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Misionero, lingüista, político y místico


Enviado por   •  13 de Octubre de 2022  •  Tareas  •  17.140 Palabras (69 Páginas)  •  40 Visitas

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Antonio Ruiz de Montoya

Misionero, lingüista, político y místico

Bartomeu Melià, s.j.

Posadas, 14 junio 2016

Apertura

Cuando a fines de 1643 el jesuita Antonio Ruiz de Montoya volvió de España a Lima, la ciudad donde había nacido un 13 de junio de 1585, podía decir con toda verdad: “Nada de la España colonial me ha sido ajeno; confieso que he vivido mi tiempo, sus utopías y sus realidades, sus glorias y sus ruindades, el heroísmo y la cobardía, las leyes y las transgresiones. He peleado un buen combate”.

No habrá sido él tan declamatorio y en su humilde realismo no cabía tan exaltada prosopopeya. Sin embargo, vivió una vida de grandeza poco común: pecado y conversión, largos caminos recorridos, profundas soledades, interminables tiempos de espera y de repente la ajetreada y rápida fundación de pueblos de misión –Reducciones o Doctrinas las llamaban-. Cuando los ataques de los esclavistas de la ciudad de São Paulo a esos pueblos se sucedieron sin tregua y sin piedad y los guaraníes eran aprisionados por millares y llevados como siervos, tuvo que organizar un obligado y triste éxodo a través de selvas inhóspitas por el turbulento Paraná, río abajo.

Buscando la paz, tuvo que pensar en la guerra. De la selva se trasladó a la corte de Madrid. Solicitaba armas para que los indios pudieran defenderse.

Desde que salió de Lima en 1607 hasta que volvió en 1643 había recorrido en esos 36 años largos caminos y difíciles situaciones a través del mapa social, cultural y político de una América colonizada y una España fastuosa; un escenario de situaciones extremas donde la santidad brotaba en campos de pestilentes pecados, donde el arte y la literatura del siglo llamado de oro mal recubrían la miseria del campo y el pícaro mundo de las ciudades. Si pudo deleitarse en espacios de utopías prometedoras, tuvo que sufrir también intolerables mezquindades nacidas del afán de lucro rápido e inmisericorde, tan irracionales que destruían al trabajador del que al mismo tiempo se exigía la producción. El genocidio del siervo era en realidad el suicidio del patrón. Los españoles eran ya por entonces finos constructores de su propia ruina.

La biografía de Montoya se desarrolla en un triángulo político que a su vez está caracterizado en cada tramo por trabajos lingüísticos, estrategias de defensa de derechos humanos y experiencias místicas. Siempre, aunque en circunstancias diversas fue lingüista, político y místico. Este triángulo tiene como ángulos Asunción del Paraguay, Madrid y Lima.

De Lima había salido y a Lima volvió. Entretanto, la historia del Paraguay será otra, gracias al protagonismo de los indios guaraníes, la utopía de pies en el suelo de las Reducciones o Pueblos de Indios, una obra lingüística original y la fuerza del humilde misticismo de un misionero.

Volver a Lima al cabo de tanto trajín le proporcionó un relativo sosiego que, en la tranquilidad del Callao, recibió profundas experiencias místicas.

1. DE LIMA A ASUNCIÓN DEL PARAGUAY

1.1. Callejones y conventos

El primer escenario de la vida de Antonio Ruiz de Montoya es aquella Lima virreinal, donde acaba de tenerse en 1583 el Tercer Concilio Limense, bajo la presidencia del santo Toribio de Mogrovejo y en el que había sobresalido el padre José de Acosta, profundo pensador de la realidad americana de su tiempo. Ciudad habitada por santos, como el arzobispo Toribio, la escondida Rosa, el servicial Martín de Porres, el buen consejero Juan Macías y el misionero itinerante Francisco Solano… Años también en los que el ejercicio de la milicia era una necesidad contra las amenazas de propios y extraños.

Antonio Ruiz de Montoya había nacido un 13 de junio de 1585. Huérfano de madre a los cinco años y de padre a los ocho, pasa a manos de tutores que, por descuido o por debilidad, lo dejan librado a las aventuras propias de un joven pendenciero. Y no tan inocentes. A los 17 años ciñó espada de caballero. Dirá de sí mismo que fue más profano que los gentiles, esclavo de vanidades y adorador de Venus” (Rouillon1997: 20). Había dejado los estudios y se envolvió con sucesos que le merecieron cárcel y condena de destierro; algo más, pues, que travesuras de muchacho irresponsable. Hirió y fue herido.

En las biografías de políticos y gente de fama no es usual detenerse en aspectos que tocan de cerca la vida privada y oculta de la persona y, sin embargo, es en esos movimientos del espíritu donde se generan decisiones que cambian una vida y hacen historia. Ni las confesiones ni las autobiografías nos permiten de ordinario trasponer el último velo. Montoya tampoco llevó la confidencia hasta desnudarse del todo, lo cual es siempre obsceno, pero dijo bastante para conocer de qué se convirtió y cómo fue. “Adorador de Venus” dice, que en el lenguaje de la época dice mucho.

Memoria cristiana, resabios de niñez piadosa y especial devoción a Nuestra Señora de los Remedios, venerada hasta hoy en la iglesia de San Pedro, le llevaron a confesar pecados y hechos tan graves que un confesor no se atrevió a darle la absolución. Pero se confiesa de nuevo, y cambia de vida; reza el rosario, hace ayunos y penitencias. Y sentando cabeza, vuelve a los estudios, como indicio de cambio de vida.

Curiosamente son los estudios de gramática latina, según el método del padre Manuel Álvares, portugués, adoptado por los colegios jesuitas, los que no sólo le abren al manejo de un instrumento de comunicación con los autores clásicos greco-latinos y científicos de la época, sino que le forman la cabeza con una estructura sólida y firme, que aplicará después al estudio de otras lenguas, de modo especial al guaraní, de la que será el mejor conocedor no-indígena de todos los tiempos. Saber leer, contar y cantar, era el principio y fundamento de una buena educación jesuítica.

El cambio de vida se concretó a través de la práctica de los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, método que lleva a examinar la propia vida y discernir alternativas en vistas a una acertada elección, todo ello meditando grandes verdades y contemplando la vida de Cristo. El resultado, como gracia de Dios, es la caída hacia arriba, hacia lo grande, hacia la entrega total al bien de los demás. En el caso de Montoya el proceso lo lleva a elegir ser jesuita. A partir de ese momento, el proyecto de vida no es sólo salvar su alma, sino ser hombre para los demás. Montoya entiende que hacerse jesuita no es satisfacer una cuestión personal y arrepentimiento de sus malas andanzas y vicios, sino entrar en una empresa cuyo objetivo es el trabajo por la liberación de otros y una vida espiritual de perfección. Es ésta si se puede llamar así, la revolución copernicana por la cual el centro cambia de lugar; no es la búsqueda de su propia realización como caballero, como estudiante, y ni siquiera como penitente arrepentido, sino la orientación hacia otro modo de vivir, otra manera de ser para los demás, mediante el cual también los otros serán parte de sí mismo.

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