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El Hombre De La Cara Amarilla


Enviado por   •  12 de Febrero de 2014  •  3.388 Palabras (14 Páginas)  •  1.262 Visitas

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El hombre de la cara amarilla

Quiero contarte como sucedió, pero no es fácil. Fue hace mucho tiempo, y aunque pienso con frecuencia en esto, todavía hay cosas que no entiendo. Quizá nunca las entenderé. ¿Por qué me fui a meter en esa máquina? Me refiero a una de esas máquinas que toman fotos instantáneas. Fue en la plataforma uno de la estación de ferrocarril de York. Cuatro fotos por 2.50 libras. Si quieres verla, probablemente la máquina sigue ahí. Nunca he regresado, así que no te lo puedo asegurar. El caso es que allí estaba yo con mi tío y mi tía, esperando el tren para Londres. Habíamos llegado con veinte minutos de anticipación y yo llevaba tres libras, lo único que me quedaba en el bolsillo. Podía haberme regresado al quiosco para comprar una revista de historietas, una de crucigramas u otra barra de chocolate. Podría haber ido a la cafetería a comprar Cocas para todos. Podría haber guardado mi dinero para otro día, pero ya sabes cómo es cuando vas a un paseo y tus papás te dan dinero para gastar. A fuerzas te lo tienes que acabar. Es casi un reto. No importa en qué lo gastes, simplemente tienes que estar seguro de que no te quede ni un centavo cuando llegues a casa.

Pero ¿por qué fotos? En ese tiempo yo tenía trece años, y supongo que era lo que llamarías guapo. Por lo menos eso decían las chicas. Mi cabello era rubio: mis ojos, azules; no era ni gordo ni flaco. Me importaba cómo me veía –tener la marca correcta de vaqueros o de tenis. Ese tipo de cosas, pero no me importaba demasiado. Quiero decir que no me tomé las fotos para pegarlas en la pared, ni para demostrar a nadie que parecía una estrella de cine. Simplemente me las tomé. No sé por qué. Era día de fiesta en York. Estaba con mis tíos porque allá en Londres, mis papás estaban arreglando tranquila y eficientemente su divorcio. Era algo que se veía venir desd3e hacía mucho tiempo, y ya no me molestaba pero, aún así ellos pensaron que sería mejor que yo no estuviera cuando llegaran los hombres de la mudanza. Mi papá se iba de la casa para vivir en un apartamento, y aunque mi mamá se iba a quedar con la mayor parte de los muebles, todavía había que quitar su piano, sus libros, sus cuadros, su computadora y el armario antiguo que él había heredado a su mamá, De repente todo era de él o de ella. Antes había sido sencillamente nuestro.

Mi tío Peter y mi tía Anne fueron reclutados para entretenerme mientras pasaba todo, y eligieron York, supongo que porque era lejos y yo nunca antes había ido. Pero si era para divertirme, la verdad es que no sirvió. Porque mientras estaba en la catedral de York, o encima de la muralla, o deslizándome en la oscuridad del museo vikingo, yo pensaba en mi padre y en como nada sería igual sin él, sin el olor de sus cigarros, sin el sonido del piano desafinado que resonaba en el cubo de las escaleras. Ese fin de semana me consintieron mucho. Claro, es algo que los padres hacen: gastan de acuerdo con la culpa que sienten. Y el divorcio, el cambio total en mi vida y la de ellos, valía bastante. Me dieron veinte libras para gastar. Nos quedamos en un hotel, no en una pensión. Me dieron todo lo que quise. Incluso cuatro inútiles fotos de mí mismo de la máquina de fotos de la plataforma uno.

¿No había algo extraño en esa máquina? Resulta fácil pensarlo ahora, pero quizá aun entonces sentí un poco de... espanto. Si has ido a York, sabrás que tiene una estación de tren antigua, de las buenas, con un techo altísimo, vigas de acero y paredes sólidas de ladrillo rojo. Las plataformas son largas y curvas, paralelas a los rieles. Cuando está allí casi esperas ver llegar un tren de vapor. Un tren fantasma quizá. York es una ciudad medieval dentro de una ciudad victoriana. Tiene suficientes fantasmas para todos. Pero la máquina de fotos era moderna. Era una fea caja de metal, con una luz brillante detrás de las letras de plástico. Parecía fuera de lugar en la plataforma, como si hubiera aterrizado allí desde el espacio exterior. Se encontraba también en un lugar extraño, bastante lejos de la entrada y de las bancas donde estaban sentados mis tíos. No era de suponerse que llegara mucha gente hasta esa parte de la plataforma. Al acercarme, de repente me di cuenta de que estaba solo. Puede que fuera mi imaginación, pero sentí que el viento soplaba, como si un tren se acercara a la estación. Sentí el viento frío en la cara, pero no había ningún tren. Me detuve un momento junto a la máquina, preguntándome qué iba a hacer. Una foto para la portada de mi cuaderno. Una para mi papá, que ahora iba a ver la foto más seguido que a mí, en la distancia, empezaba a sonar el altavoz de la estación. “El tren que está entrando en la plataforma dos es el de las 10:45 de Glasgow, con paradas en Darlington, Durham, Newcastle...”

La voz parecía muy lejana, como si ni siquiera estuviera dentro de la estación. Era como un murmullo del cielo. Deslicé la cortina y me metí en la cabina de la máquina. Había un banquito circular que podía justarse a distintas alturas, y se podía escoger entre varios fondos: una cortina blanca, una cortina negra o una pared azul. Los que diseñan estas cosas en verdad son muy imaginativos. Me senté y observé mi rostro en el cuadrado de vidrio oscuro frente a mí, donde estaba la cámara. Sólo alcanzaba a distinguir mi cara vagamente. Veía mi silueta, el pelo que me caía sobre la frente, mis hombros, el cuello abierto de mi camisa, Pero mi reflejo estaba oscuro, y como el sonido del altavoz, distante. No se parecía a mí. Parecía más bien como mi fantasma. ¿Titubeé entonces, antes de echar las monedas? Creo que sí. En realidad no quería las fotos. Era un desperdicio de dinero. Pero al mismo tiempo ya estaba allí, y quería terminar de una vez por todas. Me sentía atrapado dentro de la máquina, aunque lo único que había en la plataforma y yo era una delgada cortina. Además, no podía resistir la sensación angustiante de que iba a perder el tren, aunque aún faltaban quince minutos para que llegara. De repente, lo único que quería era terminar y salir de allí. Metí las monedas.

Durante un segundo no pasó nada, y pensé que tal vez la máquina estaba descompuesta. Pero luego, en algún lugar detrás del vidrio oscuro, en lo profundo de la máquina, brilló una lucecita roja. El guiño de un ojo diabólico. La luz se apagó, y luego hubo un flashazo acompañado de un ruido sordo que atravesó mi cabeza. La primera foto me agarró desprevenido, sentado en el banquito con la boca semiabierta. Antes del siguiente flashazo ajusté el asiento rápidamente y torcí la cara para hacer el gesto más estúpido que sabía. El ojo rojo parpadeó, seguido por el flash. Ésa era para el refri. Para la tercera foto, puse la cortina negra, me recargué en la pared y sonreí. Esa

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