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TEORÍA, HISTORIA E HISTORIOGRAFÍA


Enviado por   •  29 de Noviembre de 2017  •  Apuntes  •  13.643 Palabras (55 Páginas)  •  311 Visitas

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Arostegui 1º SECCIÓN: TEORÍA, HISTORIA E HISTORIOGRAFÍA. (La naturaleza d la disciplina historiográfica) 1 HISTORIA E HISTORIOGRAFÍA: LOS FUNDAMENTOS La crisis de la historia... estado inorgánico de los estudios históricos... proviene de que un excesivo número de historiadores jamás reflexionaron sobre la naturaleza de su ciencia. HENRI BERR, La síntesis en historia Parece difícil encontrar palabras más apropiadas que las del historiador francés Henri Berr, que figuran en el frontispicio de este capítulo1, para comenzar un libro en el que se aborda el problema de la adecuada formación científica del historiador. En este juicio, cuya autoridad descansa en haber sido pronunciado por uno de los primeros renovadores de la historiografía en nuestro siglo, resulta más sintomática la causa atribuida por Berr a la crisis que la crisis misma. Los historiadores no reflexionan lo suficiente sobre los fundamentos profundos de su trabajo. A cualquiera le resultaría sorprendente que más de ochenta años después de haberse escrito estas palabras no parezca que haya razones para cambiar un ápice de su contenido. A nuestro modo de ver, el problema de la reflexión de los historiadores «sobre la naturaleza de su ciencia» sigue en pie. Es impensable un progreso sostenido de la disciplina de la historiografía sin que esa reflexión que Henri Berr demandaba se lleve a efecto. Por desgracia, en los propios círculos de los historiadores se ha considerado durante demasiado tiempo que el historiador no es un teórico, que su ocupación no es filosofar, que historiar es narrar las cosas como efectivamente sucedieron, y otras cosas semejantes. Estas posiciones las hemos visto florecientes hasta hace no mucho tiempo, y tal vez no quepa decir que han dejado de florecer... No es preciso insistir en que una posición de ese tipo no puede sino dificultar de forma determinante todo impulso de progreso disciplinar y «científico» de la historiografía. El historiador «escribe» la historia, en efecto, pero debe también «teorizar » sobre ella. Sin teoría no hay avance del conocimiento. Sin una cierta preparación teórica y sin una práctica metodológica que no se limite a rutinas no es posible la aparición de buenos historiadores. Pero ¿qué quiere decir exactamente teorizar sobre la historia y sobre la historiografía? En este primer capítulo se pretende, justamente, presentar de forma introductoria tal asunto, mostrándolo en lo que sea posible en el contexto de lo que hacen otras ciencias sociales y empezando desde el problema mismo del nombre adecuado para la disciplina historiográfica. 1. LA HISTORIA, LA HISTORIOGRAFÍA Y EL HISTORIADOR En el intento de fundamentar una nueva práctica de las formas de investigar la historia hay dos cuestiones que conviene dilucidar previamente, aunque no sea más que para exponer los problemas sin la pretensión de encontrar una solución definitiva. Uno es el del nombre conveniente para la «disciplina que investiga la historia», cuestión que se ha discutido más de una vez. La otra es el «perfil» universitario que debería contener la formación y preparación cultural, profesional, técnica, del historiador. Veámoslas sucesivamente. Historiografía: el término y el concepto Observemos primero que el nombre mismo que se da al conocimiento de la historia ha planteado desde antiguo problemas y necesita hoy, creemos, de algunas puntualizaciones. La palabra historia es objeto de usos anfibológicos de los cuales el más común es su aplicación a dos entidades distintas: una, la realidad de lo histórico, otra, la disciplina que estudia la historia. Veamos la importancia que para una práctica como la investigación de la historia tiene la precisión del vocabulario. El lenguaje específico de las ciencias Por regla general, las ciencias al irse constituyendo van creando unos lenguajes particulares, llenos de términos especializados, que pueden llegar a convertirse en complejos sistemas de lenguajes formales2. La ciencia, se ha afirmado a veces, es, en último extremo, un lenguaje3. La terminología filosófica puede ser un buen ejemplo de lo que significa esa «jerga» especializada en el caso de los lenguajes verbales. Las ciencias «duras» recurren todas hoy a la formalización en lenguaje matemático de sus proposiciones para la elaboración y el desarrollo de sus operaciones cognoscitivas. 1 En un nivel bastante más modesto, las llamadas ciencias sociales poseen en mayor o menor grado ese instrumento del lenguaje propio, ciertamente con importantes diferencias en su desarrollo según las disciplinas. Pero todas ellas poseen un corpus más o menos extenso y preciso de términos, de conceptos, de proposiciones precisas que son distintas de las del lenguaje ordinario. A un nivel básico existe, sin duda, una cierta homogeneidad en el lenguaje de estas ciencias sociales que se ha impuesto partiendo de lo conseguido por las disciplinas más desarrolladas. Hay un lenguaje específico de la economía o de la lingüística, por ejemplo, que son muy característicos y están absolutamente aceptados. Pero el lenguaje especializado es hoy una de las cuestiones más problemáticas en el campo de las ciencias sociales. El problema terminológico en la ciencia se manifiesta antes que nada a propósito del propio nombre que una disciplina constituida debe adoptar. Y por lo que concierne a la nuestra ese es el que primero vamos a abordar. Se ha dicho a menudo que el empleo de una misma palabra para designar tanto una realidad específica como el conocimiento que se tiene de ella constituiría una dificultad apreciable para el logro de conceptuaciones claras, sin las q no son posibles adelantos en el método y en los descubrimientos d la ciencia. Por lo tanto, siempre que un cierto tipo de estudio de la realidad acaba definiendo con la debida claridad su campo, su ámbito, su objeto, es decir, el tipo de fenómenos a estudiar y se va perfilando su forma d penetrar en ellos, o sea, su método, surge la necesidad de establecer una distinción, relativa al menos, entre ese campo mismo q s pretende conocer -ya sea la sociedad, la composición d la materia, la vida, los números, la mente humana, etc. y el conjunto acumulado d conocimientos y d doctrinas sobre tal campo. El problema d la creación de un vocabulario específico para un área de conocimiento dada empieza precisamente ahí: en cómo diferenciar en el lenguaje un cierto objeto de conocimiento y la disciplina cognoscitiva que se ocupa de él. Se trata, sencillamente, de dotar a cada disciplina de un apelativo genérico que describa bien su objeto y el carácter de su conocimiento. Los nombres de las ciencias se inventan; eso es lo que ocurrió a partir del siglo XVIII. Es frecuente así que el nombre de muchas ciencias nacidas de la expansión de los conocimientos desde entonces se haya compuesto de una partícula descriptiva de la materia, a la que se ha añadido un sufijo que es un neologismo calificativo común: logía, tomado del griego logos. Sociología, psicología, geología, etc. O, a veces, grafía, descripción. Pero hay parcelas del conocimiento mucho más clásicas con nombres particulares: la física es un buen ejemplo de antigua denominación griega, aplicada ya por Aristóteles. Y hay aún otro fenómeno no inusual tampoco: el de que el nombre de una disciplina haya acabado creando un adjetivo nuevo para designar la realidad que estudia: la implantación de la psicología ha acabado creando el término «psicológico», la geología el término «geológico», la geografía, «geográfico». El nombre de una ciencia determinada, constituido por un neologismo, ha dado lugar, a veces, a un nombre distintivo para el tipo de realidad de la que se ocupa. Anfibología del término «historia» Las someras consideraciones que hemos hecho son útiles para analizar un problema análogo y real de nuestra disciplina, a saber: el de la más adecuada denominación posible para la investigación de la historia y para el discurso histórico normalizado q aquélla produce. La «historiografía» es una disciplina afectada en diversos sentidos por el problema del lenguaje en que se plasma su investigación y su «discurso» Por ello es preciso tratarlo ahora. La cuestión comienza con el hecho, común a otras disciplinas, desde luego, de que una sola palabra, historia, ha designado tradicionalmente dos cosas distintas: la historia como realidad en la que el hombre está inserto y, por otra parte, el conocimiento y registro de las situaciones y los sucesos que señalan y manifiestan esa inserción. Es verdad que el término istorie que empleó el griego Heródoto como título de la mítica obra que todos conocemos significaba justamente «investigación». Por tanto, etimológicamente, una «historia» es una «investigación». Pero luego la palabra historia ha pasado a tener un significado mucho más amplio y a identificarse con el transcurso temporal de las cosas. La erudición tradicional ha aludido siempre a esta incómoda anfibología estableciendo la conocida distinción entre historia como res gestae –cosas sucedidas- e historia como historia rerum gestarum -relación de las cosas sucedidas-, distinción sobre la que llamó la atención por vez primera Hegel. En la actualidad, Hayden White ha señalado que el término historia se aplica «a los acontecimientos del pasado, al registro de esos acontecimientos, a la cadena de acontecimientos que constituye un proceso temporal que comprende los acontecimientos del pasado y del presente, así como 2 los del futuro, a los relatos sistemáticamente ordenados de los acontecimientos atestiguados por la investigación, a las explicaciones de esos relatos sistemáticamente ordenados, etc.». No es esta una confusión pequeña. Fue el pensamiento positivista el que estableció la necesidad de que las ciencias tuviesen un nombre propio distinto del de su campo de estudio. Tal necesidad parece obedecer a la idea típica del positivismo clásico de que primero se descubren los hechos y luego se construye la ciencia, o, lo que es lo mismo, que la ciencia busca, encuentra y relaciona entre sí, «hechos». Existe una ciencia de algo si hay un hecho específico que la justifique, identifique y distinga. Toda ciencia debe tener un nombre inconfundible y de ahí que no se dudara en acudir a todo tipo de neologismos para dárselo. El positivismo buscó la definición de la historia en el descubrimiento, claro está, de un supuesto hecho histórico. El problema terminológico viene, pues, de antiguo: la palabra historia designa, por decirlo de alguna forma, un conjunto ordenado de «hechos históricos», pero designa también el proceso de las operaciones «científicas» que revelan y estudian tales hechos. Que la misma palabra designe «objeto» y «ciencia» puede parecer una cuestión menor, pero en la realidad