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Por Un Pais Al Alcanse De Los iños

ennica19 de Septiembre de 2014

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COLOMBIA: AL FILO DE LA OPORTUNIDAD

Informe Conjunto

MISIÓN CIENCIA EDUCACIÓN Y DESARROLLO

La Proclama - POR UN PAÍS AL ALCANCE DE LOS NIÑOS

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Los primeros españoles que vinieron al Nuevo Mundo vivían aturdidos por el canto

de los pájaros, se marcaban con la pureza de los olores y agotaron en pocos años

una especie exquisita de perros mudos que los indígenas criaban para comer.

Muchos de ellos, y otros que llegarían después, eran criminales rasos en libertad

condicional, que no tenían más razones para quedarse. Menos razones tendrían

muy pronto los nativos para querer que se quedaran.

Cristóbal Colón, respaldado por una carta de los reyes de España para el

emperador de China, había descubierto aquel paraíso por un error geográfico que

cambió el rumbo de la historia. La víspera de su llegada, antes de oír el vuelo de

las primeras aves en la oscuridad del océano, había percibido en el viento una

fragancia de flores de la tierra que le pareció la cosa más dulce del mundo. En su

diario de a bordo escribió que los nativos los recibieron en la playa como sus

madres los parieron, que eran hermosos y de buena índole, y tan cándidos de

natura, que cambiaban cuanto tenían por collares de colores y sonajas de latón.

Pero su corazón perdió los estribos cuando descubrió que sus narigueras eran de

oro, al igual que las pulseras, los collares, los aretes y las tobilleras; que tenían

campanas de oro para jugar, y que algunos ocultaban sus vergüenzas con una

cápsula de oro. Fue aquel esplendor ornamental, y no sus valores humanos, lo

que condenó a los nativos a ser protagonistas del nuevo Génesis que empezaba

aquel día. Muchos de ellos murieron sin saber de dónde habían venido los

invasores. Muchos de éstos murieron sin saber dónde estaban. Cinco siglos

después, los descendientes de ambos no acabamos de saber quiénes somos:

Era un mundo más descubierto de lo que se creyó entonces. Los incas, con diez

millones de habitantes, tenían un estado legendario bien constituido, con ciudades

monumentales en las cumbres andinas para tocar al dios solar. Tenían sistemas

magistrales de cuenta y razón, y archivos y memorias de uso popular, que

sorprendieron a los matemáticos de Europa, y un culto laborioso de las artes

públicas, cuya obra magna fue el jardín del palacio imperial, con árboles y

animales de oro y plata en tamaño natural. Los aztecas y los mayas habían

plasmado su conciencia histórica en pirámides sagradas entre volcanes

acezantes, y tenían emperadores clarividentes, astrónomos insignes y artesanos

sabios que desconocían el uso industrial de la rueda, pero la utilizaban en los

juguetes de los niños.

En la esquina de los dos grandes océanos se extendían cuarenta mil leguas

cuadradas que Colón entrevió apenas en su cuarto viaje, y que hoy lleva su

nombre: Colombia. Lo habitaban desde hacía unos doce mil años varias

comunidades dispersas de lenguas diferentes y culturas distintas, y con sus

Identidades propias bien definidas. No tenían una noción de Estado, ni unidad

política entre ellas, pero habían descubierto el prodigio político de vivir como

Iguales en las diferencias. Tenían sistemas antiguos de ciencia y educación, y una

rica cosmología vinculada a sus obras de orfebres geniales y alfareros inspirados.

Su madurez creativa se había propuesto incorporar el arte a la vida cotidiana -que

tal vez sea el destino superior de las artes-, y lo consiguieron con aciertos

memorables, tanto en los utensilios domésticos como en el modo de ser. El oro y

las piedras preciosas no tenían para ellos un valor de cambio sino un poder

cosmológico y artístico, pero los españoles los vieron con los ojos de Occidente:

oro y piedras preciosas de sobra para dejar sin oficio a los alquimistas y empedrar

los caminos del cielo con doblones de a cuatro. Esa fue la razón y la fuerza de la

Conquista y la Colonia, y el origen real de lo que somos.

