REVOLUCION INDUSTRIAL INGLESA
2 de Marzo de 2015
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134 INVESTIGACIONES DE HISTORIA ECONÓMICA • Enrique Ibáñez Rojo
1. Las consecuencias de la desigualdad historiográfica: del eurocentrismo
al determinismo institucionalista1
Nuestras teorías sobre el desarrollo económico se han apoyado tradicionalmente
en la reflexión sobre las razones del éxito o del fracaso relativo de las
sociedades de Eurasia en el transcurso de la Edad Moderna. Ya en el origen
mismo de la ciencia social, Karl Marx y Max Weber ensayaron comparaciones entre
Europa y “los demás” para intentar documentar el potencial de progreso material de
las configuraciones institucionales presentes en las diversas formaciones históricas
euroasiáticas. Ambos, sin embargo, adolecieron de un conocimiento enormemente
asimétrico de los mundos que compararon, y aquel desequilibrio perjudicó sin duda
a sus teorías sobre las bases institucionales del crecimiento sostenido. Pero Marx y
Weber fueron sólo las primeras víctimas de la comparación sesgada, porque lo cierto
es que desde entonces la teorización sobre el desarrollo económico ha venido
arrastrando constantemente el lastre de “la desigualdad historiográfica entre Europa
y el resto del mundo” (O´Brien, 2003, p. 72).
Los europeos fuimos estudiando con detalle nuestro pasado y aislando multitud
de rasgos “excepcionales” de nuestra tradición, al parecer ausentes en otras civilizaciones
de las que, de entrada, desconocíamos casi todo. Así, creímos descubrir, para
lo que nos interesará en este trabajo, que el crecimiento económico intensivo —el crecimiento
del producto per capita— fue desde mucho tiempo atrás una característica
diferencial de nuestro mundo. Algunos historiadores de la economía terminaron
remontando ese fenómeno supuestamente único al momento mismo del “nacimiento
de Europa”, poco después del año 1000, y describieron cómo fue progresando
durante la Edad Moderna mucho antes del inicio de la Revolución Industrial.
Para explicar aquel dinamismo, que ofrecía un contraste tan llamativo con el
aparente estancamiento de las otras economías que permanecían en la penumbra,
se fue apelando a la superioridad secular de los marcos culturales e institucionales
de la actividad económica en Europa. Aquello era perfectamente natural. También
lo es que las profundas asimetrías en el conocimiento de la historia hayan estado
impulsando desde entonces la construcción de teorías que predican la existencia de
una vía única hacia el desarrollo económico, generalizando a partir de algún destilado
ideal de la experiencia europea. El evolucionismo clásico en todas sus variedades
y las teorías de la modernización de la segunda posguerra, con su sucesión
mecánica de estadios, son los ejemplares más conocidos de esta especie de relatos
[Fecha de recepción del original, diciembre de 2005. Versión definitiva, septiembre de 2006]
1 Deseo agradecer los comentarios a la versión inicial de este artículo a mis compañeros Álvaro Anchuelo y
Gonzalo Ramírez de Haro, y a los informantes de Investigaciones de Historia Económica.
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Documento descargado de http://www.elsevier.es el 24/02/2015. Copia para uso personal, se prohíbe la transmisión de este documento por cualquier medio o formato.El debate sobre la “Gran Divergencia” y las bases institucionales del desarrollo económico 135
unilineales2. Su mutación más reciente es el hoy triunfante neoinstitucionalismo,
asociado a la obra pionera de Douglass North.
No cabe duda de que el magnífico trabajo de North ha contribuido en mucho
a corregir el universalismo abstracto de una ciencia económica que en algún
momento optó deliberadamente por olvidar la historia3. Sin embargo, no es menos
cierto que sus propias construcciones teóricas descansan sobre una base historiográfica
muy sesgada, dado que en sus narrativas sobre “el nacimiento del mundo
occidental” (North y Thomas, 1978) o en sus reflexiones sobre “la paradoja de Occidente”
(North, 1993) sólo importan de verdad ciertos datos de la historia europea.