resulta engorrosa y origina dificultades reales de orden epistemológico. De ahí que también prontamente se ensayase la adopción de un término específico que designe la investigación de la historia. Ahora bien, resulta que el hecho de que el vocablo historia designe al mismo tiempo una realidad y su conocimiento no es el único ejemplo que puede mostrarse de una situación de tal tipo. En realidad, una dificultad análoga afecta a otras disciplinas de la ciencia social y de la natural. En efecto, eso mismo ocurre con la economía, por ejemplo, y el lenguaje común ha hecho que ocurra también en el caso de la psicología, la geología o la geografía: los nombres de las disciplinas, al contrario de lo ocurrido con la historia, han pasado a designar realidades, como hemos dicho. Es frecuente el uso de ciertas palabras con significados múltiples en las ciencias sociales, como ocurre con economía o política, entre otras. Por nuestra parte, y de momento, basta con insistir en el carácter no específico para la historiografía de este problema terminológico. Pero cabe señalar, igualmente, que en la situación referente a la historia no hay razón para que esta polisemia se mantenga, de la misma manera que ha tendido a ser eliminada en el caso de otros vocablos que designan ciencias, como en el caso de la política o politología. Aunque la cuestión no es privativa, ni, tal vez, crucial para la disciplina de la historia, sí es de suma importancia. Cuando hablamos de historia es evidente que no hablamos de una realidad «material», tangible. La «historia» no tiene el mismo carácter corpóreo que, por ejemplo, la luz y las lentes, las plantas, los animales o la salud. La historia no es una «cosa» sino una «cualidad» que tienen las cosas6. Por lo tanto, es más urgente dotar de un nombre inequívoco a la escritura de la historia que heno con las disciplinas que estudian esas otras realidades, que, por lo demás, tienen nombres bastante precisos: óptica, botánica, zoología o medicina. Es primordial dejar enteramente claro, desde la palabra misma que lo designa, qué quiere decir «investigar la historia». No puede negarse que en el caso del estudio de la historia existen razones suficientes para estimar que de una primera dilucidación eficaz de esta cuestión terminológica -y después, naturalmente, de todas las demás- pueden esperarse grandes clarificaciones. La índole no trivial de la cuestión terminológica la manifestaron ya hace tiempo corrientes historiográficas como la de Annales, o la marxista, y ambas han hablado de una «ciencia de la historia». La palabra historia tiene, pues, como se ha dicho, un doble significado al menos. Pero, a veces, se han introducido palabras o giros especiales para expresar sus diversos contenidos semánticos. Así ocurre con la clara distinción que hace el alemán entre Historie como realidad y Geschichte como conocimiento de ella, a las que se añade luego la palabra 3 Historik como tratamiento de los problemas metodológicos. Jerzy Topolsky ha señalado que la palabra historia, aunque sea sólo usada para designar la actividad cognoscitiva de lo histórico, encierra ya un doble significado: designa el proceso investigador, pero también el resultado de esa investigación como «reconstrucción en forma de una serie de afirmaciones de los historiadores sobre los hechos pasados»7. Si bien es esta una sutileza innecesaria, pues no hay investigación lógicamente separada de una construcción de sus resultados, la observación ayuda a comprender las consecuencias no triviales de esa continua anfibología. En definitiva, Topolsky acaba distinguiendo tres significados de la palabra historia: los «hechos pasados», las «operaciones de investigación realizadas por un investigador» y el «resultado de dichas operaciones de investigación».. En algunas lenguas, añade Topolsky, el conocimiento de los hechos del pasado ha sido designado con otra palabra, la de historiografía. Y es justamente en tal palabra en la que queremos detenernos aquí con mayor énfasis. Afirma también Topolsky que la palabra en cuestión tiene un uso esencialmente auxiliar, en expresiones como «historia de la historiografía», a la que podríamos añadir otras como «historiografía del tomate» o «historiografía canaria», por ejemplo. Ese sentido auxiliar, que señala Topolsky, no empaña, a nuestro juicio, la ventaja de que la palabra historiografía tiene una significación unívoca: «sólo se refiere al resultado de la investigación». Y ello respeta su etimología. Sin embargo, continúa este autor, al no indicar ningún procedimiento de investigación, el término no ha encontrado una aceptación general, «ni siquiera en su sentido más estricto». Por ello «la tendencia a emplear el término historia, más uniforme, es obvia, a pesar de que supone una cierta falta de claridad»8. « Historiografía»: investigación y escritura de la historia Topolsky ha señalado de forma precisa, sin duda, el problema, pero no ha propuesto una solución. Nos parece hoy plausible que una palabra ya bien extendida como historiografía sea la aceptada. La palabra historiografía sería, como ya sugiere también Topolsky, la que mejor resolviera la necesidad de un término para designar la tarea de la investigación y escritura de la historia, frente al término historia que designaría la realidad histórica. Historiografía es, en su acepción más simple, «escritura de la historia». E históricamente puede recoger la alusión a las diversas formas de escritura de la historia que se han sucedido desde la Antigüedad clásica. Se puede hablar de «historiografía griega», «china» o «positivista », por ejemplo, para señalar ciertas prácticas bien identificadas de escribir la historia en determinadas épocas, ámbitos culturales o tradiciones científicas. Historiografía sería la actividad y el producto de la actividad de los historiadores y también la disciplina intelectual y académica constituida por ellos. Es la solución propuesta, dice Ferrater Mora, para despejar la ambigüedad entre los dos sentidos principales de la palabra historia. Ello tendría que ser suficiente, añade, «pero no ocurre así». Tal es la significación que le dio a la palabra uno de los primeros teóricos de nuestra disciplina en sentido moderno, Benedetto Croce, en su Teoría e historia de la historiografía; en italiano Storiografia tiene el sentido preciso de escritura de la historia. Ese es el uso que le atribuye también Pierre Vilar en sus más conocidos textos teóricos y metodológicos. Por su parte, J. Fontana ha utilizado la palabra en su acepción enteramente correcta, al hablar en un texto conocido de «la historiografía (esto es, la producción escrita acerca de temas históricos)»10. En el mundo anglosajón, esta palabra fue introducida con la misma acepción que le damos nosotros por el filósofo W H. Walsh, autor de una obra básica en la «filosofía analítica» de la historia11, y es de uso común en lengua inglesa. A veces se ha propuesto otro vocablo para cumplir esta función: historiología. Es innegable que desde el punto de vista filológico, tal palabra desempeñaría a la perfección la tarea de designar a la 4 «ciencia de la historia». Pero posee, sin embargo, un matiz demasiado pretencioso: el de suponer que la investigación de la historia puede considerarse, sin más, una «ciencia». Fue Ortega y Gasset quien propuso el empleo de ese término de «historiología» como designación de una actividad que él creía imprescindible: «no se puede hacer historia si no se posee la técnica superior, que es una teoría general de las realidades humanas, lo que llamo una historiología». «Historiología» es empleada también, en el sentido que aquí señalamos, como investigación de la historia, por algunos filósofos más, mientras que, por el contrario, ciertos historiadores la han empleado en el sentido de reflexión metahistórica que le da Ortega, así Claudio Sánchez Albornoz o Manuel Tuñón de Lara. Pero la palabra historiología no es válida para nuestro propósito. Introduce más dificultades semánticas que las que resuelve. Jean Walch ha hecho unas precisiones sumamente interesantes a propósito del uso de las expresiones historia e historiografía14. Para Walch, el recurso a los diccionarios antiguos o modernos en cualquier lengua no nos resuelve el problema de la distinción entre estas dos palabras. Señala como muy sutil la ayuda que buscó Hegel en el latín -res gestae, historia rerum gestarum- para distinguir entre las dos facetas. Pero la epistemología debe proceder con principios más estrictos que el lenguaje ordinario. Por lo tanto, propone Walch que, en todos los casos en que pueda existir ambigüedad, se acepte el término «historia» «para designar los hechos y los eventos a los cuales se refieren los historiadores» y el de historiografía cuando se trata de escritos -«celui d'historiographie lorsque il s'agit d'écrits»-. Esto ilumina con gran claridad el modo en que dos palabras distintas pueden servir, efectivamente, para designar dos realidades distintas: historia la entidad ontológica de lo histórico, historiografía el hecho de escribir la historia. Ahora bien, los «malos usos» de la palabra historiografía son también frecuentes. Ciertos autores, especialmente de lengua francesa, han atribuido a la palabra «historiografía» significaciones que su sencilla etimología no autoriza y que complican de forma enteramente innecesaria y hacen equívoca su originaria significación. Naturalmente, tales errores de los franceses han sido de inmediato aceptados por sus imitadores españoles. Existen al menos dos usos impropios de la palabra historiografía y algunas otras imprecisiones menores no difíciles de desterrar, en todo caso. El primero es el uso de historiografía en ocasiones como sinónimo de reflexión sobre la historia, al estilo de lo que hacía Ortega y Gasset con la palabra historiología. El segundo es la aplicación, como sinónimo y apelativo breve y coloquial, para designar la historia de la historiografía, cuando no, como se dice en alguna ocasión también en medios franceses, la historia de la historia. El hecho de que estos usos, cuya misma falta de univocidad denuncia ya una notable falta también de precisión conceptual en quienes los practican, hayan sido propiciados por algunos historiógrafos de cierto renombre hace que hayan sido repetidos de forma bastante acrítica. Tan celebrado autor como Lawrence Stone llama «historiografía», por ejemplo, a un conjunto variopinto de reflexiones sobre historia de la historiografía, el oficio de historiador, la prosopografía y otras instructivas cuestiones. Si el primero de los usos puede patentizar el escaso aprecio y frecuentación que los historiadores hacen de tal reflexión teórica, de forma que deben emplear una palabra específica para designarla (algo así como si a la teoría sociológica se la llamara de forma específica «sociografía» o, tal vez, «sociomanía», o a la teoría política «politografía»), el segundo procede, entre otras cosas, de la difusión de algunos libros