Restauración española

El período de la Restauración en España coincidió con un largo período de paz en Europa, durante el cual Alemania, bajo el liderazgo del canciller Bismarck, ejerció un verdadero liderazgo en el continente europeo (II Reich). Francia vivió los años de la III República y Gran Bretaña los gloriosos años de la época victoriana. Estos dos últimos países se convirtieron en los abanderados del gran impulso colonial que emprendieron las naciones industrializadas en el último tercio del siglo XIX. Europa se lanzaba a la conquista de África y Asia, mientras Estados Unidos, superada su Guerra Civil, ponía la mira en los últimos retales del imperio español: las islas de Cuba y Puerto Rico en el Caribe, y Filipinas en el Pacífico.

Durante este tiempo, la limitada capacidad financiera, diplomática y militar de España hizo que mientras las potencias europeas se repartían el mundo, España no solo fuera marginada del reparto sino que perdiera sus últimas posesiones coloniales como consecuencia de las guerras de independencia de Cuba. El origen de estos conflictos estuvo en la inadecuada política colonial llevada a cabo por los partidos dinásticos, que no acabó con el descontento en las islas, y los intereses expansionistas de Estados Unidos en el continente americano como consecuencia de su desarrollo industrial y demográfico ( Doctrina Monroe).

La crisis alcanzó tal magnitud que se la denominó Desastre del 98 y provocó una verdadera debacle de la conciencia nacional: el Movimiento Regenerador. A partir de este año, el sistema de la Restauración entraría en una profunda crisis que alcanzaría su clímax en 1917, tras lo cual la descomposición del sistema sería imparable. Finalmente, en 1923, el general Primo de Rivera protagonizó un golpe de Estado que acabaría con la Restauración, acabando así con el sistema que Cánovas había creado casi cincuenta años antes.

A pesar de que la mayor parte de las posesiones de España en el continente americano se independizaron a principios del siglo XIX, España seguía siendo una potencia colonial a finales de siglo, más por la situación de sus territorios que por su extensión. En América, España tenía dos islas clave en el área antillana, Cuba y Puerto Rico. La posición de la Península Ibérica junto a los enclaves españoles en el norte de África (Ceuta y Melilla) permitía a España controlar el Estrecho de Gibraltar. En África, España también poseía algunos territorios en la zona de la costa atlántica de África: Río de Oro y Guinea. En el Pacífico tenía el archipiélago de Filipinas, así como los pequeños grupos de las islas Marianas, Palaos y Carolinas.

Cuba y Puerto Rico basaron su economía en la agricultura de exportación, basada esencialmente en la caña de azúcar y el tabaco, en la que trabajaba la mano de obra esclava negra. A fines del siglo XIX, Cuba se había convertido en el principal productor de azúcar del mundo. La hegemonía española en la isla se basó en el dominio de una pequeña oligarquía esclavista y una rica burguesía que se beneficiaba de la relación comercial con la metrópoli y no quería ningún cambio, apoyada por un grupo de empresarios y terratenientes españoles con intereses en Cuba que accedieron con ellos. Frente a ellos, existía una clase media formada por criollos (profesionales liberales o pequeños terratenientes), defensores de la liberalización del comercio con Estados Unidos y la autonomía política y, en muchos casos, la independencia. Las duras leyes arancelarias impuestas por los gobiernos de Madrid convirtieron a estos territorios en un "mercado exclusivo" de la metrópoli, lo que perjudicó claramente a las islas antillanas, que podían encontrar mejores y más baratos productos en el vecino Estados Unidos.

En cambio, el caso filipino fue diferente porque la población española era escasa y el capital invertido muy poco, y el dominio español se basaba en una pequeña presencia militar y, sobre todo, en el poder de las órdenes religiosas.

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