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Mexico Negro


Enviado por   •  28 de Septiembre de 2014  •  14.506 Palabras (59 Páginas)  •  456 Visitas

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I . CHAPULTEPEC. 1918.

El niño Dios te escrituró un establo y los veneros del petróleo el diablo.

RAMÓN LOPEZ VELARDE.

Suave Patria.

El canto solitario y monótono de un grillo anunció el final de otra jornada de trabajo en Los Limoneros.

A un lado del patio, entre el zarzo y el viejo jacal, José Guadalupe Montoya esperaba en silencio la llegada de la noche. El desgastado sombrero echado para atrás, endurecido por su constante exposición al sol y a la lluvia, dejaba al descubierto un rostro oscuro surcado por hondas arrugas. Un espeso bigote, casi diríase impropio de un campesino, y una abundante mata de pelo cenizo que cercaba su frente estrecha, delataban el origen español en alguna rama del árbol genealógico de los Montoya.

Eufrosina, la mujer con quien había unido su vida en presencia del Señor, a los 14 días del mes de enero de 1880 en la capilla de la Hacienda de Tololoapan, lo observaba ocasionalmente desde la intimidad de sus ollas.

Al verlo sentado en cuclillas, con los brazos cansados encima de las rodillas, y reconocer la expresión ansiosa de sus pequeños ojos negros, prefirió dejarlo con sus pensamientos y llamarlo a comer más tarde los tamales de maíz con carne de cerdo y el atole endulzado con miel de maguey que había preparado para la merienda.

¿Cuánto hacía que Hilario y Valente, sus dos hijos, se habían ido —Hilario como peón en una hacienda cerca de Culiacán y Valente como bracero en cualquiera de los naranjales de Florida? Ambos aprenderían la mejor manera de hacer producir la tierra y ambos buscarían la forma de mandar "centavos" a su padre y a su madre.

Para José Guadalupe, los años transcurridos desde la partida de sus hijos no eran más que una mañana, un recuerdo aún por hacerse.

—Cuando vuelvan mis cachorros esta tierrita habrá di cambiar di una buena vez — solía repetir con vivo optimismo mientras su mujer asentía en silencio con una cálida sonrisa en su interior.

En momentos como éste, José Guadalupe se angustiaba visiblemente al recordar los días perdidos en el ocio, los años transcurridos en la improductividad, las vidas desperdiciadas de muchas generaciones de Montoyas, como la de su bisabuelo, la de su abuelo, la de su padre y la de él mismo, en la misma tierra, bajo el mismo sol, al lado de los mismos árboles, las mismas acequias y el mismo río que había enmarcado los límites de la hacienda Los Limoneros desde la época del Virrey Iturrigaray.

—Así la conoció mi apacito y así la dejó para siempre. Así la conoció mi apá-abuelo y así la dejó cuando cerró sus ojos al morir. Nada cambia en este lugar, ni el hambre siquiera, verdá de Dios. Pero ya trairán mis cachorros hartos centavitos pa sembrar más limoneros y vender la fruta en Tampico. A ellos lis a d'ir mijor qui a mi.

La noche inundó Los Limoneros. Los árboles, a lo largo, parecían sombras huidizas.

José Guadalupe respiró el paisaje con intensa ansiedad. Su rostro revelaba una apacible ensoñación.

—Nosotros, como las plantas, todo si lo debemos a la tierra. Aquí nacimos, di ella comemos, en ella vivimos y a ella volveremos, porque al fin y al cabo sernos sus hijos —solía recordarle el patriarca Montoya a su hijo cuando charlaban a un lado de la noria, junto al rio, bajo la enorme sombra de un fresno, en el mismo lugar donde acostumbraba contar, a la hora del almuerzo, cada vez con nuevas imágenes y más colorido, cómo había sido la famosa batalla de Puebla, librada entre el ejército mexicano y los mejores soldados del mundo "que nunca se creyeron cómo los pusimos".

—¿Por qué, apacito? —Hubieras visto sus uniformes de color blanco, rojo y negro.

Sus sombreros todos chistosos que parecían puestos al revés. Los caballos blancos retegrandotes, bien diferentes a nuestros pencos. Sus espadas brillosas y su hablar tan raro. Nosotros no ajustábamos ya ni pa balas, ora ya ni hablar de la ropita del invasor.

—Pero, con todo y todo les ganamos, ¿o no, apa? —¿Cómo carajos no les íbamos a ganar si lloraban cuando se cortaban las piernas con nuestros magueyes y juimos mucho más.vivos que ellos? A mí me tocó con mi general Porfirio Díaz. Él no disparó ni un solo tiro hasta que no tuvo cerca a los francesitos. Con una señal del Juerte de Loreto tronaron nuestros cañones y entonces si que los hicimos correr y volar por el aire con todo y los chingados sombreros, espadas y jusiles.

Quesque eran invencibles, decían; quesque el tío de todos ellos era muy girito, pos, ¡tengan!, por meterse con Don Benito.

Nosotros al principio no les pudimos disparar porque nuestras balas no llegaban ni a la mita del camino de donde se hallaba el invasor, pero sus cañones bien que pegaban en el Juerte. Nos mataron a muchos de nuestros muchachos, a quienes el obispo de Puebla no quiso darles la última bendición por ser quesque ripublicanos.

—¿Y qui quere decir ripublicanos? —Pos decían quesque éramos de los traidores, pero no era cierto, porque bien que nos pegaban las balas, pero no los dejamos poner su banderola en ninguno de los juertes. ¡Pa todo querían poner su banderola en las torres y pa todo que no los dejamos! Ripublicanos o no, bien que les pegamos a los franceses.

—¿Y quí más apa? —Pos que llovía y llovía y llovía durante la batalla y cuando se nos acabó la bala, pos saltamos sobre ellos a machete pelón pa darles donde se pudiera. Ellos esperaban que peliaríamos ordenaditos pero nosotros tirábamos el machete pa donde se pudiera y así pudimos con ellos, con todo y que la noche anterior andábamos todos bien pedos. Pero no tardaron en volverse a formar, siguiendo las órdenes de los clarines que pa todo tocaban y avanzaron sobre nosotros con muchos soldaditos con tambor en lugar de jusil, mucha más caballería y muchos más cañonazos por todos lados. Ahí sí ya no nos amparó la Guadalupana y nos tuvimos que pelar pa la capital.

Total, pa no hacerles el cuento largo —concluía siempre el patriarca— terminó la lucha por la toma de Puebla. [Mientras tanto, en París, en el momento en que los Voltigeurs de la Garde tocaban bajo las ventanas de Fontainebleau durante la cena de Sus Majestades, el Emperador recibía la feliz noticia de que Puebla estaba en ruinas, empapada en sangre y capturada. Mandó una nota a la orquesta: "Puebla es nuestra". El Director interpretó de inmediato La Reina Hortensia, y la noticia corrió entre la multidud. ¡Viva el Emperador! Al

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