malos, como el de C. O. Carbonell17, que ha tenido en su versión española mucha más difusión de la merecida. En ciertos textos se confunde el uso sencillo y etimológicamente correcto de historiografía como «escritura de la historia» con el uso de tal palabra para designar «la historia de la escritura de la historia», es decir con la historia de la historiografía. El vocablo historiografía sustituye entonces a la expresión «historia de la historiografía». Un caso algo llamativo también es el presentado por Helge Kragh que para diferenciar los dos usos de la palabra historia acude a fórmulas como H1, el curso de los acontecimientos, y H2, el conocimiento de ellos. En cuanto a la palabra historiografía reconoce que se emplea en el sentido de H2, pero que «también puede querer decir teoría o filosofía de la historia, es decir, reflexiones teóricas acerca de la naturaleza de la historia», en lo que lleva razón y nos facilita una muestra más de la 5 confusión de la que hablarnos18. Estos usos tergiversadores son y han sido bastantes frecuentes también en la historiografía española, aunque no sean universales. Dos ejemplos característicos por su procedencia bastarán para dar una idea. Un autor muy conocido en su tiempo, el padre jesuita Zacarías García Villada, decía en un libro metodológico muy recomendado que «historiografía» significaba «arte o modo de escribir la historia», es decir, designaría una especie de preceptiva de los estilos de escribir la historia, lo que no deja de ser una curiosa y rebuscada definición19. Otro autor español más reciente incluye sin ningún empacho la «historiografía» entre «las llamadas ciencias auxiliares de la historia» junto a geografía, epigrafía y bibliografía (sic) entre otras20. En definitiva, la confusión de historiografía con «reflexión teórico-metodológica sobre la investigación de la historia» (teoría de la historiografía, hablando con rigor) o con «historia de los modos de investigar y escribir la historia» (historia de la historiografía), aunque no sea, como decimos, una cuestión crucial en la disciplina, sí representa, a nuestro parecer, un síntoma de las imprecisiones corrientes en los profesionales y los estudiantes de la materia. De hecho, la palabra historiografía ha sido aplicada a cosas aparecidas modernamente -teoría de la historia e historia de la historiografía- para las que faltaba una designación adecuada, violentando absolutamente su etimología. La palabra, por lo demás, no presenta concomitancia ni confusión alguna con la «filosofía de la historia», actividad que, ocioso resulta señalarlo, los historiadores no cultivan. Pese a lo dicho, la palabra historiografía no es en modo alguno universalmente mal empleada. Importantes historiadores, de reconocida influencia y de dedicación persistente, además, a los temas de índole teóricometodológica, la han utilizado siempre en su sentido correcto -Georges Lefebvre, Vilar, Kuhn, Samuel, Fontana, Topolsky, etc.-. Es ese magisterio el que debe imponerse. El lenguaje de la historiografía La cuestión del nombre no es el único problema terminológico en el estudio de la historia. La investigación histórica prácticamente no ha creado un lenguaje especializado, lo que es también un síntoma del nivel de mero conocimiento común que la historiografía ha tenido desde antiguo como disciplina de la investigación de la historia. Apenas existen términos construidos historiográficamente para designar fenómenos específicos. Algunas connotaciones cronológicas -expresiones como «Edad Media »-, algunos calificativos y categorías para determinadas coyunturas históricas -como «Renacimiento»-, formas de sociedad -como «feudalismo »-, y otras escasas conceptuaciones como «larga duración», «coyuntura », y poco más, son términos que no proceden del lenguaje común y que han surgido y se han consolidado como producto de la actividad investigadora de la historiografía. Pero es preciso advertir de inmediato algo importante para evitar confusiones: la creación de un lenguaje especializado, incluso si es un lenguaje formal o matemático de bajo nivel, no es en absoluto inexcusable para construir una disciplina. Puede existir una disciplina social basada en el empleo del lenguaje común siempre que sea capaz de «conceptualizar » adecuadamente su objeto de estudio. Hay que reconocer, sin embargo, que lo habitual es que el desarrollo de las ciencias lleve a la construcción de lenguajes particulares, con un alto contenido de términos propios. En realidad, la cuestión del vocabulario específico de los historiadores no preocupó de manera directa a nadie hasta que se llegó a un cierto grado de madurez disciplinar, que no aparece antes de la reacción anti 6 positivista representada arquetípicamente por la escuela de Annales. Fuera de ello, sólo el lenguaje del marxismo tuvo siempre peculiaridades propias. Pero sobre la necesidad de un lenguaje especializado nunca ha habido unanimidad. Los propios componentes de la escuela de los Annales estaban divididos sobre el asunto. Lucien Febvre llamaba la atención sobre la posición adoptada al respecto por Henri Berr que propugnaba la permanencia del «privilegio» de la historia de «emplear el lenguaje común». Por tanto, es pertinente hacerse una pregunta como esta: ¿qué lenguaje emplea la historiografía? Ahora bien, acompañada de esta otra: ¿pero es importante la existencia de un lenguaje propio y peculiar para la investigación de la historia? Respecto a lo primero, la respuesta no es difícil: los historiadores han empleado siempre el lenguaje común y cuando han querido perfeccionarlo han recurrido al lenguaje literario. Por ello no debe extrañarnos que una parte importante de la actual crítica lingüística y literaria postmodernista haya entendido que «la historia» es una forma más de la representación literaria21. Cuando la historiografía ha sido propuesta como actividad «científica», el perfeccionamiento de su expresión ha venido propiciado por el recurso cada vez mayor al lenguaje de otras ciencias sociales. El nombre de los fenómenos y las categorías que estudia la historiografía han sido acuñados muy frecuentemente en otras ciencias. El acervo común de las ciencias sociales posee hoy conceptos descriptivos de uso general: revolución, estructura, cultura, clase, transición, estancamiento, capitalismo, etc., y algunos otros conceptos heurísticos: modo de producción, acción social, cambio, sistema, que la historiografía emplea de la misma forma que otras disciplinas sociales. Así, pues, el lenguaje que emplea la historiografía no es en manera alguna específico de ella, pero ¿es esto un problema? Creemos que no. Acerca de si la investigación de la historia debería crear su propio lenguaje la respuesta tiene que ser matizada. Por sí mismo, el objetivo sistemático de crear un vocabulario carece enteramente de sentido y nadie podría proponerlo de manera sensata. La cuestión es otra: la aparición de nuevas formas de teorización del conocimiento de la historia, la aparición de progresos metodológicos generales o parciales o, lo que resulta más inmediato, la exploración de nuevos campos o sectores o, en último caso, la aplicación de nuevas técnicas, es lo que habrá de dar lugar a un cambio en el vocabulario aceptado. Hay ejemplos evidentes de ello: la aparición o uso frecuente de sustantivos y adjetivos de significación más o menos precisa como microhistoria, ecohistoria, prosopografía, mentalidad, sociohistoria, etc. La vitalidad de una disciplina se muestra, entre otras cosas, en su capacidad para crear un lenguaje, como hemos dicho. Hay que hacer, por tanto, la propuesta teórico-metodológica de que los esfuerzos por la formalización real de una disciplina historiográfica no olviden nunca la relación estrecha entre las conceptualizaciones claras y operativas y los términos específicos en que se expresan. Pero es una cuestión que no puede sino quedar abierta. Nadie puede pretender tener una solución a la mano. Las insuficiencias teórico-metodológicas en la historiografía A poco que se observe el panorama, aparece clero que la fundamentación teórica y metodológica de la historiografía parece estar hoy mucho menos establecida y desarrollada comparativamente que en la práctica totalidad de las demás ciencias sociales. Sin embargo, el intento de fundamentar teóricamente la especificidad y la irreductibilidad del conocimiento 7 de la historia y de definir las reglas fundamentales de su método -lo que puede compararse con el intento que emprendió Émile Durkheim para el caso de la sociología22- tiene unos orígenes notablemente antiguos. Y ello por no referimos a la antigüedad que tiene también la actividad misma de historiar que cuenta en la cultura occidental, como es de sobra conocido, con un hito y mito fundacional en la figura y la obra de Heródoto de Halicarnaso23. Es bien distinta la situación en otras ciencias sociales, donde «mitos» como los de Adam Smith en la economía o de Auguste Comte en la sociología tienen poco de comparable con el de Heródoto. Pero, tal vez, la misma antigüedad de las manifestaciones de la escritura de la historia y de las formas históricas que tal escritura ha adquirido, desde la cronística a la «historia filosófica», es lo que ha propiciado que la fundamentación científica y disciplinar de la historiografía haya tenido, como decimos, un derrotero tan poco concluyente. Es cierto, sin embargo, que, desde el siglo XVIII para acá, no han faltado los esfuerzos, y los logros, por parte de historiadores, escuelas historiográficas, investigadores sociales y filósofos, para la construcción de una disciplina de la investigación histórica más fundamentada. ¿Por qué entonces el grado de formalización, coherencia y articulación de esa disciplina del conocimiento de la historia, es decir, de la historiografía, es menor que en otras ramas paralelas de la ciencia social? Esperamos que a lo largo de esta obra puedan aportarse ciertos esbozos de respuesta a esa pregunta, en la que no es posible detenernos ahora con más profundidad. Quizás deba señalarse que en el mundo de los propios historiadores ha tardado mucho en manifestarse un verdadero espíritu científico, más o menos fundamentado24. La verdad es que la historiografía no ha desterrado nunca enteramente, hasta hoy, la vieja tradición de la cronística, de la descripción narrativa y de la despreocupación metodológica. Así ocurre que no pocas veces la producción teóricometodológica, o pretendidamente tal, sobre historia e historiografía, la publicación de análisis sobre la situación, significación y papel de la historiografía en el conjunto de las ciencias sociales, la «filosofía» de la historia y de su conocimiento, no es obra de historiadores sino de otro tipo de estudiosos: filósofos y filósofos de la ciencia, metodólogos, teóricos de otras disciplinas sociales, etc. El historiador británico Raphael Samuel se ha referido a esta situación diciendo que «los historiadores no son dados, al menos en público, a