Esto no plantearía ningún problema si su intención fuese únicamente ilustrar cómo
y por qué el andamiaje institucional en determinadas regiones de Europa occidental
fue evolucionando de un modo que promovió el funcionamiento progresivamente
más eficiente de los mercados competitivos del ideal neoclásico. Pero North
no se limita a eso, por supuesto. Pretende, además, que el desarrollo de ese conjunto
preciso de instituciones que impulsaron la competencia en mercados cada
vez más abiertos fue el motor del dinamismo económico europeo y, en definitiva,
el factor diferencial que explica su divergencia en ingresos respecto al resto del
mundo.
De manera que North plantea una doble hipótesis causal: por un lado, se nos
dice que la estructura institucional es el principal determinante —en la práctica, el
único auténticamente relevante— de las diferencias en el desempeño económico;
por otro, se afirma que fue la emergencia de un conjunto superior de instituciones
lo que impulsó el “ascenso de Occidente”. Pero, al menos si nos atenemos al
“método de la diferencia” de Mill, deberíamos esperar, en primer lugar, que se nos
mostrara de un modo convincente que tanto el fenómeno a explicar —el crecimiento
sostenido— como el explanans —una estructura institucional favorable al
desarrollo de mercados competitivos— estuvieron realmente presentes sólo en uno
de los casos durante el período que se estudia. En segundo lugar, tendríamos que
saber que no existieron entre los casos otras diferencias distintas de la propuesta,
y tal vez tanto o más relevantes, para dar cuenta de las variaciones en los resultados
(Little, 1991, p. 36). Sin embargo, no obtenemos nada de esto, dado que, “desigualdad
historiográfica” mediante, en la historia que se nos relata las trayectorias
de las otras civilizaciones están ausentes o reducidas a una caricatura sucinta. De
2 Véase Sztompka (1995) para una buena exposición de las distintas versiones del evolucionismo y las teorías
de la modernización.
3 Hodgson (2001). Según Robert Solow, la economía, como disciplina científica, aspira a convertirse en la
“física de la sociedad”, dotada de “un único modelo del mundo universalmente válido”. Citado en North
(2005), p. 19.
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modo que North nos cuenta cómo arraigaron en Europa determinadas instituciones
que respaldan a los mercados y que la teoría neoclásica da por supuestas sin
más. Pero él a su vez da por supuesto que es el desarrollo de ese conjunto preciso
de “buenas instituciones” lo que da cuenta del “milagro” del crecimiento sostenido.
Lo que resulta entonces es una generalización a partir de un único caso y por
ello otro universalismo infundado.
Las consecuencias políticas de los relatos unilaterales sobre el “milagro europeo”
son suficientemente conocidas. Obligan siempre a concluir que el desarrollo
económico ocurre a través de la difusión de los modelos culturales e institucionales
de Occidente y que su extensión al resto del mundo sólo podrá proceder de una
“globalización imitativa” de una fórmula europea original (Chakrabarty, 2000, p. 7).
En los últimos años esto se ha estado traduciendo en la práctica del “monocultivo
institucional”: la pretensión, en ocasiones muy agresiva, de implantar en todas
partes un conjunto preciso de instituciones, destilado de alguna interpretación idealizada
de la experiencia histórica de Occidente y en nuestros días con un clarísimo
sesgo anglosajón (Evans, 2004). En definitiva, la exportación del andamiaje institucional
que se supone indiscutiblemente superior, porque esa historia así lo
“demuestra”, para impulsar el desarrollo económico.
Las prácticas del “monocultivo institucional” podrían discutirse desde un
punto de vista normativo si se piensa, por ejemplo, que el carácter determinista del
saber experto que las sostiene arrasa la diversidad cultural y ahoga la deliberación
democrática4 . Sin embargo, si el experto tuviese razón al proponer un óptimo institucional
como motor principal y casi único del crecimiento económico, siempre
podría refugiarse en la distinción weberiana entre ciencia y política, y afirmar, con
David Landes, que el paquete ideal de instituciones que propone la historia del
ascenso de Occidente no describe «una sociedad “mejor” ni “superior”, sino simplemente
una sociedad mejor preparada para producir bienes y servicios» (Landes,
1999, p. 206). Nada que objetar entonces si algunos humanos por cualquier razón
decidimos dar la espalda al crecimiento económico para perseguir otros fines
colectivos, porque la ciencia no enseña
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