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Primero El Amor

lynsie0211Ensayo8 de Septiembre de 2013

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George fue hasta la ventana y vio cómo Mami se acercaba a toda prisa al viejo

Dogde del 69, que gastaba demasiada gasolina y demasiado aceite, mientras

hurgaba en el bolso en busca de las llaves.

Ahora, ya fuera de la casa y sin saber que George la observaba, la sonrisa

distraída se esfumó y sólo quedó una mujer distraída... distraída y preocupada

por Buddy. George estaba preocupado por ella. En cambio, Buddy no le inspiraba

exactamente lo mismo. Buddy, que se divertía siempre tirándolo al suelo y

sentándose encima, aplastándole los hombros con las rodillas, mientras le

golpeaba con una cuchara en la frente hasta volverlo loco. Buddy llamaba a

aquel estúpido juego la Cuchara de la Tortura del Bárbaro Chino y se reía como

un endemoniado hasta hacer llorar a George. Buddy, que otras veces se divertía

aplicándole la Quemadura de la Cuerda India tan fuerte que el brazo de George

se llenaba de minúsculas gotitas de sangre en los poros, como el rocío en la

hierba al amanecer. Buddy, que una noche había escuchado con tanto interés que

a George le gustaba Heather MacArdle, y al que en la mañana siguiente le faltó

tiempo para correr por todo el patio de la escuela a la hora del recreo,

gritando: ¡HEATHER Y GEORGE ESTÁN EN LA COLA, DÁNDOSE BESOS TODA LA NOCHE,

PRIMERO EL AMOR, LUEGO LA BODA Y AL FINAL UN NIÑO EN UN CARRICOCHE!, como una

locomotora a toda marcha. Sabía que una pierna rota no duraba toda la vida,

pero también que Buddy le dejaría en paz al menos, mientras aquello durase. A

ver si ahora me vas a dar con la Cuchara de la Tortura del Bárbaro Chino con

la pierna enyesada, Buddy. Claro que sí, chaval, te voy a dar con ella

CADA DÍA.

El Dodge retrocedió hasta la carretera, mientras su madre miraba a ambos

lados, aunque no había tráfico, porque nunca pasaba nadie por allí. Tenía que

recorrer dos kilómetros entre cercas y hondonadas hasta encontrar la carretera

principal y, después, diecinueve kilómetros hasta Lewiston.

El coche arrancó y se alejó por el camino, levantando una nube de polvo en el

aire brillante de la tarde de octubre.

Se quedó solo en la casa.

Con Abuela.

Tragó saliva.

— ¡Ja! ¡Transpiración negativa! Tienes que tomártelo con filosofía, ¿verdad?

— Verdad — dijo George en voz baja, y cruzó la cocina, bañada por el sol. Era

un chico bien parecido, pelirrojo, con pecas y un reflejo de buen humor en los

ojos de un gris oscuro.

Buddy había sufrido el accidente mientras jugaba con su equipo en los

campeonatos del 5 de octubre. El equipo de George, los Tigres, de la Liga Pee

Wee, había perdido el primer día, hacía dos semanas («¡Vaya puñado de

tontos!», había exclamado Buddy, exultante, cuando George salió casi

sollozando del campo. «¡Vaya puñado de MARIQUITAS!»)... y ahora Buddy se había

roto la pierna. Si no fuera porque su madre estaba tan preocupada y tan

asustada, se hubiera alegrado.

Había un teléfono en la pared y, junto a él, un tablero para tomar notas y un

lápiz borrable. En el ángulo superior del tablero se veía una Abuela

campesina, dicharachera y alegre, con las mejillas sonrosadas, el pelo blanco

recogido en un moño, y apuntando el centro del tablero con el índice. De su

boca salía una nube, como las de las tiras cómicas, en la que se leía:

«¡RECUERDA, HIJO!». Era un dibujo muy divertido. En el tablero, con la penosa

caligrafía de su madre, Dr. Arlinder, 681 - 4330. No es que Mami hubiera

apuntado el número precisamente hoy por lo de Buddy. Llevaba allí más de tres

semanas, desde el comienzo de los ataques de Abuela.

George descolgó el teléfono.

«... así que le dije, dije, Mabel, si te trata de esa manera... »

Volvió a colgar el teléfono. Era Henrietta Dodd. Henrietta se pasaba la vida

al teléfono y, si era por la tarde, siempre tenía puesta la televisión como

fondo. Una noche en que Mami estaba tomando un vaso de vino con Abuela (desde

la reaparición de los ataques, el doctor Arlinder ordenó que no tomara vino en

la cena... así que Mami dejó de beber también, cosa que George sentía, porque

cuando Mami bebía se reía mucho y les contaba historias de cuando era joven),

Mami dijo que cada vez que Henrietta abría la boca, sacaba hasta las tripas.