la introspección sobre su trabajo y, exceptuando los momentos solemnes, como las conferencias inaugurales, por ejemplo, evitan la exposición general de sus objetivos. Tampoco intentan teorizar sus investigaciones»25. Carlo M. Cipolla lo dijo de manera parecida: «El aspecto metodológico en el que los historiadores han quedado cojos es el de la teoría... Los historiadores se han preocupado muy pocas veces de explicar, no sólo frente a los demás, sino también para sí mismos, la teoría a partir de la cual recomponían los datos básicos recogidos»26. Hay filósofos, en suma, que insisten en que los historiadores actuales «no suelen plantearse problemas de método»27. La verdad es que hemos atravesado tres decenios casi, desde 1945 a 1975, de continuo adelanto de la historiografía en el contexto siempre de un progreso espectacular de las ciencias sociales en su conjunto. Pero ello, en nuestra opinión, no ha sido suficiente. El progreso de la historiografía como disciplina y, lo que no es menos importante, el progreso de la enseñanza de los fundamentos de esa disciplina en las aulas universitarias, distan de ser evidentes. Todo lo cual, 8 en definitiva, justifica la impresión global de que en la historiografía no acaba de desterrarse definitivamente toda una larga tradición de «ingenuismo metodológico», que constituye una de las peores lacras del oficio. El «metodólogo» es entre los historiadores un personaje sospechoso de superfluidad o, cuando menos, un espécimen atípico. En tiempos, como los posteriores a la segunda guerra mundial, de espectacular auge de lo que llamamos «ciencia social» en su conjunto, no ha sido excesivamente habitual tratar sobre los fundamentos de la historiografía, aunque ello parezca paradójico. Un texto como este, de introducción teórico-metodológica al conocimiento de la historia, o manual introductorio a la práctica de la investigación historiográfica, debe partir, en consecuencia, de dos supuestos básicos como los que siguen: Primero: toda formación teórica mínima del historiador tiene que basarse en un análisis suficiente de lo que es la naturaleza de la historia, de lo histórico. El tratamiento de ese tema tiene que yuxtaponerse inexcusablemente con el de qué conocimiento es posible de la historia. Los historiadores rara vez reflexionan sobre la entidad de la historia. Sin embargo, puede aducirse el ejemplo de otras ciencias sociales, como la sociología, en la que la «ontología del ser social» constituye siempre un tema teórico recurrente28. Además de reflexionar sobre la práctica historiográfica y producir «estados de la cuestión», que es a lo que los historiadores acostumbran, es ineludible repensar la idea misma de historia; es decir, hacer una reflexión sobre la teoría y no sólo sobre la práctica, por muy importante que ésta sea. Y no debe temerse que esas reflexiones, que el historiador no puede en absoluto dejar de hacer, se confundan con la «filosofía de la historia». El peligro de ello es pequeño. Segundo: la articulación de una buena formación historiográfica tiene que estar siempre preocupada también de la reflexión sobre el método. El método es considerado muchas veces como poco más que un conjunto de recetas; en otras ocasiones el historiador es incapaz de poco más que describir los pasos que sigue en su trabajo o los que siguen los demás. El método, advirtámoslo desde ahora, debe ser entendido como un procedimiento de adquisición de conocimientos que no se confunde con las técnicas -cuyo aprendizaje es también ineludible-, pero que las emplea sistemáticamente. En suma, la reflexión sobre la disciplina historiográfica es clave en la preparación del historiador, aunque no sea, por desgracia, frecuente. Y es preciso eliminar radicalmente de ese tipo de reflexiones toda tentación retórica y todo convencionalismo trivializador29. La formación científica del historiador Entre los años treinta y ochenta de este siglo la historiografía ha realizado espectaculares y decisivos avances en su perfeccionamiento como disciplina30. Esos progresos aportaron sus más relevantes contribuciones entre 1945 y 1970, cuando surgieron y se desarrollaron algunas nuevas ideas expansivas, orientaciones más variadas de la investigación y realizaciones personales de algunos investigadores, todo ello de brillantez insuperada. Se produjo en estos años el florecimiento múltiple de la herencia de la escuela de los Annales, la expansión general de activas e innovadoras corrientes del marxismo31, o la renovación introducida en los métodos y los temas por la historia cuantitativa y cuantificada, mucho más importante de lo que han dicho bastantes de sus críticos tardíos32. Junto a todo ello, una de las dimensiones determinantes de ese progreso fue el acercamiento a otras disciplinas sociales. Todos estos avances han creado, sin duda, una tradición historiográfica 9 que, por encima de modas o de crisis coyunturales, parece difícilmente reversible. Ahora bien, a pesar de tales considerables progresos, sobre cuya base se ha apoyado hasta el momento una buena parte de la actividad directa de producción y de investigación académica, es cierto que la historiografía no ha culminado aún el proceso de su conversión en una disciplina de estudio de lo social con un desarrollo equiparable al de sus vecinas más cercanas. No ha acabado de completar la creación o la adopción de un mínimo corpus de prácticas o de certezas «canónicas», cuando menos, o, como paso previo a ello, no ha culminado la adopción, por encima de escuelas, posiciones, ideologías y prácticas concretas, de un acuerdo mínimo también sobre el tipo de actividades teóricoprácticas que conformarían básicamente la «disciplina» de la historiografía. Echamos de menos, sin duda, una unidad básica de la disciplina historiográfica, pero en modo alguno debe ello confundirse con una proposición de monolitismo doctrinal, teórico o metodológico. No se trata, en efecto, de propugnar para la historiografía lo que podríamos llamar el paradigma único. Hoy, después de unos años de transformación y de progreso indudable de las prácticas y las doctrinas del historiar, estamos en una situación en la que no se producen hallazgos de suficiente generalidad como para que representen vías plausibles para ulterior avance. Lo que el panorama muestra es una cierta detención de las innovaciones, un cierto escolasticismo temático y formalista, volcado a veces hacia la historia de trivialidades -la historia light- , un neonarrativismo, aun cuando con cierta inclinación etnológica, que tiene mucho más de revival, efectivamente, que de innovación, el interminable epigonismo de la historiografía francesa de los Annales, cuando no esa especie de huida hacia adelante que parecen significar algunas posiciones recientes más dilettantes que efectivas. Son palpables, por lo demás, las tendencias que apuntan hacia una disgregación de los elementos tenidos hasta ahora por básicos en la conformación disciplinar de la historiografía. Las historias sectoriales del tipo de la económica e, incluso, la social, y las historias temáticas, como las de la ciencia, la educación, la filosofía, tienden a escapar del tronco común de la disciplina historiográfica para convertirse en ramas específicas de las disciplinas a las que se refiere su «tema», lo que no hace sino reforzar aún más una penosa propensión al gremialismo. Otras veces se ha denunciado recientemente la invasión de su campo por prácticas que en ciertos momentos han mostrado una gran vitalidad expansiva33. Sobre ello volveremos más adelante. Por tanto, en un ambiente que parece de crisis real, nada más urgente que abordar en profundidad el problema de la adecuada preparación de los historiadores. Insuficiencias actuales en la profesionalización del historiado r El primer esfuerzo para una eficaz renovación en los presupuestos y las prácticas historiográficas debería tender a la consecución de un objetivo pragmático y absolutamente básico: la revisión del bagaje formativo del que se dota hoy al historiador. La preparación universitaria del historiador tiene que experimentar un profundo cambio de orientación si se quiere alcanzar un salto realmente cualitativo en el oficio de historiar. Todo progreso efectivo en la disciplina historiográfica, en cualquiera de sus múltiples ramas, pasa por un perfeccionamiento continuo de la formación científica del historiador. Lo inadecuado de la formación que de hecho reciben hoy los estudiantes de historia en las instituciones universitarias 10 es evidente. Los argumentos principales en que se fundamenta la sensación de indigencia intelectual que ofrece esa preparación universitaria no son difíciles de enumerar. Una exposición, sin pretensiones de exhaustividad desde luego, tendría que señalar, por lo pronto, dos aspectos claros del problema. Primero, la nula preparación teórica y científica que recibe el aspirante a investigador de la historia, a historiador34. Segundo, la nula enseñanza de un «oficio» que se procura en los centros universitarios. Es palpable que esta doble carencia se inserta en un contexto que se extiende a otras muchas carencias de la universidad actual y que puede concretarse también, por otra parte, en lo que se refiere a la enseñanza y preparación en las ciencias sociales y en las llamadas «humanidades». Pero limitémonos en este momento a hablar por separado de cada uno de esos dos componentes formativos. Cuando hablamos de la formación teórica que se procura hoy en la universidad a un historiador nos estamos refiriendo, en realidad, a algo que puede decirse sencillamente que no existe. No ya no existe una preparación «teórica» planificada y regulada, sino que ni siquiera hay, al menos de forma clara, una idea dominante acerca del «campo» científicosocial o humanístico dentro del cual debe procurarse la formación del historiador. Conviene no perder de vista que el estudiante de historia hoy recibe una formación que en nada se parece en los aspectos teóricos básicos y en los técnicos a la que recibe el estudiante de sociología, antropología o psicología, por ejemplo, por no hablar del de economía. Por desgracia, no existe una conciencia general entre los profesionales de la historiografía acerca de la importancia crucial que encierra el establecimiento de un objetivo planificado para dotar al historiador de una formación científico-social amplia y sólida, completa, que haga de él un auténtico experto en la investigación social, antes de adentrarle en una específica formación historiográfica. Es evidente, desde luego, que problemas de ese mismo tipo afectan, y de manera grave, a otras profesionalizaciones en determinadas ciencias sociales. No es ocioso advertir, sin embargo, que el asunto de la inadecuación de la formación historiográfica es un caso, tal vez el más extremo, de las deficiencias estructurales y operativas de la enseñanza y práctica de las ciencias sociales en España, campo este en el que abundan mucho más los mitos