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La iglesia, la plaza y el jardín: ciudad e ideología en la Roma Barroca.


Enviado por   •  18 de Diciembre de 2012  •  Tesis  •  2.117 Palabras (9 Páginas)  •  517 Visitas

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3.4 La iglesia, la plaza y el jardín: ciudad e ideología en la Roma Barroca.

El barroco se caracteriza por su afán integrador de espacios en un todo unitario, ya sea urbano o paisajístico. ¡Es el gran momento del urbanismo moderno! En este período surgen los planes reguladores de lo que ha venido en llamarse la ciudad capital.

Roma es el prototipo de esta ciudad capital su desarrollo urbanístico se había iniciado, de manera efectiva, en tiempos de Julio II, pero su máximo organizador fue Sixto V (1585-1590), ayudado por el arquitecto Doménico Fontana. Su regulación se basa en un entramado de grandes vías que se articulan referenciadas a centros significativos, tanto edificios como plazas. Las siete basílicas quedan entrelazadas entre ellas en base a un centro teórico que es la basílica de Santa María la Mayor, que se convierte en lugar de encuentro y de partida, verdadero paradigma de la espacialidad barroca. A su vez, las plazas, a veces tan sólo cruce de calles, se individualizan a través de elementos simbólicos, como son los obeliscos y columnas que fueron cristianizadas coronándolas con las estatuas de San Pedro y San Pablo, o cruces. Estos obeliscos no eran sólo elementos de decoración, sino que se convertían en ejes para el cambio de dirección de las calles.

En definitiva, la organización de Roma se orientó de Noroeste a Sudeste, teniendo como eje principal la Strada Felice, que fue proyectada desde la plaza de Santa María la Mayor en dirección a la basílica de la Santa Croce in Gerusaleme y a la Plaza del Popolo.

La plaza como elemento urbano tiene un significado distinto en Roma o en París. En la primera se integra en un plan amplio, mientras que en la capital francesa se convierte en lo que podríamos llamar un «episodio suelto». La Plaza del Popolo se relaciona a la famosa tridente que forman las Stradas del Babuino, Corso y Ripetta, vías de acceso a la Roma moderna, con la construcción de las iglesias gemelas de Rainaldi. La columnata de San Pedro es un espacio de doble significación: potenciador plástico de la fachada de San Pedro y símbolo de la Iglesia.

Por último, en lo que a Roma se refiere, la plaza Navona es el ejemplo más significativo de lo que podríamos denominar urbanismo puntual, y que tiene en los ejemplos de Plaza Mayor, Place Royale las manifestaciones más afines. La unitariedad de sus edificios, la singularidad de la fachada de Santa Agnese y las fuentes de Bernini, crean un todo unitario en el que las arquitecturas parecen más superficies continuas que masas individualizadas.

No podemos olvidar, en este apartado urbanístico, un hecho importante, en la valoración de la ciudad barroca, cual es la ruptura de las murallas, lo que la convierte en ciudad abierta.

Época:

Inicio: Año1600

Fin: Año 1750

Por segunda vez en su historia, Roma había renacido de sus cenizas: las que dejaron en 1527las tropas protestantes del Emperador cuando entraron a sangre y fuego en la ciudad, saqueando las iglesias y los conventos, robando las reliquias y dejando tras sí un rastro de muerte y destrucción que provocó una terrible sensación de desesperación y muerte sobre Roma. Julio II (1503-1513) y León X (1513-1521), con la ayuda de Miguel Ángel y de Rafael, habían llenado la ciudad de obras de arte y de belleza, pero, a finales de 1528, un viajero extranjero la definía únicamente como "el cadáver de una ciudad, arruinada y deshabitada". Y así siguió siéndolo durante más de medio siglo, hasta que Sixto V (1585-1590) llegó al solio pontificio y decidió sacar a la ciudad de su postración devolviéndole el esplendor que había alcanzado en los tiempos imperiales.

La ciudad de los papas debía rivalizar y superar a la ciudad de los césares y para ello se embarcó en una frenética actividad urbanística que iba a cambiar en una década el rostro de la ciudad: acabó de voltear la cúpula de San Pedro, restauró los acueductos, construyó fuentes, levantó obeliscos y abrió nuevas calles, de tal forma que en el curso de pocos años la ciudad se transformó de forma sorprendente y casi maravillosa.

Sin embargo, la ciudad que dejó tras sí el papa Sixto era una urbe nueva: una ciudad de largas y grandes calles rectas que se abrían en espectaculares tridentes (desde la Piazza del Popolo y desde Santa Maria Maggiore) creando un profundo contraste con las calles angostas y sinuosas del Medievo. Aquellas calles nuevas, jalonadas con los obeliscos egipcios que había trasladado de sus antiguos emplazamientos Domenico Fontana ante el asombro de sus contemporáneos, estaban pensadas para facilitar el tránsito de los peregrinos que cada vez en mayor número acudían a Roma para visitar las siete grandes basílicas de la cristiandad que, en vísperas del año 1600, se encontraban lejos de la ciudad renacentista, replegada sobre la zona del Vaticano y la curva del Tíber.

El trazado rectilíneo de las calles y los obeliscos -fácilmente visibles desde lejos- permitían a los peregrinos orientarse a través de ese gigantesco campo de ruinas en que se habían convertido los alrededores de las basílicas, pero aquellas calles, que se abrían a través de las zonas más deshabitadas del antiguo perímetro de la muralla aureliana, ofrecían nuevas perspectivas al desarrollo de la ciudad, que podía crecer de nuevo hacia la zona de las colinas, abandonada después de la caída del Imperio.

La ciudad pensada por Sixto V era una Roma simbólica y sagrada, edificada "in majoren Dei et Ecclesiae gloriam", sí; pero también una Roma práctica y funcional, como lo era también la multitud de iglesias y conventos, surgidos al calor del nuevo fervor propiciado por la Contrarreforma y que, con sus torres y cúpulas, cambiaron el perfil de la ciudad: grandes iglesias capaces de acoger a esas ingentes masas de peregrinos que iban a llegar a la ciudad pero en las que primaba más la preocupación por resolver los problemas prácticos que la de plantear una auténtica renovación del lenguaje artístico y arquitectónico.

Bernini, entonces un joven escultor al servicio de Scipione Borghese, era el mejor exponente de esa "joie de vivre" y de esa vitalidad recién despertada que pondría al servicio del arte religioso cuando Urbano VIII (1623-1644) le nombró su artista áulico. "Es una suerte para vos, caballero -le dijo- ver papa al cardenal Barberini, pero aún es mayor la nuestra porque el caballero Bernini viva durante nuestro pontificado".

Urbano VIII quería emular con Bernini la relación de Julio II con Miguel Ángel

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