Tuvo que transcurrir un siglo para que los españoles conformaran el estado

colonial, con un solo nombre, una sola lengua y un solo dios. Sus límites y su

división política de doce provincias eran semejantes a los de hoy. Esto dio por

primera vez la noción de un país centralista y burocratizado, y creó la Ilusión de

una unidad nacional en el sopor de la Colonia. Ilusión pura, en una sociedad que

era un modelo oscurantista de discriminación racial y violencia larvada, bajo el

manto del Santo Oficio. Los tres o cuatro millones de indios que encontraron los

españoles estaban reducidos a no más de un millón por la crueldad de los

conquistadores y las enfermedades desconocidas que trajeron consigo. Pero el

mestizaje era ya una fuerza demográfica incontenible. Los miles de esclavos

africanos, traídos por la fuerza para los trabajos bárbaros de minas y haciendas,

habían aportado una tercera dignidad al caldo criollo, con nuevos rituales de

imaginación y nostalgia, y otros dioses remotos. Pero las leyes de Indias habían

impuesto patrones milimétricos de segregación según el grado de sangre blanca

dentro de cada raza: mestizos de distinciones varias, negros esclavos, negros

libertos, mulatos de distintas escalas. Llegaron a distinguirse hasta dieciocho

grados de mestizos, y los mismos blancos españoles segregaron a sus propios

hijos como blancos criollos.

Los mestizos estaban descalificados para ciertos cargos de mando y gobierno y

otros oficios públicos, o para ingresar en colegios y seminarios. Los negros

carecían de todo, inclusive de un alma, no tenían derecho a entrar en el cielo ni en

el infierno, y su sangre se consideraba impura hasta que fuera decantada por

cuatro generaciones de blancos. Semejantes leyes no pudieron aplicarse con

demasiado rigor por la dificultad de distinguir las intrincadas fronteras de las razas,

y por la misma dinámica social del mestizaje, pero de todos modos aumentaron

las tensiones y la violencia raciales. Hasta hace pocos años no se aceptaban

todavía en los colegios de Colombia a los hijos de uniones libres. Los negros,

Iguales en la ley, padecen todavía de muchas discriminaciones, además de las

propias de la pobreza.

La generación de la Independencia perdió la primera oportunidad de liquidar esa

herencia abominable. Aquella pléyade de jóvenes románticos inspirados en las

luces de la Revolución Francesa, instauró una república moderna de buenas

Intenciones, pero no logró eliminar los residuos de la Colonia. Ellos mismos no

estuvieron a salvo de sus hados maléficos. Simón Bolívar, a los 35 años, había

dado la orden de ejecutar ochocientos prisioneros españoles, inclusive a los

enfermos de un hospital. Francisco de Paula Santander, a los 28, hizo fusilar a 38

prisioneros de la batalla de Boyacá, inclusive a su comandante. Algunos de los

buenos propósitos de la república propiciaron de soslayo nuevas tensiones

sociales de pobres y ricos, obreros y artesanos y otros grupos de marginales. La

ferocidad de las guerras civiles del siglo XIX no fue ajena a esas desigualdades,

como no lo fueron las numerosas conmociones políticas que han dejado un rastro

de sangre a lo largo de nuestra historia.

Dos dones naturales nos han ayudado a sortear ese sino funesto, a suplir los

vacíos de nuestra condición cultural y social, y a buscar a tientas nuestra

Identidad. Uno es el don de la creatividad, expresión superior de la inteligencia

humana. El otro es una arrasadora determinación de ascenso personal. Ambos,

ayudados por una astucia casi sobrenatural, y tan útil para el bien como para el

mal, fueron un recurso providencial de los indígenas contra los españoles desde el

día mismo del desembarco. Para quitárselo de encima, mandaron a Colón de isla

en isla, siempre a la isla siguiente, en busca de un rey vestido de oro que no había

existido nunca. A los conquistadores alucinados por las novelas de caballería los

engatusaron con descripciones de ciudades fantásticas construidas en oro puro,

allí mismo, al otro lado de la loma. A todos los descaminaron con la fábula de El

Dorado mítico que una vez al año se sumergía en su laguna sagrada con el

cuerpo empolvado de oro. Tres obras maestras de una epopeya nacional,

utilizadas por los indígenas como un instrumento para sobrevivir. Tal vez de esos

talentos precolombinos nos viene también una plasticidad extraordinaria para

asimilarnos

...

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