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El Cuaderno De Noah

Eli_Malik1D20 de Abril de 2014

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EL CUADERNO DE NOAH

Nicholas Sparks

Detrás de un gran amor... hay una gran historia.

De regreso de la guerra, con treinta y un años de edad, Noah vuelve a su hogar en Carolina del Norte, donde se dedica a restaurar el antiguo esplendor de su plantación. Poco a poco, las imágenes de la chica de quien se había enamorado catorce años atrás invaden su mente con una fuerza poderosa e intensa. Noah no sabe cómo hallarla, y tampoco puede olvidarse del verano maravilloso que viveron juntos hasta que, inesperadamente, Allie reaparece.

El cuaderno de Noah se transformó en un bestseller mundial el año de su aparición. Nicholas Sparks es autor también de Mensaje de amor y Un paseo para recordar.

Título original: The Notebook

Copyright © 1996 by Nicholas Sparks

Esta edición se publica mediante convenio

con Warner Books, Inc, New York, New York, USA

© Planeta Publishing 2004

Reservados todos los derechos. Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del «copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

I.S.B.N.: 0-9748-7243-1

Dedico este libro, con amor,

a Cathy, mi esposa y amiga.

Agradecimientos

Esta historia es lo que es gracias a dos personas muy especiales, y quiero agradecerles su colaboración.

A Theresa Park, la agente que me rescató de la oscuridad. Gracias por tu amabilidad, tu paciencia y las horas que has dedicado a mi trabajo. Te estaré eternamente agradecido por lo que has hecho.

A Jamie Raab, mi editor. Gracias por tu sabiduría, tu sentido del humor y tu buen corazón. Has convertido esta experiencia en algo maravilloso, y me siento dichoso de poder considerarte mi amigo.

Milagros

¿Quién soy? ¿Y cómo terminará esta historia?

Acaba de amanecer, y estoy sentado junto a una ventana empañada por el aliento de toda una vida. Esta mañana soy un auténtico espectáculo: dos camisas, unos pantalones de paño de abrigo, una bufanda enrollada dos veces alrededor del cuello y metida dentro de un suéter grueso que me tejió mi hija para mi cumplea¬ños, hace ya tres décadas. El termostato de la calefac¬ción está al máximo y he puesto una pequeña estufa a mi espalda. Silba, ruge y escupe aire caliente como el dragón de un cuento, y sin embargo mi cuerpo tiembla con un frío que no desaparecerá nunca, un frío que ha tardado ochenta años en gestarse. Ochenta años, pien¬so a veces, y aunque llevo mi edad con resignación, no puedo creer que no haya conducido un coche desde los tiempos en que George Bush era presidente. Me pre¬gunto si a toda la gente de mi edad le pasará lo mismo.

¿Mi vida? No es fácil de describir. No ha sido la experiencia vertiginosa y espectacular que hubiera deseado, pero tampoco he vivido oculto bajo tierra, como las ardillas. Supongo que podría compararse con la Bolsa; relativamente estable, con más momentos bue¬nos que malos y una tendencia general al alza. Un buen negocio, un negocio afortunado, y sé por experiencia que no hay mucha gente que pueda decir lo mismo. Pero no me interpreten mal. No soy especial; de eso estoy seguro. Soy un hombre corriente, con pensa¬mientos corrientes, que ha llevado una vida corriente. No me dedicarán ningún monumento y mi nombre pronto pasará al olvido, pero he amado a otra persona con toda el alma, y eso, para mí, es más que suficiente.

Para los románticos, esta será una historia de amor; para los escépticos, una tragedia. Para mí es una mezcla de ambas cosas, e independientemente de la impresión que les cause al final, nadie podrá negar que ha determi¬nado gran parte de mi vida y señalado mi camino. No tengo quejas de ese camino ni de los sitios adonde me ha llevado; puede que tenga quejas suficientes para llenar una carpa de circo en otros planos, pero el camino que he elegido ha sido el mejor y jamás lo cambiaría por otro.

Por desgracia, con el tiempo no resulta sencillo seguir el rumbo fijado. El camino es tan recto como siempre, pero ahora está salpicado de las rocas y piedrecillas acumuladas en el transcurso de una vida. Hasta hace tres años habría sido fácil sortearlas, pero hoy es imposible. La enfermedad se ha apoderado de mi cuerpo; ya no soy fuerte ni estoy sano, y paso el tiempo como un globo viejo: lánguido, flojo y cada vez más blando.

Toso y miro el reloj por el rabillo del ojo. Es hora de salir. Me levanto del sillón situado junto a la ventana y cruzo la habitación arrastrando los pies, deteniéndo¬me ante el escritorio para tomar el cuaderno que he leído centenares de veces. Ni siquiera lo miro. Me lo pongo debajo del brazo y sigo andando hacia el sitio adonde quiero ir.