beatíficos, los ídolos de los medios de comunicación, que los científicos serios. El segundo aspecto de los señalados es tan claro como el precedente y no menos relevante que él. Nuestra situación actual es de ausencia prácticamente total en la formación del historiador de una mínima enseñanza de un «oficio», oficio cuyas destrezas tendrían que atender tanto a una formación en principios y presupuestos como en métodos; tanto a las «técnicas» como a la capacidad discursiva. La enseñanza de la historiografía en la universidad tiende muchas veces a reducirse casi a un mero verbalismo -no siempre, naturalmente-, a una exégesis de la producción escrita existente, a una lectura de «libros de historia», de información eventual, y no a la transmisión de tradición científica alguna. Es verdad que suelen existir asignaturas que versan, con uno u otro nombre, sobre la «teoría», los «métodos» de la historia y la «historia de la historiografía», a veces en el seno de notables confusiones en el lenguaje, los medios y los objetivos de trabajo. Los nuevos planes de estudios establecen, tras no pocas dudas, que asignaturas de ese tipo sigan impartiéndose. Puede temerse que la teoría de la historiografía y los métodos historiográficos, lejos de constituirse, como sería imprescindible, 11 en materias absolutamente estructurales en la formación del historiador, sigan siendo, por el contrario, materias periféricas, meramente complementarias y por lo general muy mal impartidas35. La conclusión, en definitiva, no puede ser muy optimista: los historiadores salidos de nuestras universidades carecen, por lo común, de teoría y de método. La formación recibida es puramente memorística y más que mediocre. Seguramente nos queda aún un largo camino por recorrer hasta que haya un convencimiento común de que el oficio de historiar no es el de «contar historias», obviamente, por más de moda que esté hoy semejante visión. Ni aun cuando esas historias reflejaran de verdad, lo que es muy improbable, las cosas «como realmente sucedieron». Un asunto es la narración de eventos, aun cuando sea una narración documentada -y documentar la narración es el primer requerimiento del oficio del que hablamos-, y otra es el «análisis social desde la dimensión de la historia», que es lo que constituye, creemos, el verdadero objetivo de la historiografía. Por tanto, la formación del historiador habrá de orientarse, en primer lugar, hacia su preparación teórica e instrumental para el análisis social, haciendo de él un científico social de formación amplia, abundante en contenidos básicos genéricos referentes al conocimiento de la sociedad. Y en modo alguno ello debe ir en detrimento de la formación humanística, como hemos señalado, puesto que sólo así la formación en la disciplina historiográfica tendrá un cimiento adecuado y podrá ser transmitida con todo su valor. Humanidades, ciencia y técnicas De manera práctica y concreta, puede decirse que en la formación del científico social hoy, comprendiendo entre ellos sin ninguna duda al historiador, habrían de estar incluidas en una síntesis correcta tres dimensiones básicas: la de la formación humanística, la científica y la técnica. En primer lugar, la formación humanística, la verdadera formación humanística y no el tópico de las «humanidades», que es un mero revoltijo de materias «de letras», debería consistir en el currículum del historiador, como el de cualquier otro científico social, en un conocimiento suficiente de la cultura clásica, donde tenemos nuestras raíces. Las lenguas, aunque fuera de forma somera, la historia y el pensamiento clásicos, es decir, una formación filológica adecuada. Pero más importante aún que ello sería la formación filosófica. ¿Cómo puede accederse al lenguaje científico sin una mínima formación filosófica? Especialmente la lógica y la teoría del conocimiento son imprescindibles para todo científico social y, por tanto, para el historiador. Un científico social no podrá nunca prescindir del humanismo clásico, y de la disciplina intelectual que representa el hábito filosófico, pero éstos por sí solos tampoco explican lo social y lo histórico. Por ello hablamos también de una formación científica. Una formación en los principios básicos de la ciencia social parece irrenunciable. Y ello empezaría por una familiaridad suficiente con los principios del conocimiento científico y con los consiguientes fundamentos del método. Tal formación científico-social genérica y amplia debe atender a que, en nuestro caso, el historiador no ignore la situación de aquellas ciencias sociales más cercanas a la historiografía, cuando menos, y, si es posible, incluso se mueva en ellas con soltura, dado que del conocimiento algo más que rudimentario de ciertas ciencias sociales podrá depender en parte la especialización concreta que el historiador pretenda. Pero aquello que debe presidir esta sistemática puesta a punto de la formación científica del historiador es precisamente el aspecto más generalizante, 12 más global, de lo que constituye la ciencia de la sociedad, es decir, la teoría aplicada del conocimiento de lo social, o la teoría de la ciencia aplicada a la ciencia social. La formación en los fundamentos lógicos y epistemológicos de la ciencia debe ir acompañada de una formación eficaz en métodos de investigación social de orientación diversa, y en técnicas que irían desde la archivística a la encuesta de campo. En lo dicho nadie podría ver una minusvaloración del hecho de que es, naturalmente, la propia formación historiográfica específica el objetivo último y central de cualquier reforma del sistema de preparación de los jóvenes historiadores. En todo caso, una formación humanística, teórica, metodológica y técnica adecuadas es lo que cabe reclamar desde ahora para establecer un nuevo perfil del historiador, sin perjuicio de las especializaciones que la práctica, sin duda, exigirá. No es ningún despropósito extraer de todo esto como recapitulación la idea de que es preciso hacer de la teoría historiográfica el centro de la formación disciplinar y de la metodología de la investigación histórica un hábito de reflexión que acompañe a toda la preparación empírica y técnica. En este sentido, serían aquí pertinentes un par de proposiciones más que remachen lo que llevamos expuesto. La primera es la de que, como ocurre en el aprendizaje de la mayor parte de las otras ciencias sociales, la formación «teórica» ha de ocupar un lugar central y ha de armonizarse con la «información» y con las técnicas del «oficio». La segunda propuesta se refiere a la lectura que es preciso hacer de las relaciones entre el historiador y las disciplinas de su entorno. Tenemos ahí un problema real de soluciones cambiantes donde la opinión de cada cual debe presentarse sin complejo alguno. La relación entre la historiografía y las demás ciencias sociales ha dado lugar a situaciones bien diversas. Una paradigmática es, sin duda, la de la Francia de los años cincuenta y sesenta donde la hegemonía de la escuela de Annales impuso la hegemonía de la historiografía. Pero la contraria es la de los Estados Unidos casi por esas mismas fechas, donde difícilmente la investigación histórica convencional pudo ser tenida como una práctica científica. Los gremialismos de los profesionales de unas y otras materias no han hecho normalmente sino dificultar las relaciones. La historiografía está, a nuestro modo de ver, en condiciones de aparecer en el conjunto de las ciencias sociales sin ningún elemento de distinción peyorativa o de situación subsidiaria. La definición «científica» de la investigación social se presenta problemática para todas las ciencias sociales. La efectiva práctica de las dos recomendaciones contenidas en las proposiciones anteriores significaría un importante cambio de perspectiva. Obligaría a aceptar definitivamente que la función básica de la formación de un historiador es la de inculcar en éste no, en modo alguno, el conocimiento de lo que sucedió en la historia; eso está en los libros..., sino cómo se construye el discurso historiográfico desde la investigación de aquélla. Todo esto es plausible aunque, de la misma manera, deba aceptarse que la función de las facultades universitarias no sea únicamente la de formar investigadores. La enseñanza de las prácticas de tipo científico se basa en eso: conocer la química es saber cómo son los procesos químicos, no qué productos químicos existen. Es en el curso del aprendizaje de las técnicas de construcción del discurso histórico como se aprende ese mismo discurso, y no al revés; se aprenden, ciertamente, los hechos, pero sobre todo cómo se establecen los hechos... Y es que los jóvenes historiadores que hoy salen de nuestras facultades universitarias son, por lo general, víctimas del «ingenuismo» teórico y metodológico del que hemos hablado y que allí se les inculca. Ello ha sido denunciado por no pocos grandes maestros de nuestra profesión, pero nunca puede considerarse suficiente. Aún siguen siendo de uso común aserciones como la de que «no se puede responder exhaustivamente a la pregunta sobre qué es la historia, por lícita que ésta sea, si no se pasa por el plano estrictamente filosófico». El remitir a los filósofos las respuestas que el historiador mismo tiene que buscar, sin filosofar, es el más persistente ejemplo de «ingenuismo». Nuestros licenciados, por lo demás, apenas tienen noción, como hemos dicho, de lo que es el lenguaje de las ciencias de la sociedad, siendo así que la historiografía no tiene otro sentido que el de ciencia de la sociedad. Pero no deben ser acusados por ello: s les ha educado así. Como dijo con agudeza y con extremo acierto Philip Bagby: «A fin de cuentas toda su preparación ha consistido en concentrarse en los hechos singulares y obtener descripciones coherentes que sean agradables y sugestivas tanto como fácticamente cuidadosas», añadiendo después que la educación de muchos historiadores ha sido «por desgracia y exclusivamente, humanística» y que, ejemplificándolo en el caso de Arnold Toynbee, el historiador «se ha visto privado de los intrumentos que necesitaba para la tarea elegida por él mismo»37. 13 2. EL CONTENIDO DE LA TEORÍA Y LA METODOLOGÍA HISTORIOGRÁFICAS Las diversas ciencias sociales que se cultivan hoy, desde la economía, como más desarrollada, hasta aquellas menos formalizadas y de objeto más restringido, acostumbran a exponer las diversas cuestiones fundamentales de su contenido, de su método y del estado de los conocimientos adquiridos en un tipo de publicaciones que se llaman tratados. «Siempre he soñado con un "tratado de historia" -dice Pierre Vilar, en el primer renglón de un conocido texto sobre cuestiones de vocabulario y método históricos. Y añade-: Pues encuentro irritante ver en las estanterías d nuestras bibliotecas tantos "tratados" d "sociología", d "economía", d "politología", d "antropología", pero ninguno d historia, como si el conocimiento histórico, q es condición d todos los demás, ya q toda sociedad está situada en el tiempo, fuera incapaz d constituirse en ciencia.». En efecto, el núcleo central de los contenidos de cada una de las ciencias sociales -y nos limitamos a las sociales porque ese es nuestro campo concreto aquí- se vierte en los «tratados». En los tratados de bastantes disciplinas -tratados de economía, de sociología, de ciencia política, etc.