Los Pasos De Lopez Libro
omarmurder1 de Diciembre de 2011
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PERIÑON CONTABA QUE DE JOVEN HABÍA PASADO UNA temporada en Europa y aludía con tanta
frecuencia a su viaje que sus amigos llegamos a conocer de memoria los episodios más notables, como el de la vaca
que lo corno en Pamplona, la trucha deliciosa que comió a orillas del Ebro, la muchacha que conoció en Cádiz
llamada Paquita, etc. El viaje había comenzado bajo buenos auspicios. Cuando estaba en el seminario de Huecámaro,
Periñón, que era alumno excelente, ganó una beca para estudiar en Salamanca. Como era pobre, varios de sus
compañeros y algunas personas que lo apreciaban juntaron dinero y se lo dieron para que pagara el pasaje y se
mantuviera en España mientras empezaba a correr la beca. Periñón decía que en el barco conoció a unos hombres de
Nueva Granada y que durante una calma chicha pasó siete días con sus noches jugando con ellos a la baraja. Al final
de este tiempo había ganado una suma considerable. Comprendió que las circunstancias habían cambiado y le
pareció que ir a meterse en una universidad era perder el tiempo. Ni siquiera se presentó. Durante meses estuvo
viajando, visitando lugares notables y viviendo como rico. "Hasta que se me acabó el último real", decía. Después
pasó hambres.
Cuando yo le preguntaba cómo le había hecho para regresar a América, nomás movía la cabeza, como quien quiere
borrar un recuerdo amargo.
—Bástete saber que llegué a Veracruz con la sotana muy revolcada —agregaba.
De allí el relato brincaba y la siguiente imagen era Periñón en Huetámaro, aguantando las reclamaciones de los que
lo habían patrocinado. Querían que les devolviera el dinero que le habían dado, cosa que Periñón nunca hizo.
La sombra del viaje oscureció su carrera eclesiástica, que había comenzado tan bien. Cuando alguna oportunidad
se le presentaba — un puesto de secretario en la Mitra, una cátedra, una parroquia importante— no faltaba quien se
la echara a perder recordando que era jugador, que empezaba una cosa y terminaba haciendo otra, que no pagaba
deudas, etc. El tiempo pasó y compañeros suyos bastante brutos llegaron a obispos o directores de seminario mien-
tras Periñón seguía en el curato de Ajetreo, pueblo al que siempre defendió:
—Dicen que es feo los que no lo conocen. Los atardeceres son muy bonitos. Te subes al campanario y miras para
un lado: ves el llano, volteas para el otro: ves la sierra. ¿Que más quieres? En cuanto a estar apartado no me parece
defecto: nunca se ha presentado el obispo a visitarme. Eso es ventaja.
Defendía Ajetreo pero pasaba buena parte del tiempo de viaje, yendo de una ciudad a otra y visitando a sus
amigos. De regreso al pueblo se dedicaba de lleno a las manías que lo obsesionaron en la edad madura: criar gusanos
de seda, cultivar vides y la que había de volverlo famoso y costarle la vida, que fue la de hacer la revolución.
Antes de conocerlo lo vi tres veces en el camino a Cañada. Era una mañana de junio, el cielo estaba azul fuerte y
parecía que no existiera la lluvia pero la noche anterior había caído un fuerte aguacero y el camino era un lodazal. La
diligencia se había atascado y los pasajeros habíamos tenido que ir a pararnos en unas piedras para no estorbar ni
enlodarnos. Las mulas tiraban, el cochero daba gritos y chicotazos, el ayudante empujaba. Entonces apareció Periñón
montado en su caballo blanco. Iba al pasito, por el bordo, entre la huizachera. Al ver nuestro contratiempo arrendó,
nos dio los buenos días y preguntó qué se ofrecía. El cochero contestó que nada y Periñón siguió adelante, muy
tranquilo, silbando una canción —después supe que él mismo
...