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Alienacion


Enviado por   •  8 de Diciembre de 2014  •  4.469 Palabras (18 Páginas)  •  197 Visitas

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Alienación

Julio Ramón Ribeyro

A pesar de ser zambo y de llamarse López, quería parecerse cada vez menos a un zaguero de Alianza Lima y cada vez más a un rubio de Filadelfia. La vida se encargó de enseñarle que si quería triunfar en una ciudad colonial más valía saltar las etapas intermediarias y ser antes que un blanquito de acá un gringo de allá. Toda su tarea en los años que lo conocí consistió en deslopizarse y deszambarse lo más pronto posible y en americanizarse antes de que le cayera el huaico y lo convirtiera para siempre, digamos, en un portero de banco o en un chofer de colectivo. Tuvo que empezar por matar al peruano que había en él y por coger algo de cada gringo que conoció. Con el botín se compuso una nueva persona, un ser hecho de retazos, que no era ni zambo ni gringo, el resultado de un cruce contra natura, algo que su vehemencia hizo derivar, para su desgracia, de sueño rosado a pesadilla infernal.

Pero no anticipemos. Precisemos que se llamaba Roberto, que años después se le conoció por Boby, pero que en los últimos documentos oficiales figura con el nombre de Bob. En su ascensión vertiginosa hacia la nada fue perdiendo en cada etapa una sílaba de su nombre. Todo empezó la tarde en que un grupo de blanquiñosos jugábamos con una pelota en la plaza Bolognesi. Era la época de las vacaciones escolares y los muchachos que vivíamos en los chalets vecinos, hombres y mujeres, nos reuníamos allí para hacer algo con esas interminables tardes de verano. Roberto iba también a la plaza, a pesar de estudiar en un colegio fiscal y de no vivir en chalet sino en el último callejón que quedaba en el barrio. Iba a ver jugar a las muchachas y a ser saludado por algún blanquito que lo había visto crecer en esas calles y sabía que era hijo de la lavandera. Pero en realidad, como todos nosotros, iba para ver a Queca. Todos estábamos enamorados de Queca, que ya llevaba dos años siendo elegida reina en las representaciones de fin de curso. Queca no estudiaba con las monjas alemanas del Santa Úrsula, ni con las norteamericanas del Villa María, sino con las españolas de la Reparación, pero eso nos tenía sin cuidado, así como que su padre fuera un empleadito que iba a trabajar en ómnibus o que su casa tuviera un solo piso y geranios en lugar de rosas. Lo que contaba entonces era su tez capulí, sus ojos verdes, su melena castaña, su manera de correr, de reír, de saltar y sus invencibles piernas, siempre descubiertas y doradas y que con el tiempo serían legendarias. Roberto iba solo a verla jugar, pues ni los mozos que venían de otros barrios de Miraflores y más tarde de San Isidro y de Barranco lograban atraer su atención. Peluca Rodríguez se lanzó una vez de la rama más alta de un ficus, Lucas de Tramontana vino en una reluciente moto que tenía ocho faros, el chancho Gómez le rompió la nariz a un heladero que se atrevió a silbarnos, Armando Wolff estrenó varios ternos de lanilla y hasta se puso corbata de mariposa. Pero no obtuvieron el menor favor de Queca. Queca no le hacía caso a nadie, le gustaba conversar con todos, correr, brincar, reír, jugar al vóleibol y dejar al anochecer a esa banda de adolescentes sumidos en profundas tristezas sexuales que solo la mano caritativa, entre las sábanas blancas, consolaba. Fue una fatídica bola la que alguien arrojó esa tarde y que Queca no llegó a alcanzar y que rodó hacia la banca donde Roberto, solitario, observaba. ¡Era la ocasión que esperaba desde hacía tanto tiempo! De un salto aterrizó en el césped, gateó entre los macizos de flores, saltó el seto de granadilla, metió los pies en una acequia y atrapó la pelota que estaba a punto de terminar en las ruedas de un auto. Pero cuando se la alcanzaba, Queca, que estiraba ya las manos, pareció cambiar de lente, observar algo que nunca había mirado, un ser retaco, oscuro, bembudo y de pelo ensortijado, algo que tampoco le era desconocido, que había tal vez visto como veía todos los días las bancas o los ficus, y entonces se apartó aterrorizada. Roberto no olvidó nunca la frase que pronunció Queca al alejarse a la carrera: “Yo no juego con zambos”. Estas cinco palabras decidieron su vida. Todo hombre que sufre se vuelve observador y Roberto siguió yendo a la plaza en los años siguientes, pero su mirada había perdido toda inocencia. Ya no era el reflejo del mundo sino el órgano vigilante que cala, elige, califica. Queca había ido creciendo, sus carreras se hicieron más moderadas, sus faldas se alargaron, sus saltos perdieron en impudicia y su trato con la pandilla se volvió más distante y selectivo. Todo eso lo notamos nosotros, pero Roberto vio algo más: que Queca tendía a descartar de su atención a los más trigueños, a través de sucesivas comparaciones, hasta que no se fijó más que en Chalo Sander, el chico de la banda que tenía el pelo más claro, el cutis sonrosado y que estudiaba además en un colegio de curas norteamericanos. Cuando sus piernas estuvieron más triunfales y torneadas que nunca ya solo hablaba con Chalo Sander y la primera vez que se fue con él de la mano hasta el malecón comprendimos que nuestra dehesa había dejado de pertenecemos y que ya no nos quedaba otro recurso que ser como el coro de la tragedia griega, presente y visible, pero alejado irremisiblemente de los dioses. Desdeñados, despechados, nos reuníamos después de los juegos en una esquina, donde fumábamos nuestros primeros cigarrillos, nos acariciábamos con arrogancia el bozo incipiente y comentábamos lo irremediable. A veces entrábamos a la pulpería del chino Manuel y nos tomábamos una cerveza. Roberto nos seguía como una sombra, desde el umbral nos escrutaba con su mirada, sin perder nada de nuestro parloteo, le decíamos a veces hola zambo, tómate un trago y él siempre no, gracias, será para otra ocasión, pero a pesar de estar lejos y de sonreír sabíamos que compartía a su manera nuestro abandono. Y fue Chalo Sander naturalmente quien llevó a Queca a la fiesta de promoción cuando terminó el colegio. Desde temprano nos dimos cita en la pulpería, bebimos un poco más de la cuenta, urdimos planes insensatos, se habló de un rapto, de un cargamontón. Pero todo se fue en palabras. A las ocho de la noche estábamos frente al ranchito de los geranios, resignados a ser testigos de nuestra destitución. Chalo llegó en el carro de su papá, con un elegante smoking blanco y salió al poco rato acompañado de una Queca de vestido largo y peinado alto, en la que apenas reconocimos a la compañera de nuestros juegos. Queca ni nos miró, sonreía apretando en sus manos una carterita de raso. Visión fugaz, la última, pues ya nada sería como antes, moría en ese momento toda ilusión y por ello mismo no olvidaríamos nunca esa imagen, que clausuró para siempre una

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