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El Hombre Que Nunca Existio

Laureanokj3 de Noviembre de 2013

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EL HOMBRE QUE NUNCA EXISTIO

R. A. Lafferty

* * *

—Soy un hombre de la clase del futuro—afirmó Lado un mal día—. Y creo que están apareciendo hombres con nuevas facultades. El mundo tendrá que aceptarnos tal como somos.

—Apuesto a que no—le atajó Runkis.

Todo aquello empezó pinchando Raymond Runkis a Mihai Lado, el tratante de ganado.

—Eres un endiablado y ostentoso embustero pelirrojo de siete suelas—le soltó Runkis aquel día.

—Sí, ya lo sé—admitió Lado.

Se sentía complacido cuando le alababan su especialidad. Era el mejor mentiroso del contorno, y el que más se divertía con sus tretas. Pero Runkis no paró allí:

—Lado, tú no has contado una sola cosa de verdad en toda tu vida—siguió comentando con voz fuerte.

—Te diré lo que voy a hacer, Runkis—y a Lado le brillaron los ojos, con aquel rasgo tan suyo—. Elige una de mis mentiras, cualquiera que tú recuerdes, y yo la convertiré en realidad. La oferta queda en pie.

Entonces empezamos a interesarnos los demás.

—Hay más de mil para escoger—aseguró Runkis—. Podría hacer que me presentases aquel ternero amaestrado, del que alardeas tantas veces.

—¿Es ésta tu elección? De acuerdo. Silbaré y lo tendrás aquí dentro de un minuto.

—No. Prefiero que llames a la vaca que da cuatro clases distintas de cerveza por cada uno de los caños de sus ubres.

—¿Quieres verla? Nada más fácil. Pero debo advertirte de que su cerveza negra resultará un poco fuerte para tu gusto.

—Bueno. Pensándolo mejor, podrías traerme aquel caballo que lee las poesías de Homero.

—Runkis, ahora eres tú quien está mintiendo. Yo nunca he dicho que lea las poesías de Homero. Dije y digo que las recita. No sé de dónde las ha sacado, pero así es.

—Tú juraste una vez que eres capaz de mandar a un hombre al otro mundo, hacerlo desaparecer por completo. Este es el caso que elijo. ¡A ver, hazlo!

—No quisiera disponer de un pobre hombre en esta forma, Runkis.

—Hazlo, Lado. Te emplazo. Es uno de los embustes que no puedes hacer verdad. Coge a un hombre y muéstrame que ha desaparecido.

—Muy bien. La cosa necesitará un par de días, pero podréis seguirla de cabo a rabo. Sí, señor, mandaré a un hombre al otro mundo.

Aquel Mihai Lado era un tipo muy raro. Pagaba siempre al contado y tenía las ideas tan rápidas que le entraba a uno el miedo en el cuerpo. Era el más listo de los tratantes de ganado en el valle Cimarrón; era macizo, pecoso y chapucero, pero no parecía hombre del campo. Tenía esa clase de ojos que no son de por aquí; se diría que miraba a través de la cara de otro, como una máscara.

—He dejado tras de mí más de un pueblo y más de un hombre —nos dijo cierta vez—. Soy un hombre nuevo con nuevas facultades. No las uso gran cosa, pero van creciendo en mi interior. Algunos de nosotros, los de mi clase, estamos asustados. Tendremos que acomodarnos al mundo, o será el mundo el que llegue a acomodarse.

—Te apuesto a que el mundo no hace eso—pontificó Raymond Runkis.

En una ocasión, Lado durmió al pequeño Mack McGoot y le hizo ir de un lado a otro, saludando al ganado como si fuesen personas. Y a Runkis le vendió por ternero un buey de dos años; un buey de dos años tiene la cola larga, pero un ternero tiene todavía la cola corta de un ternero.

—Este animal —reclamó Runkis cuando advirtió el engaño— no tenía la cola larga al comprártelo ayer tarde.

—Tenía la misma cola, exactamente —confirmó Lado—. Sólo que tú viste lo que yo quise que vieras.

Lado era un fullero, pero nadie puede mandar, así como así, a un hombre al otro mundo.