- aparece el doble tipo de «teoría» que corresponde a las dos dimensiones que una ciencia abarca: su objeto de estudio, por una parte, y la forma de organizar su investigación, por otra. Un tratado de economía o sociología o politología, por ejemplo39, se elabora articulando de forma distinta y con distinto orden cuestiones científicas y cuestiones referentes a la estructura de la propia disciplina, con mayor énfasis en una u otra cosa según los autores, pero casi todos los tratadistas coinciden en desarrollar siempre dos aspectos: a) Una exposición de las principales «doctrinas» de la sociedad, o de la economía o de la política, o de los grandes aspectos de ellas, aportadas por los principales tratadistas de la disciplina, los «clásicos» y los contemporáneos. A este tipo de cuestiones podemos llamarlo teoría constitutiva o científico-constitutiva. b) Una definición de la disciplina, una descripción de sus partes, un intento de mostrar que esta es efectivamente una ciencia y la forma en que trabaja. A ello podríamos llamarle ya teoría disciplinar o formal-disciplinar de una determinada ciencia. Los tratados, por tanto, se ocupan de cosas diversas tales como qué es la disciplina, cuáles son su campo, su objeto y cómo se articulan sus conocimientos; cuál es su método, cuál es su historia y sus problemas o sus logros fundamentales. Estos tratados contienen, en mayor o menor grado «teoría sociológica», «económica» o «politológica» y establecen un panorama que pretende ser completo de la ciencia en cuestión. Un tratado desarrolla una «doctrina sistemática», abordando cuestiones como la socialización, el mercado, la estratificación social, la sociabilidad, la familia, la cultura política y otras instituciones sociales diversas, el cambio social, etc. En tal sentido los tratados desarrollan un gran panorama -no exhaustivo, en general- de la investigación y el estado de los conocimientos de su campo. Penetran, a veces, en subcampos especiales -sociología de las organizaciones, economía de la empresa, control político, etc.- y presentan, en definitiva, una determinada «teoría», que puede limitarse, sin embargo -como ocurre propiamente en los llamados Manuales- a dar cuenta del panorama de las posiciones en competencia, sin pronunciarse por ninguna de ellas. Ahora bien, ¿por qué no se escriben tratados de historia (historiografía)? La respuesta a esta pregunta nos adentra en la discusión de este otro asunto: el de qué se quiere dar a entender cuando hablamos de «un fundamento teórico» para la práctica historiográfica. Los dos componentes de la teoría historiográfica: ¿Es posible, siguiendo con este orden de suposiciones, elaborar un tratado de historiografía? La respuesta no es sencilla y para intentarlo es preciso entrar en argumentaciones que fijen correctamente el asunto. Debe tenerse en cuenta que también en el caso de la historia la reflexión sobre su realidad misma y sobre su conocimiento han sido practicadas, de forma intensa incluso, desde tiempos antiguos. Señalemos que estamos hablando de una reflexión teórica que en manera alguna debe ser confundida con la «filosofía de la historia». No obstante, «teoría» y «filosofía» de la historia han estado históricamente muy relacionadas y hasta amalgamadas en el pensamiento occidental, de la misma manera que tampoco se ha solido distinguir con nitidez entre una teoría de la historia y una teoría de la historiografía. Es cierto, de todos modos, que reflexionar teóricamente sobre la historia equivale ya a una primera «investigación » de ella, equivale a decir qué es y cómo se manifiesta lo histórico ante nuestra experiencia. En consecuencia, ¿qué es y cómo se construye una teoría de la historiografía? Pero, en primer lugar, hora es ya de plantearlo, ¿qué se entiende por teoría? En términos sencillos, se llaman teorías a 14 aquellos con juntos de proposiciones, referidas a la realidad empírica, que intentan dar cuenta del comportamiento global de una entidad, explicar un fenómeno o grupo de ellos entrelazados. El conjunto de proposiciones debe tener una explícita consistencia interna y estar formulada alguna de ellas en forma de «ley» Sobre esta idea habremos de volver más adelante. Sin embargo, con respecto a lo que ahora estamos tratando, hay que advertir que no hablamos ahora de teorías sobre «fenómenos» naturales o sociales, sino que hablamos de fundamentar la «teoría de un conocimiento », es decir, hablamos del comportamiento de una entidad como es el «conocimiento», en este caso, de la posibilidad y realidad del conocimiento de la historia. A esto llamamos en términos generales teoría de la historiografía. La teoría de la historiografía, en el mismo sentido que la teoría de cualquier otra disciplina que se expone, como hemos visto, en un tratado, consta de dos componentes, el científico-constitutivo y el formal-disciplinar, cuyos respectivos objetivos conviene tener siempre muy presentes. La teoría constitutiva En primer lugar, la que llamamos la teoría constitutiva de la historiografía es la que trata de diversos aspectos de un problema único: la naturaleza de lo histórico. Esto quiere decir que tiene que establecer qué es la historia en la experiencia humana, cómo se manifiesta lo histórico, qué representa el tiempo de la historia y cuestiones de ese mismo orden, a las que después nos referiremos con algún mayor detalle. La teoría de la historia, pues de eso es de lo que se habla, es, y ha sido siempre, una cuestión difícil, porque, por lo común, ha estado confundida con el «filosofar sobre la historia». Desde Voltaire al menos, pasando por Kant, Hegel, Marx, Dilthey, Windelband, para llegar luego a los primeros tratadistas, o «preceptistas», de la teoría y el método historiográficos -Droysen, Fustel de Coulanges, Charles Seignobos, Meyer, Bernheim o Lamprecht-, filósofos e historiadores han tratado de encontrar los fundamentos de « lo histórico», la manera de manifestarse la historia y también su «significado». Después, cuando ya en nuestro siglo estaba plenamente constituida una «disciplina» de la historiografía, pensadores sociales, filósofos o historiadores de profesión como Rickert y Weber, para pasar luego a Berr, Simiand, Croce, Ortega, Collingwood, Marc Bloch y otros muchos, han prolongado esa reflexión amalgamándola, muchas veces, con las observaciones sobre los «tipos de historia» existentes, sobre su método y sobre el oficio de historiar. En cualquier caso, la dedicación a especular sobre el «sentido» último de la historia, pero también sobre el contenido de la historiografía, se tuvo -la tuvieron los propios historiadores, ademásdurante bastante tiempo como propia de filósofos, lo que llevaría, en consecuencia, a la identificación de esa teoría historiográfica con una forma de «filosofía» de la historia. Hegel pensaba realmente en sustituir a los historiadores en esa elaboración. La «filosofía analítica» también42. El caso de Ortega y Gasset no es menos explícito. Él dirá, como ya vimos, que «no se puede hacer historia si no se posee la técnica superior, que es una teoría general de las realidades humanas, lo que yo llamo una historiología»43. La gratuidad de parte de este aserto orteguiano no disminuye el interés de su llamada de atención sobre la necesidad que la práctica historiográfica tiene de esa especie de teoría general de las ciencias humanas que él llama «historiología». No se puede hacer una práctica de la ciencia sin una teoría sobre la propia ciencia. La teoría disciplinar Ahora bien, la teoría disciplinar de la historiografía es otra cosa. Una reflexión disciplinar es el tratamiento de aquel conjunto de características propias en su estructura interna que hacen que una parcela determinada del conocimiento se distinga de otras. La teoría disciplinar será la que intente caracterizar a la economía, ecología o psicología como materias que no se confunden con ninguna otra. El meollo de la teoría disciplinar está en mostrar la forma en que una disciplina articula y ordena sus conocimientos y la forma en que organiza su investigación, así como los medios escogidos para mostrar sus conclusiones. En el caso de la historiografía, es un análisis de la construcción de la disciplina que estudia la historia. Una teoría disciplinar de la historiografía tratará del objeto historiográfico, de la explicación de la historia y de su escritura, de los campos de investigación, o sectores, y del alcance espacial de esas investigaciones. En el caso de la teoría disciplinar de la historiografía es evidente que ha sido mucho menos cultivada que la constitutiva, puesto que sobre ella prácticamente no se han pronunciado los filósofos. Fueron los preceptistas de fines del siglo XIX de los que ya hemos hablado los que más se preocuparon 15 de la articulación interna, el método y los objetivos del estudio de la historia y de las peculiaridades de la historiografía. Ciertas escuelas, como la de los Annales, lo que hicieron en realidad fue teoría disciplinar, mucho más que teoría constitutiva. Bastante atención se ha dedicado también a este tipo de teoría disciplinar en sectores específicos de la historiografía tales como la historia económica, la historia social o la historia de la ciencia. En función de lo expuesto, podemos ya perfilar con mayor precisión cuáles son los contenidos obligados en una teoría general de la historiografía o, si se quiere hablar en términos más rigurosos, cuáles son los aspectos generales de la disciplina, los científicos y los disciplinares, sobre los que debe proyectarse una reflexión para construir, en definitiva, una epistemología44 del conocimiento de la historia. En el cuadro siguiente se sintetizan los contenidos generales de esa doble vertiente de que hablamos: La teoría constitutiva El intento de fundamentar lo que es el conocimiento de la historia tiene que partir, como parece natural, del esclarecimiento del concepto mismo de lo histórico. La reflexión sobre la naturaleza de lo histórico, que ha sido abandonada tradicionalmente por los historiadores en manos de los filósofos, ha de ser recuperada. Ella constituye el primer e inexcusable paso de una teoría de la historiografía que sea verdaderamente tal. Dado que las teorías explican algunos aspectos del mundo -eso es lo que significa «teorizar»-, deberían existir «teorías históricas», o teorías dentro de la ciencia historiográfica que, con el grado de formalización que fuese, «explicaran» la existencia histórica. En realidad, ello es así: la teorización marxista, por ejemplo, se compone de cierto número de proposiciones