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Cabezas De Cera


Enviado por   •  11 de Noviembre de 2014  •  1.668 Palabras (7 Páginas)  •  348 Visitas

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LAS CABEZAS DE CERA

Entre los veinte garañones traídos al Cabo Francés por el capitán de barco que

andaba de media madrina con un criador normando, Ti Noel había elegido sin vacilación

aquel semental cuadralbo, de grupa redonda, bueno para la remonta de yeguas que parían

potros cada vez más pequeños. Monsieur Lenormand de Mezy, conocedor de la pericia

del esclavo en materia de caballos, sin reconsiderar el fallo, había pagado en sonantes

luises. Después de hacerle una cabezada con sogas, Tí Noel se gozaba de todo el ancho

de la sólida bestia moteada, sintiendo en sus muslos la enjabonadura de un sudor que

pronto era espuma ácida sobre la espesa pelambre percherona. Siguiendo al amo, que

jineteaba un alazán de patas más livianas, había atravesado el barrio de la gente marítima,

con sus almacenes olientes a salmuera, sus lonas atiesadas por la humedad, sus galletas

que habría que romper con el puño, antes de desembarcar en la Calle Mayor, tornasolada,

en esa hora mañanera, por los pañuelos a cuadros de colores vivos de las negras

domésticas que volvían del mercado. El paso de la carroza del gobernador, recargada de

rocallas doradas, desprendió un amplio saludo a Monsieur Lenormand de Mezy. Luego,

el colono y el esclavo amarraron sus cabalgaduras frente a la frente a la tienda del

peluquero que recibía La Gaceta de Leyde para solaz de sus parroquianos cultos.

Mientras el amo se hacía rasurar, Ti Noel pudo contemplar a su gusto las cuatro

cabezas de cera que adornaban el estante de la entrada. Los rizos de las pelucas

enmarcaban semblantes inmóviles, antes de abrirse, en un remanso de bucles, sobre el

tapete encarnado. Aquellas cabezas parecían tan reales —aunque tan muertas, por la

fijeza de los ojos— como la cabeza parlante que un charlatán de paso había traído al

Cabo, años atrás, para ayudarlo a vender un elixir contra el dolor de muelas y el

reumatismo. Por una graciosa casualidad, la tripería contigua exhibía cabezas de terneros,

desolladas, con un tallito de perejil sobre la lengua, que tenían la misma calidad cerosa,

como adormecidas entre rabos escarlatas, patas en gelatina, y ollas que contenían tripas

guisadas a la moda de Caen. Sólo un tabique de madera separaba ambos mostradores, y

Ti Noel se divertía pensando que, al lado de las cabezas descoloridas de los terneros, se

servían cabezas de blancos señores en el mantel de la misma mesa. Así como se adornaba

a las aves con sus plumas para presentarlas a los comensales de un banquete, un cocinero

experto y bastante ogro habría vestido las testas con sus mejor acondicionadas pelucas.

No les faltaba más que una orla de hojas de lechuga o de rábanos abiertos en flor de lis.

Por lo demás, los potes de espuma arábiga, las botellas de agua de lavanda y las cajas de

polvos de arroz, vecinas de las cazuelas de mondongo y de las bandejas de riñones,

completaban, con singulares coincidencias de frascos y recipientes, aquel cuadro de un

abominable convite.

Había abundancia de cabezas aquella mañana, ya que, al lado de la tripería, el librero

había colgado de un alambre, con grapas de lavandera, las últimas estampas recibidas de

París. En cuatro de ellas, por lo menos, ostentábase el rostro del rey de Francia, en marco

de soles, espadas y laureles. Pero había otras muchas cabezas empelucadas, que eran

probablemente las de altos personajes de la Corte. Los guerreros eran identifícables por

sus ademanes de partir al asalto. Los magistrados, por su ceño de meter miedo. Los

ingenios, porque sonreían sobre dos plumas aspadas en lo alto de versos que nada decían

a Ti Noel, pues los esclavos no entendían de letras. También había grabados en colores,

de una factura más ligera, en que se veían los fuegos artificiales dados para festejar la

toma de una ciudad, bailables con médicos armados de grandes jeringas, una partida de

gallina ciega en un parque, jóvenes libertinos hundiendo la mano en el escote de una

camarista, o la inevitable astucia del amante recostado en el césped, que descubre,

arrobado, los íntimos escorzos de la dama que se mece inocentemente en un columpio.

Pero Ti Noel fue atraído, en aquel momento por un grabado en cobre, último de la serie.

que se diferenciaba de los demás por el asunto y la ejecución. Representaba algo así

como un almirante o un embajador francés recibido por un negro rodeado de plumas y

sentado sobre un trono adornado de figuras de monos y de lagartos.

— ¿Qué gente es ésta? —preguntó atrevidamente al librero, que encendía una larga

pipa de barro en el umbral de su tienda.

—Ese es un rey de tu país.

No hubiera sido necesaria la confirmación de lo que ya pensaba, porque el joven

esclavo había recordado, de pronto, aquellos relatos que Mackandal salmodiaba

...

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