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Cuentos Mexicanos Por Bruno Travel


Enviado por   •  28 de Abril de 2014  •  3.646 Palabras (15 Páginas)  •  318 Visitas

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B. TRAVEN

ARITMÉTICA INDÍGENA

Durante mi larga vida —ando en los noventa y seis..., bueno... todavía me faltan dos meses y siete días— he aprendido que es casi imposible, si no se desea, morir de hambre en el campo o en las pequeñas aldeas. La cosa es bien distinta en las grandes metrópolis. Debido a las limitaciones de mi inteligencia, no pude hacer suficiente dinero en la ciudad para sostenerme allí y ser un ciudadano respetable como tantos otros, con una familia y otras lindas cosas. El destino no lo quiso así, y heme aquí, otra vez, en el campo. Además, siempre tuve la intención de producir algo que pudiera beneficiar a la República, obedeciendo al divulgado lema: "Trabajar y producir es hacer patria." Me establecí en una especie de cabaña que estaba sobre una colina a kilómetro y medio de un pueblo habitado por campesinos indios, todos los cuales, según pude enterarme al pasar el tiempo, eran gente buena y honesta. Cierto día recibí la visita de Crescencio, un vecino del lugar, que empezó por hablarme de varias cosas sin importancia, de tal manera que yo, sin ser adivino, pude darme cuenta de que algún interés lo llevaba, sin que me fuera posible precisar cuál era éste, hasta que dijo: —Bueno, señor; me voy, hasta luego. Oiga usted. . . Los dos estábamos sentados en los escalones del pórtico. Cerca de nuestros pies, mi perra, una terrier, retozaba con sus cinco perritos que había tenido hacía unas seis semanas. Todo el tiempo mientras conversábamos estuve tratando de investigar lo que Crescencio pretendía, pues tenía gran curiosidad por saber el motivo de su visita. Por fin dejó de charlar, se levantó, miró a los perritos que jugaban mordiéndose entre sí, chillando, estornudando, tirando a su paciente madre de la cola, de las orejas, de las patas. Concentró su atención en los animalitos como si se fijara en ellos por primera vez desde su llegada. Luego hizo: "ss—ss, ps—ps, tza tza—ks—ks, wooh—wooh", como si tratara de asustar a algún bebé. Después se inclinó, los acarició, les dio de palmaditas y finalmente dijo: —Caray, ¡qué lindos perritos, qué chulos, hermosísimos! Hasta entonces vislumbré lo que quería. Cuando se disponía a partir, tomó a uno de los cachorritos, se lo acomodó en un brazo, y le rozó la piel varias veces ante la fingida indiferencia de la madre, que guiñaba un ojo constantemente, viendo como Crescencio consentía a su perrito. —Perrito lindo —dijo—, de veras, por la Virgen Santísima, que es un perrito muy lindo; será muy bravo, bravísimo, cuando crezca, un buen perseguidor de bandidos y robaganados. Yo conozco bien a los perros. Sé desde el momento en que nacen cuando serán bravos. Ya aprenderá a ladrar fuerte y a ahuyentar a todos los leones y tigres del pueblo. Bueno, señor, este es el que me conviene, exactamente el que he estado buscando. Me lo llevo en seguida pa' que se vaya acostumbrando a su amo. Muchísimas gracias, mil, mil gracias, señor, por su amabilidad. Esta fiera hará un gran cazador de ladrones y de conejos cuando lo haya entrenado bien. Nunca he visto yo que un indio se tome el trabajo de entrenar a un perro, aun cuando tuviera posibilidad de hacerlo. Crescencio dio la vuelta y antes de salir dijo: —Con su permiso, señor. ¡Adiosito! —Oiga, Crescencio —le llamé—, usted no puede llevarse al perrito sin pagarme. Ese perrito cuesta un peso plata. Se detuvo, y sin mostrar sorpresa, enojo o embarazo alguno, dijo: —¿Cómo dice usted, señor? De hecho nunca tuve intención de vender los perritos. Como la madre era la única de su especie en el distrito, los cachorros salieron una cruza horrible, los que desde luego y precisamente por esta razón resultan más adecuados para estas regiones tropicales que los perros de raza fina. De momento no sabía exactamente qué hacer con ellos. Quería dos para mí, los otros tres, sin embargo, no podía regalarlos, pues ello habría sido mal entendido por estas gentes, cosa que habría terminado por hacerme quebrar tanto financiera como moralmente. Sé por experiencias no muy halagüeñas, que regalar algo que tiene cierto valor sólo nos causa dificultades. Al día siguiente vendrían del pueblo cinco hombres a pedirme un perro. Dirían: "¿Por qué le dio usted a ese ladrón de Crescencio ese perrito tan bonito? El nunca le ha hecho ningún favor y sólo anda murmurando de usted, en cambio, señor, recuerde que yo le presté mi caballo el otro día y que no le cobré ni un centavito por ello." Otro diría: "¿Por qué no me da a mí un perrito, señor americano? ¿No fui yo quien le trajo sus cartas del correo la semana pasada pa' que usted no tuviera que ir en medio de aquel calor terrible hasta el pueblo?" Otro, hubiera interpretado como un insulto el hecho de que no le hubiera yo obsequiado un perro, habiéndolo hecho con otros cinco hombres a quienes él consideraba como a sus peores enemigos, alegando ser tan honesto como los otros habitantes del pueblo y tener el mismo derecho que tenían los por mí favorecidos. y cuando hubiera dado todos los perros, vendría algún campesino a pedirme uno de los dos chivitos recién paridos por mi cabra, pues, ya que había yo regalado todos los perros ¿por qué razón no podía yo honrarlo a él, mi mejor amigo, entre todos aquellos que se habían impuesto a mi estupidez? Y si no le daba el chivito, sus amigos insistirían en que yo seguramente lo consideraba un bandido, un cruel asesino, no merecedor de un regalo mío, y así, por mi culpa, perdería su reputación honrada en el pueblo. Sabedor de todas estas cosas, después de mis largas estancias entre aquellas gentes, tenía que obrar de acuerdo con lo que la experiencia me dictaba. Así, pues, no tenía tiempo que perder y con mayor brusquedad de la necesaria dije: —Crescencio, el perrito le costará un peso plata, y a menos que traiga el dinero, no podrá llevárselo. Debe usted comprender, Crescencio, que estos perros me han costado bastante por la leche, el arroz y la carne que se comen. Lo siento, pero tendrá usted que dejarlo y traer el peso primero. Crescencio colocó al perrito cuidadosamente junto a su madre quien lo recibió con gran satisfacción, lamiéndole la piel como para quitarle el mal olor que le dejara Crescencio, que aparentemente no era muy del agrado de la madre, pues ella le miró después del baño como diciendo: "Ahora, hombre, no vuelva a tocarlo, porque ya está limpio y quiero que dure así siquiera un rato. Ya puede irse, porque la función ha terminado." Evidentemente, hasta aquel momento terminó Crescencio sus difíciles reflexiones, juzgando por el tiempo en que se tardó en contestar: —Yo le consideraba a usted como un buen cristiano, señor, y siento en lo más profundo del alma haber descubierto que no lo es usted. ¿Cómo

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