Camino sobre las baldosas blancas salpicadas de gris. Como mi pelo y como el de la mayoría de los que viven aquí, aunque esta mañana soy el único en el vestíbulo. Están en sus habitaciones, con la sola compa¬ñía de la televisión, pero ellos, como yo, están acostum¬brados. Con el tiempo, uno se acostumbra a cualquier cosa.

Oigo un llanto ahogado a lo lejos y sé perfectamente de dónde procede. Las enfermeras me ven; nos sonreí¬mos y nos saludamos. Son amigas mías y charlamos a menudo, aunque estoy seguro de que especulan sobre mí y sobre las cosas que hago cada día. Oigo que murmuran a mi paso:

—Ahí va otra vez —dicen—. Ojalá hoy salga bien. Pero no me dicen nada en la cara. Estoy conven¬cido de que piensan que me molestaría hablar de ello a una hora tan temprana y, conociéndome, quizá tengan razón.

Un minuto después llego a la habitación. Como de costumbre, han dejado la puerta abierta. Hay otras dos enfermeras dentro y también me sonríen.

—Buenos días —saludan alegremente, y dedico un minuto a preguntarles por los niños, el colegio y las vacaciones que se aproximan.

Durante otro minuto hablamos del llanto. Al pare¬cer, no lo han notado. Ya no les afecta; y debo confesar que a mí me pasa otro tanto.

Me siento en el sillón, que ha adquirido la forma de mi cuerpo. Casi han terminado; ella está vestida, pero sigue llorando. Sé que callará en cuanto se vayan. El ajetreo de la mañana siempre la perturba y hoy no es una excepción. Finalmente, las enfermeras retiran el biombo y se marchan. Las dos me tocan y me sonríen al pasar por mi lado. Me pregunto qué significan esos gestos.

Un segundo después la miro, pero ella no me devuelve la mirada. Lo entiendo, porque no me reco¬noce. Para ella soy un extraño. Me doy vuelta, inclino la cabeza y rezo en silencio, pidiendo la fuerza que sé que voy a necesitar. Siempre he sido un firme creyente en Dios y en el poder de la oración, aunque, para ser sincero, mi fe me ha llevado a plantearme una lista de interrogantes para los que exigiré respuestas después de la muerte.

Ya estoy preparado. Me pongo los anteojos y saco una lupa del bolsillo. La dejo un instante en la mesa mientras abro el cuaderno. Tengo que chuparme el dedo dos veces para abrir la gastada tapa. Pongo la lupa en posición.

Antes de empezar a leer, siempre hay un momento de vacilación en que me pregunto: ¿pasará hoy? No lo sé; nunca lo sé de antemano, y en el fondo me es igual. Es la esperanza lo que me impulsa a seguir; no hay garantías, como si se tratara de una apuesta. Pueden llamarme soñador, ingenuo, o cualquier cosa por el estilo, pero estoy convencido de que todo es posible.

Sé que las probabilidades y la ciencia están en mi contra. Pero también sé que la ciencia no es infalible; la experiencia me lo ha demostrado. Por eso creo que los milagros, por inexplicables o increíbles que parezcan, existen y pueden contradecir el orden natural de las cosas. De modo que una vez más, como todos los días, empiezo a leer el cuaderno en voz alta para que ella me oiga, con la esperanza de que el milagro que ha llegado a dominar mi vida vuelva a triunfar. Y quizá, sólo quizá, lo haga.

Fantasmas

A principios de octubre de 1946 Noah Calhoun con¬templaba la puesta de sol desde el zaguán de su casa de estilo colonial. Le gustaba sentarse allí al atardecer, después de trabajar todo el día, y dejar vagar sus pensamientos. Era su forma de relajarse, una rutina que había aprendido de su padre.

Le gustaba sobre todo mirar los árboles y su reflejo en el río. Los árboles de Carolina del Norte son hermo¬sos en otoño; verdes, amarillos, rojos, naranjas y todas las tonalidades intermedias. Sus colores resplandecen a la luz del Sol. Por centésima vez, Noah Calhoun se preguntó si los antiguos propietarios de la casa pasarían las tardes allí, pensando en las mismas cosas.

La casa, construida en 1772, era una de las más antiguas y grandes de New Bern. Originariamente, la vivienda principal de una plantación; Noah la había comprado poco después de la guerra, invirtiendo una pequeña fortuna y los últimos once meses en repararla. Unas semanas antes, un periodista del diario de Raleigh había escrito un artículo sobre ella, diciendo que era una de las mejores restauraciones que había visto. Y no se equivocaba respecto de la casa. El resto de la finca era otra historia, y allí pasaba Noah la mayor parte del día.

La casa se alzaba sobre un terreno de seis hectáreas, a orillas del río Brices, y Noah estaba reparando la valla de madera que rodeaba los otros tres lados de la finca, comprobando que no hubiera termitas o que la madera no estuviera podrida y reemplazando postes donde era necesario. Todavía quedaba mucho por hacer, sobre todo en el oeste, y poco antes,

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