para explicar los aspectos fundamentales del proceso histórico. Muchas de las teorías sociales más completas contienen también sus propios pronunciamientos sobre la historia. En ese sentido, una «teoría de la historia» sería no la que intentara explicar algún proceso o conjunto de procesos en particular sino toda la historia, o la significación misma de lo histórico. Una adecuada teoría de la historia es, conviene repetirlo, un elemento esencial e insustituible para construir una teoría de la historiografía, en sus aspectos constitutivo y disciplinar. Nunca será excesiva tampoco la insistencia en que una «teoría» no es una «metafísica» de lo histórico, sino una operación de análisis de la historia con los instrumentos no del conocimiento filosófico sino del científico, por más que sea oportuna y necesariamente asumible la afirmación d H. I. Marrou d que el historiador tiene que ser en algún modo filósofo, en la misma medida, añadiríamos nosotros, en que ha de serlo cualquier otro investigador de lo social. Una teoría de la historia sería una definición de lo que significa lo histórico que pueda ser demostrada de forma empírica. Ello en manera alguna excluye la «ontología » de lo histórico, pero se encuentra lejos d cosas como la captación del «sentido d la historia», cuestión fuera del ámbito d lo q aquí tratamos. La teoría d la historia no equivale a filosofía de la historia. Para quedar formulada, la teoría historiográfica constitutiva o científica tendría q ocuparse, cuando menos, d los cuatro grandes campos d cuestiones q hemos visto reflejadas en la primera división del cuadro 1, cuyo contenido concreto podría explicarse así: 1. La teoría de la historia. Los historiadores han de pronunciarse sobre la naturaleza de lo histórico y no limitarse a la investigación de lo que ha sucedido en el pasado. Pronunciarse sobre la naturaleza de lo histórico es lo mismo que elaborar un concepto de la historia. El primer contenido de la teoría de la historiografía será, justamente, el referente a la entidad real historia. Lo histórico no es, en modo alguno, la «sucesión de acontecimientos », cosa en la que insistiremos ampliamente en estas páginas. La definición de lo que es la historia tiene mucho que ver con la categoría de «proceso histórico». La historia es la confluencia de la sociedad y el tiempo. Se ha repetido muchas veces que el proceso histórico, el curso de la historia, no es recurrente, no se repite; que se trata de un proceso singular. No puede, por tanto, sujetarse a «leyes». Esto, que aplicado a la realidad «historia» es un hecho innegable, no impide la construcción epistemológica que atiende a definir procesos-tipoll A ello se orientaron los esfuerzos teóricos que llevaron a cabo Marx, Weber o Braudel, para hacer posibles explicaciones de la historia a través de conceptos operativos aplicados a los procesos de las sociedades en el tiempo. «Modo de producción», «tipo ideal» o «larga duración», son conceptos operativos, o categorías, de ese tipo a que aludimos. Son instrumentos heurísticos y hermenéuticos que permiten caracterizar y, por ende, explicar, «sucesos» históricos. 16 2. La naturaleza de la historia general. La definición de la historia general se enfrenta a dos tipos de problemas, según se atienda a sus dos caracteres definitorios. Uno, el de representar el proceso de la experiencia humana completa, de todos los aspectos de lo humano; ese es su carácter sistemático. Dos, el de representar un proceso que es temporal, que contiene el tiempo en sí, por lo que la historia general tiene un carácter secuencial que está en la base del problema de la periodización. La historia general es la historia de todos los hombres. Sea considerada en su faceta sistemática o sea en la secuencial, podemos decir que la historia general se compone del proceso de sociedades diversas, que pueden concebirse como sistemas, pero de las que es más correcto decir que contienen en su seno diversos sistemas. En cada momento histórico las sociedades presentan unas especiales características relevantes. Unas peculiaridades significativas que permiten definir también «problemastipo». Esto constituye un recurso que permite superar la mera «descripción» histórica para intentar verdaderas «explicaciones», más bien «sistémicas» q «causales», d las situaciones y procesos históricos. 3. La caracterización de las historias sectoriales. El problema reside esencialmente en la definición de lo que debe entenderse por «sectorial». ¿Qué aspecto particular del proceso histórico general tiene entidad suficiente para ser inteligible por sí mismo? Hoy hablamos normalmente de sectores históricos como «historia económica», «historia política», «historia cultural», y de otro que ha dado lugar a los más vivos y fructíferos debates en la historiografía contemporánea, «historia social», pero existen otros sectores particulares, como historia de la literatura, de la educación, de la filosofía, de la física y muchísimos más que presentan problemas comunes. Por otra parte, ¿cuál es la relación de todos esos sectores con la Historia (con mayúscula), con el proceso histórico como un todo, con esa historia sistémica a la que nos hemos referido en el punto anterior? El tema es lo suficientemente importante como para que le dediquemos la atención debida en la Sección segunda de este libro, la que desarrolla estrictamente los aspectos de la teoría historiográfica. 4. La delimitación de las historias territoriales (o ámbitos historiográficos). Es decir, de aquellas historias que tienen un contenido general, que agrupan a todos los sectores de la actividad humana -al conjunto de las historias sectoriales, pues-, pero que abarcan un ámbito territorial muy delimitado, y esa concreción de su ámbito es la que da el «título» a la historia de que se trate: historia de Francia, historia de Galicia, historia de un municipio, etc. Las historias nacionales, regionales, locales, tienen como característica peculiar la de ser «historia territorial» por oposición a la historia general, a la historia universal. Así hablamos, en un extremo, de la historia de «una civilización» -Oriente, Occidente, África Negra, por ejemplo-, y, en el otro, de una «historia local», la historia de muy pequeñas agrupaciones humanas, pasando por la historia de los estados, naciones, regiones, etc. Esta distinción no es meramente formal. «Historia universal» es un concepto con grandes implicaciones ideológicas y teóricas. La fragmentación de la historia de la humanidad en sociedades concretas, también. ¿Dónde está el límite entre las sociedades históricas? ¿Es posible entender una historia «microterritorial» sin tener en cuenta los conjuntos globales? Y, ¿cuáles son esos conjuntos globales? He aquí otro nudo problemático de la definición de lo histórico. Queda, por fin, el problema de lo que se ha llamado la historia total. También insistiremos en ello en el lugar apropiado de esta obra. Aquí diremos meramente que se trata de un proyecto historiográfico que partiría de la argumentación básica de que, por encima de los sectores y de los ámbitos territoriales, la «historia» no es lógicamente divisible en partes, es un proceso único. No hay más que una historia que no equivale a la suma de los sectores y de los territorios. Pero mientras lo que hemos llamado historia general sí puede ser entendido como esa suma, la «historia total» es una formulación cognoscitiva mucho más profunda. En función de ella, el proceso histórico general de la humanidad o los procesos históricos de grupos humanos dotados de su propia inteligibilidad tendrían que explicarse como «totalidades». Esto es concebible en el plano teórico y hay que decir que los primeros en concebirlo y exponerlo de forma clara fueron los integrantes de la escuela de Annales. Pero ¿cómo puede construir esa historia total el trabajo del historiador? Intentaremos responder a ello en el lugar oportuno. Ahora es preciso dejar claro que este problema de la historia total es muy peculiar: puede entenderse como 17 integrado en una teoría constitutiva, pero tiene una relación innegable con lo disciplinar. Por ello lo dejamos en esta situación «puente», en interrogante, entre ambas. La teoría disciplinar Desde otro punto de vista, la práctica de los historiadores no puede progresar y perfeccionarse si no se fundamenta en una reflexión simultánea en profundidad sobre los presupuestos últimos y básicos de la exploración empírica de la realidad. ¿Cómo podemos dar cuenta de lo histórico?, ¿cómo presenta el historiador la historia? Estas preguntas tienen que ser respondidas desde la práctica misma de la investigación histórica y, a su vez, la investigación histórica no puede progresar sin responderlas. Es evidente también que, de forma recíproca, no puede haber una teoría constitutiva de la historiografía sin práctica continua de la investigación empírica de la historia. No hay epistemología sin práctica concreta de la ciencia y de lo que se trata en el fondo es de responder a la pregunta acerca de qué se conoce cuando se habla de historia, cómo se realiza la práctica de su conocimiento, y cómo se explican los fenómenos que podamos llamar históricos. Todas estas preguntas y sus respuestas son la clave de una teoría disciplinar, o formal, del conocimiento de la historia. La teoría historiográfica disciplinar es la encargada de poner a punto unos instrumentos conceptual- operativos que hagan posible la práctica de la investigación y escritura de la historia. La progresiva delimitación del ámbito de tal teoría habrá de ir englobando en sus preocupaciones extremos tales como el objeto d la historiografía, la naturaleza d la explicación histórica, y la composición y sentido del discurso historiográfico. Desarrollemos algo más cada uno d estos 3 campos: 1. El objeto de la historiografía (u objeto historiográfico). Ello equivale a la construcción de un «objeto teórico» de la historiografía. Hay que delimitar la forma en que el historiador se enfrenta a lo que es su campo de trabajo: la sociedad. En tal campo hay que efectuar una delimitación de la materia, las cosas, las entidades o los pensamientos, donde el historiador «capta», «encuentra», la historia. El historiador estudia la sociedad desde un enfoque preciso: el de su comportamiento temporal. Pero ¿qué entidades materiales manifiestan este comportamiento temporal?: ¿los individuos?, ¿los colectivos?, ¿los grandes hechos?, ¿los procesos a largo plazo?, ¿la vida cotidiana? ¿Dónde se encuentra aquello que «representa» por excelencia lo histórico? Dicho en términos tal vez más coloquiales y más gráficos: se trata de elucidar dónde, en qué manifestaciones de lo humano, se revela lo histórico, dejando bien claro que no aludimos a una realidad técnica como es la de dónde se encuentra la «información sobre la historia» -las fuentes-, sino a cómo el historiador «construye» lo histórico como realidad distinguible de todas las demás. Tampoco se trata, naturalmente, de hablar de los «temas de investigación », sino de la forma en que lo histórico se presenta como una realidad irreductible a cualquier otra. 2. La explicación histórica. La «explicación» de la realidad explorada es el objetivo final de cualquier disciplina científica. Los problemas peculiares de la explicación de lo histórico han sido ya inventariados por muchos autores y se les ha tratado de manera amplia, pero con soluciones contradictorias. Cómo se explica la historia es un asunto central a dilucidar por la teoría historiográfica. En él se involucra también el viejo problema de si se trata de un tipo de explicación equiparable a otros existentes: causal, genética, intencional, funcional o teleológica, o si se trata, en último extremo, de un tipo de explicación sui generis, como muchos autores han defendido. El problema de la explicación histórica necesariamente habrá de decidir acerca de otra también antigua y conocida antinomia: la de si el objetivo posible de las ciencias de la sociedad, y, en consecuencia, de la historiografía también, es el de explicar o el de comprender, es decir, la antinomia entre el Erklären y el Verstehen de la tradición alemana y, por ende, la oposición, o no, entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu. Basta también, por ahora, con estas indicaciones. 