralistas y católicos, con los que tenía mayor afinidad.

En 1835 suprimió el régimen federal aplastando por la fuerza a sus defensores; este refuerzo del centralismo desencadenó la rebelión de Texas, territorio del extremo noreste de México con fuerte presencia de colonos anglosajones. Atacó Texas con su ejército, enfrentándose también a los Estados Unidos, que prestaban apoyo a los rebeldes (1836); pero fue derrotado y hecho prisionero en San Jacinto, enviado a Washington y liberado por el presidente Jackson tras entrevistarse con él.

Había perdido así su ya escasa popularidad; pero una expedición militar francesa contra Veracruz le dio la oportunidad de redimirse en 1838, rechazando al invasor y recuperando su carisma de héroe nacional (perdió una pierna en el combate). Aprovechando esa popularidad volvió a erigirse en dictador en 1841-42; aunque fue obligado a dejar el poder ante la desastrosa situación económica que provocó su gobierno.

Regresó de su exilio en Cuba al año siguiente, al estallar el conflicto entre México y Estados Unidos por la anexión a este país de la antigua provincia mexicana de Texas (independiente desde 1836). Santa Anna, que se veía a sí mismo como el Napoleón de América, se negó a negociar con Estados Unidos a pesar de su situación de inferioridad: provocó así la invasión estadounidense de Veracruz, Jalapa y Puebla (1846). Completamente derrotado, tuvo que firmar el Tratado de Guadalupe-Hidalgo (1848), por el que México perdió casi la mitad de su territorio (además de Texas, California, Arizona, Nuevo México, Nevada, Colorado y Utah).

Partió otra vez al exilio, pero regresó en 1853 para instaurar de nuevo una dictadura conservadora, derrocada por Juárez en 1855. Ya sin poder político, volvió a México en dos ocasiones: la primera durante la ocupación francesa y el Imperio de Maximiliano, que le hizo mariscal (también entonces intentó sin éxito recuperar el poder); y la última en 1874, después de la muerte de Juárez, para pasar sus últimos años pobre, ciego y olvidado por todos.

IMPUESTOS DE SANTA ANA

Don Antonio de Haro y Tamariz renunció al cargo de ministro de Hacienda porque no se prestó a uno de los sucios negocios a que tan dado era Santa Anna. Resulta que Manuel de Escandón, uno de los más acaudalados señores de aquel tiempo, obtuvo del presidente una especie de concesión por la cual se convertía en prestamista exclusivo del gobierno por un plazo de algo así como 100 años, con un módico interés del 30 por ciento. Don Antonio de Haro, claro, se opuso a ese vicioso arreglo, y constreñido por Santa Anna hubo de renunciar al cargo.

Lo substituyó don Ignacio Sierra y Rosso, que tenía dos principales cualidades: ser muy amigo de Santa Anna y escribir versos muy lindos. Además era un señor catoliquísimo: su primera disposición como ministro fue ordenar que todo aquel que solicitara empleo en Hacienda supiera leer y escribir, tuviera nociones de aritmética y pudiera recitar de memoria el Catecismo del Padre Ripalda, desde el "Todo fiel cristiano...'' hasta la última oración.

Atendiendo las órdenes de Santa Anna comenzó el señor Sierra a imponer contribuciones que, como dijo un periodista de la época, "no sólo eran ridículas y extravagantes, sino también odiosas y vejatorias''. El primer impuesto que creó fue a los carruajes. Se cobraba ese tributo mediante una complicadísima tabla -aunque no tan complicada como las misceláneas fiscales de ahora- en la cual se especificaba la suma que se debía pagar según los asientos que tuviera el vehículo, el número y tamaño de sus ruedas, y la cantidad y calidad de las bestias que lo estiraban. Quedaban exceptuados de ese pago (y el orden de la mención era riguroso), "... los carruajes destinados al Servicio Divino en las parroquias; los del Jefe Supremo de la Nación; el del Ilustrísimo Señor Arzobispo; los de los secretarios; los de los representantes de las naciones extranjeras y el del gobernador del Distrito...''.

Siguió luego un impuesto a los perros: "Artículo 17: Todos los que tengan perros, bien para el resguardo de sus casas, bien para custodia de los ganados, bien para la caza o por diversión, por gusto o por cualquier otro fin, pagarán un peso mensual por cada uno, sea cual fuere su clase, tamaño o condición, exceptuándose únicamente aquéllos que sirven de diestros a los ciegos...''. Si el impuesto no era pagado la autoridad podía hacer matar al perro.

Por todo se cobraba impuesto: por las vacas de ordeña, por el piloncillo y la panocha,

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