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Miguel Aleman


Enviado por   •  24 de Agosto de 2014  •  4.698 Palabras (19 Páginas)  •  316 Visitas

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Por un sexenio, el presidente gozaba de un poder absoluto. El que entraba le debía el puesto al que salía. El que salía, se iba de manera impune e inmune: el que entraba le cubría las espaldas. El presidente entrante podía ejercer con toda largueza el nepotismo, pero no al extremo de legar la silla presidencial a sus hijos biológicos o sus hermanos (el ejemplo de Maximino estaba claro). Los elegidos provenían de un clan distinto; no carnal sino político. Debían ser miembros de la «familia revolucionaria».

En su origen, la «familia revolucionaria» había sido una cofradía cerrada de generales empistolados rodeados de «tinterillos» que escribían discursos y «jilgueros» que los pronunciaban. A partir de la corporación, en la etapa «institucional», la «familia revolucionaria» pulió sus maneras y se amplió. De hecho, cualquier joven de provincia con inteligencia, astucia, aspiraciones y los debidos contactos, podía incorporarse a la familia a través de sus múltiples avenidas -el partido, el sindicato, la escuela, el municipio- y, desde allí, comenzar a trepar hasta la cúspide de la corporación. A la pregunta: ¿qué quieres ser de grande?, once de cada diez niños mexicanos respondían: presidente de la República. Sentarse en la silla presidencial, cruzarse en el pecho la banda tricolor, ha sido siempre la forma mexicana de alcanzar la gloria. Al preguntársele, ya en su vejez, si en alguna ocasión había soñado con ser presidente, Daniel Cosío Villegas, el más crítico de los intelectuales mexicanos, contestó de manera terminante: «... nunca, jamás, en ningún momento ... dejé de querer ser presidente».

Por mero formulismo o retórica, al presidente de México se le llamaba «primer mandatario de la nación». Ese era su carácter legal, pero en realidad los presidentes no obedecían a otro mandato que el de sí mismos: no eran mandatarios sino soberanos. La Constitución de 1917 propició esta concentración ilimitada de poder: radicó la soberanía sobre el suelo, el subsuelo, las aguas y los cielos en la nación; ésta, a su vez, la delegaba en el Estado, que la transmitía al gobierno, que finalmente la depositaba en el presidente. El único control posible que llegaba a ejercerse sobre un presidente en funciones (además del que provenía del exterior), era el que el propio presidente, por temperamento, convicción o por lo que se llamaba «austeridad republicana», consentía en ejercer sobre sí mismo.

Miguel Alemán decidió tantear por su cuenta los límites del poder presidencial y encontró que, entre los límites externos (el poder de los Estados Unidos, por ejemplo) e internos (el límite sagrado de la «no reelección»), podía hacer, como se decía en tiempo virreinales, «su real gana». Igual que aquellos remotos antecesores, los presidentes de México podían disponer de los bienes públicos como bienes privados, como patrimonio personal: repartir dinero, privilegios, favores, puestos, recomendaciones, prebendas, tierras, concesiones, contratos. Los sonorenses (incluidos Obregón y Calles) se volvieron grandes empresarios agrícolas y hacendados. Para desarrollar sus empresas agrícolas contaban con el generoso apoyo de los nuevos bancos oficiales a través de lo que eufemísticamente se llamó «préstamos de favor». «La Revolución», solían decir algunos generales, «nos hizo justicia.» La reforma agraria de Cárdenas -dueño a su vez de algunos ranchitos- frenó pero no erradicó la práctica.

Las historias populares en torno a la corrupción alemanista llenarían volúmenes. Muchos amigos de Alemán, fuera y dentro del gobierno, se acogieron con gusto a la oferta de «pan» presidencial y se hicieron ricos gracias a concesiones oficiales, no necesariamente ilegales, pero muchas veces inmorales. Se creó una mentalidad monopólica y concesionaria. Un vendedor de automóviles lograba que el gobierno le comprara sus unidades de manera unilateral y sin competencia. Los funcionarios que previamente poseían empresas lograban que el gobierno les comprase grandes partidas, y quienes no tenían empresas las fundaban para surtir o servir a sus ministerios en condiciones y precios fijados por ellos mismos. Un subdirector médico del Seguro Social estableció ad hoc un negocio de medicinas. Si el gobierno anunciaba un proyecto de construcción, los funcionarios organizaban, ellos mismos o por interpósitas personas (llamados «prestanombres»), la compra de terrenos aledaños a la zona del proyecto y posteriormente la desarrollaban a precios inflados. El contrabando tolerado, los préstamos de favor y el tráfico con los bienes incautados en la guerra a propietarios italianos o alemanes fueron otras variedades de esta peculiar forma de capitalización colectiva que, si bien tenía antecedentes coloniales, era obra de la «Revolución Institucional». Con pocas excepciones, la crítica a la corrupción del régimen permaneció en los ámbitos privados. No podía ser de otra manera, porque el régimen era intolerante con la crítica pública. Al terminar el sexenio, muchos de los «trinquetes» o malos manejos aparecerían publicados en libelos y folletos, pero sin que se siguiera juicio alguno contra los posibles infractores y sin que se aportaran, a menudo, pruebas fehacientes. Tal vez el caso más sonado de corrupción en la época fue el que, según versiones publicadas con posterioridad, involucró la cuestión petrolera. A sabiendas del inminente arreglo con la compañía El Águila, Alemán y sus amigos habrían adquirido a precios bajos parte de las devaluadas acciones de la compañía. Cuando el gobierno aceptó pagar a El Águila algo más de mil millones de pesos en quince anualidades, el grupo de Alemán redondeó el gran negocio.

Es cierto que los generales revolucionarios se habían enriquecido gracias a sus puestos: Obregón, Calles, Cárdenas y Ávila Camacho poseían ranchos que no hubiesen podido adquirir únicamente con sus sueldos de militares. Muchos de los generales de la Revolución (famosos y oscuros) «cobraron» sus servicios haciéndose por la fuerza de las viejas haciendas porfirianas. Pero la escala a la que el grupo H-1920 llevaba el proceso era algo nunca visto. El ensayista francés Jean-Francois Revel, «comisionado por la prestigiosa revista Esprit para preparar un artículo sobre la democracia mexicana», escribiría horrorizado (con el seudónimo de Jacques Severin): «Uno puede hacer todos los negocios que quiera en México, a condición de "ponerse de acuerdo" antes con el gobernador del estado o con alguna personalidad federal importante. Siempre se puede "interesar" a los políticos; México es, para los hombres de negocios, un paraíso».

Los nuevos ricos se comportaban como tales: construían mansiones de película, organizaban bacanales romanas, el dinero fluía a raudales, la ostentación llegaba, sin recato

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