Buddy y George se rieron como salvajes y Mami se tapó la boca y dijo: «No le

digáis NUNCA a nadie lo que acabo de decir» y se echó a reír también. Acabaron

los tres riéndose a carcajadas en la mesa y el escándalo fue tal que Abuela se

despertó y empezó a gritar: «¡Ruth! ¡Ruth! ¡RUUUUUUTH!» con aquella voz quejumbrosa y aguda, y Mami dejó de reír y fue a ver qué quería inmediatamente.

Por él, Henrietta Dodd podía hablar todo el día y toda la noche. Lo único que le importaba era saber que el teléfono funcionaba, porque hacía dos semanas había habido un vendaval y desde entonces, el teléfono iba y venía como le daba la gana.

Se sorprendió a sí mismo contemplando el dibujo de la Abuela del tablero y preguntándose cómo sería tener una Abuela como aquélla. Su Abuela era enorme, gorda y ciega. Además, la hipertensión había acentuado su senilidad. A veces, cuando tenía uno de sus ataques, sacaba el Tártaro, como decía su madre. Llamaba a gente que nadie conocía, mantenía extrañas conversaciones que no tenían ningún sentido y farfullaba extrañas palabras que no significaban nada. Una de esas veces, Mami se puso blanca como la nieve y le dijo que se callara, que se callara, ¡QUE SE CALLARA! George se acordaba muy bien, no sólo porque era la primera vez que veía a Mami gritarle a la Abuela, sino porque al día siguiente se enteraron de que habían saqueado el cementerio de los Abedules de Maple Sugar, volcando varias lápidas, arrancando de cuajo las puertas de hierro del siglo diecinueve y abriendo una o dos tumbas. Profanado era la palabra que usó el señor Burdon, el director, cuando llamó a asamblea a todos los cursos y les dio una conferencia sobre Conducta Perniciosa y sobre cómo algunas cosas Merecían Castigo. Aquella noche, al volver a casa, George le preguntó a Buddy qué quería decir profanado y Buddy dijo que significaba abrir tumbas y mearse en los ataúdes, pero George no se lo creyó... hasta que se hizo de noche. Y vino la oscuridad.

Abuela hacía mucho ruido cuando tenía uno de sus ataques, pero la mayoría de las veces seguía en la cama en la que estaba postrada desde hacía tres años, un fardo con pantalones de goma y pañales bajo el camisón de franela, la cara surcada por grietas y arrugas, los ojos vacíos y ciegos... con pupilas de un azul desvaído flotando en una córnea amarillenta.

Al principio, Abuela veía bastante bien. Pero poco a poco se fue quedando ciega. Necesitaba siempre una persona que la ayudara a arrastrarse desde su sillón de vinilo blanco con-olor-de-huevos-y-polvos-de-talco. En aquel tiempo, hacía unos cinco años, Abuela pesaba bastante más de cien kilos.

«Pero ahora no tengo miedo —se dijo, cruzando la cocina—. Ni una chispa. No es más que una vieja con ataques de vez en cuando.»

Llenó de agua la tetera y la puso a calentar. Tomó una taza y puso dentro una bolsita con hierbas especiales para la Abuela, por si se despertaba. Tenía la loca esperanza de que eso no ocurriese, porque no le quedaría más remedio que ir hasta su dormitorio, elevar la cabecera de su cama de hospital y sentarse junto a ella, dándole su infusión sorbo a sorbo, contemplando cómo aquella boca desdentada doblaba los labios en el borde de la taza y oyendo el chupeteo y el ruido del líquido al caer en sus entrañas agonizantes y húmedas. A veces, se caía de la cama y había que levantarla y tenía la carne blanda como un flan, como si estuviera llena de agua caliente, mientras te miraba con sus ojos ciegos...

George se pasó la lengua por los labios y caminó hacia la mesa de la cocina otra vez. La galleta y el vaso de cacao seguían donde los había dejado, pero no tenía hambre. Miró sus libros de texto, forrados con papeles de colores, sin ningún entusiasmo.

Debería entrar en la otra habitación y ver si Abuela estaba bien.

Pero no quería.

Tragó saliva y volvió a sentir la garganta forrada de algodón.

«No tengo miedo de Abuela —pensó—. Si me tendiera los brazos otra vez, dejaría que me abrazara, porque no es más que una anciana que está senil y por eso tiene esos ataques. Eso es todo. Deja que te abrace y no llores. Como lo hace Buddy.»

Cruzó el pasillo hasta el dormitorio de Abuela con cara de aceite de ricino y los labios blancos de tan apretados. Entreabrió la puerta y allí estaba Abuela durmiendo, el pelo blanco amarillento esparcido sobre la almohada como una aureola, la boca desdentada entreabierta. El pecho, al respirar, se movía tan suavemente bajo la colcha que apenas si se notaba; tanto, que

...

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