3. El discurso histórico. Dicho también en terminología más conocida: cómo se escribe la historia. La manera en que el historiador «expone» la realidad investigada -narración, argumentación o alguna forma de lenguaje específico y codificado-, la manera en que el investigador «escribe » la historia puede interpretarse como una cuestión de forma. Sin embargo, se trata de mucho más que eso. El discurso histórico es mucho más que la forma del contenido; la forma de un discurso sobre la historia revela ya una concepción precisa de lo histórico. 18 En principio, pues, podría afirmarse que estos tres puntos de mira disciplinares: la construcción del objeto historiográfico, la explicación histórica y el discurso histórico, no dejan sin tratar ninguna cuestión esencial en la construcción de la epistemología -y, derivado de ella, del método- de la disciplina historiográfica. Realmente, el trabajo del historiador se encuentra siempre en su curso metodológico frente a ese triple tipo de cuestiones, si bien el grado de generalidad de ellas va en descenso según el orden en que las hemos enumerado. Aunque no son especulaciones filosóficas, en el sentido de «metafísicas», sí son especulaciones relacionadas con lo filosófico en el sentido en que se trata de teoría del conocimiento o epistemología, es decir, de una discusión sobre el conocimiento científico. Si queremos hacer una suficiente fundamentación disciplinar de la historiografía es preciso que haya una relación cada vez más profunda y estrecha entre la teoría y la investigación empírica. ¿Es preciso que el historiador elabore sus propias teorías o está obligado perennemente a acudir a teorías elaboradas por otras ciencias sociales? Esta última es la situación actual más común, sin duda. Pero es claro que todo esfuerzo teórico que no sirva para establecer un conocimiento historiográfico «propio» y autónomo, que no sirva para dirigir eficazmente la investigación y construir una historia de más amplio espectro y más explicativa, será un esfuerzo baldío. Por ello, la teoría historiográfica debe ser cada vez más ajustada al propio trabajo de historiar. La teoría tiene imperativamente que dotar al historiador de mejores instrumentos para interrogar a las fuentes. Una última exigencia de la fundamentación disciplinar seda la que se orientase hacia la cada vez mejor delimitación de las «categorías historiográficas » a emplear, así como a la definición pormenorizada y suficiente del carácter de la tarea del historiador. De lo que se trata, queremos decir, es de aclarar de forma inequívoca la situación, el lugar que corresponde a la historiografía en el campo de las ciencias sociales, la delimitación de las relaciones posibles y deseables, en el plano epistemológico y en el metodológico, entre los diversos conocimientos del hombre y el conocimiento propiamente histórico. Ello significa también el retomar siempre, y reconsiderar y adaptar, las corrientes constantes de influencias y de préstamos que circulan entre las ciencias de la sociedad. Lo que equivale, en definitiva, a replantearse de forma continua las posibilidades y condiciones de la interdisciplinariedad. Las peculiaridades del método historiográfico No es posible formular una teoría del conocimiento historiográfico si no está fundamentada en unas claras concepciones también sobre los principios fundamentales del método de la disciplina. El método se construye siempre de manera muy ligada a los objetivos pretendidos por el conocimiento. Aunque hay unos principios generales inamovibles para todo procedimiento de trabajo que pretenda llamarse científico, cada disciplina tiene también peculiaridades de método que la caracterizan. Conviene, pues, exponer ahora algunas caracterizaciones fundamentales sobre el método del trabajo historiográfico, al que dedicaremos después toda la tercera parte de esta obra. La palabra método, como ocurre con ciencia, con filosofía, con técnica y con otras, se aplica a tantas cosas y forma parte de tantos contextos distintos que, cada vez que quiere usársela con rigor, lo primero que precisa es una depuración del sentido en que se emplea. No ya sólo en el lenguaje corriente, sino en el terreno de la producción filosófica o científica, la palabra método resulta bastante poco unívoca. En su forma más primaria, en la etimológica, cuya alusión resulta siempre útil a la hora de las precisiones, método quiere decir el tránsito de un «camino», lo que, por una sencilla y no forzada asociación, nos lleva a la idea de «proceso», «procedimiento», manera o forma de hacer algo. Desde una posición algo más restrictiva, las formulaciones filosóficas y técnicas clásicas hablan, por ejemplo, de método como «el programa que regula previamente una serie de operaciones que deben cumplirse y una serie de errores que deben evitarse para alcanzar un resultado determinado», o como «un procedimiento que aplica un orden racional y sistemático para la comprensión de un objeto». Método de una determinada forma de conocimiento será, pues, el conjunto de prescripciones y de decisiones que una disciplina emplea para garantizar, en la medida que alcance, un conocimiento adecuado. Decimos prescripciones porque un método es un conjunto de operaciones que están reguladas, que no son arbitrarias sino que tienen un orden y una obligatoriedad. Pero decimos también decisiones porque un método no es un sistema cerrado ni mucho menos, sino que dentro de su orden de operaciones el sujeto que lo emplea debe decidir muchas veces por sí mismo. El método de la investigación histórica es, sin duda, una parte del método de la investigación de la sociedad, de la investigación social o, si se quiere, de la investigación histórico- social. Por tanto, en buena parte, el método del historiador coincide con el de otras disciplinas como la economía, sociología o 19 antropología, por ejemplo. El historiador estudia, como lo hacen los cultivadores de esas otras disciplinas, fenómenos sociales. Pero existe una peculiaridad que da al método historiográfico su especificidad inequívoca y es el hecho de que el historiador estudia los hechos sociales en relación siempre con su comportamiento temporal. La historiografía es, sin duda, la disciplina social que en la actualidad posee un método menos formalizado, menos estructurado con una base «canónica». El establecimiento de una sólida base metodológica tropieza con una muy arraigada desgana del historiador por la reflexión teórica e instrumental, base de todo progreso. La «materia» de lo histórico, el fundamento básico acerca de lo que el historiador tiene que explicar, sigue siendo considerado de forma demasiado dispersa. No es menos cierto, sin embargo, que, probablemente, la investigación global de los procesos temporales de las sociedades es la más difícil de todas las investigaciones. Estamos ante la realidad con el mayor número de variables que puede concebirse. La especificidad más acusada del método historiográfico reside indudablemente en la naturaleza de sus fuentes de información. La «materia» sobre la que el historiador trabaja es de índole muy peculiar: restos materiales de actividad humana, relatos escritos, relatos orales, huellas de diverso género, documentos administrativos, etc. El sitio clásico de la documentación histórica, aunque en absoluto es hoy el único, ha sido el archivo. La característica de todos estos materiales que se refieren a una actividad del pasado humano es que no pueden ser procurados ni preparados por el historiador. La historiografía es la ciencia social que no puede construir sus fuentes; se las encuentra ya hechas. Las fuentes del historiador son restos normalmente y éstos no pueden «construirse». Hoy día, ello no es absolutamente cierto en la historia muy reciente, en la «historia inmediata» o historia del tiempo presente, pero es válido para la mayor parte de la actividad historiográfica. De ahí que todos los tratamientos clásicos del método historiográfico se reduzcan casi únicamente a tratar el problema de las «fuentes de la historia». Esta falsa idea de que la fuente es todo para el historiador es otra de las que más han perjudicado en el pasado el progreso disciplinar de la historiografía. Una fuente de información nunca es neutra, ni está dada de antemano. Por ello, a pesar de lo dicho, y aunque no lo parezca a primera vista, el historiador debe, como cualquier otro investigador social, «construir» también sus fuentes, si bien se encuentra más limitado para ello a medida que retrocede en el tiempo. Investigar la historia no es transcribir lo q las fuentes existentes dicen. En ese sentido, toda la fuente ha d ser construida. La exposición d la historia, q es el resultado final del método d investigación, tiene q hacer inteligible y explicable lo q las fuentes proporcionan como información. Un asunto último es la preparación técnica del historiador. La preparación de un investigador social -ha dicho J. Hughes- «consistirá normalmente en aprender a dominar las técnicas del cuestionario; los principios del diseño y el análisis de la encuesta; las complejidades d la verificación, regresión y correlación estadísticas; análisis d trayectoria, análisis factorial y quizás hasta programación d computadoras, modelado por computadora y técnicas similares». Con las matizaciones precisas, ¿sería posible pensar que el perfil de la formación de un historiador comprendiera tales cosas? Parece elemental que, en el estado actual de los estudios de historia, una respuesta afirmativa sería hoy bastante irrealista, pero debemos considerarla como un horizonte deseable de futuro.

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