—Bueno, lo haré—nos dijo aquel día, después de pensarlo un poco—. Mandaré a Jessie Pidd al otro mundo.

—¿A quién?

—A Jessie Pidd, el que está tomando café al otro extremo del mostrador.

—¡Ah, Jessie! Perfecto. ¿Cuándo lo harás?

—Acabo de principiar. Ya le he afinado un poco. Y podréis divertiros todos viendo cómo va desapareciendo. Será gradual, pero en tres días se habrá marchado por completo.

¡Vaya, vaya! Nos carcajeamos como potros en prado nuevo.

Esto a Lado no le molestó; mostraba siempre una media sonrisa mientras cerraba sus tratos, y seguía sonriendo entonces como si tal cosa.

En cierto modo, Lado no llevaba todas las de perder. Porque, ya para empezar, Jessie Pidd no estaba allí todo él. Entiendan lo que quiero decir: resultaba un bendito simple y flaco algo fuera de sus cabales. Solíamos comentar que era tan delgado, que no llegaríamos a verle si se miraba de perfil; pero aquello, claro está, no pasaba de chiste entre copa y copa.

A Lado le pasamos a pelo y a contrapelo aquella noche, cuando nos sentamos todos a jugar unas partidas. Jugamos al póker y a la canasta, y Lado ganó. Jugamos al dominó, y aunque nos concertamos en bloque contra él, Lado ganó. Nos decidimos por los dados, y Lado ganó. Era el más afortunado embaucador que recordábamos en el pueblo, pero a continuación llegó aquel estrafalario envite —desdichado, diría hoy— que no podría ganar de ningún modo. Él, no obstante, siguió aceptando apuestas con unos y otros; si conseguía hacer que desapareciese Jessie Pidd, Lado se convertiría en propietario de más de medio pueblo.

El aspecto de Jessie Pidd era francamente malo a la mañana siguiente, cuando entró a desayunar en el Café de los Ganaderos. Verdad es que nunca lo tuvo muy bueno, que digamos.

—¿Te encuentras bien?—le preguntó Raymond Runkis.

—No del todo.

Y se puso a mirarnos, como intrigado.

—Lado—previno Raymond a Mihai—, las tretas son tretas, y tú has tenido algunas muy buenas. Pero si realmente le haces algún daño a ese pobre hombre, las cosas, aquí, se pondrán feas para ti.

—Runkis, tú no sabes siquiera de qué se compone un cuerpo.

—No lo sé, desde luego. Todo lo que digo es que te abstengas de causarle ningún mal.

—Nadie saldrá perjudicado de una de mis tramoyas.

Con todo, el hecho es que aquello había principiado.

A media mañana, Johnny Noble hizo correr la voz de que Jessie Pidd andaba al sol sin dejar sombra. Otros dos lo vieron también. Pero el cielo se nubló y no hubo medio de seguir adelante con la observación.

Y algo antes de mediodía, Maudie Malcome se encaró con Lado en el vestíbulo del banco.

—Señor Lado, ¿qué le está haciendo a mi marido?

—¿Pero de veras estás casada, Maudie?

—¡Condenado pelirrojo! Jessie Pidd es mi legítimo esposo.

—Bueno, Maudie, te lo diré; estoy haciéndole desaparecer.

—Si toca un solo pelo de su cabeza, seré yo quien le mate a usted. ¡Por ésas!

Adelantada la tarde, las versiones se extendieron como una epidemia por el pueblo. Hasta el bruto de Raymond Runkis tuvo que admitir que las cosas presentaban mal cariz.

—Os digo que puedo ver la luz de una cerilla a través del cuerpo de Jessie Pidd—nos informó—, y también la silueta de cosas que estén detrás de él... Oye, Lado, antes de que lleguemos a las malas, ¿es sólo un juego todo eso?

—Sí, hombre, un juego y nada más que un juego.

—Bien, pero tomaré las precauciones necesarias para que no se salga de cauce. Tengo la mayor y más segura casa del pueblo. Los aquí presentes haremos de testigos, y tú, Lado, y tú, Jessie, vais a ir con nosotros a mi casa y allí estaremos hasta que se cumpla lo ofrecido. Si alguno tiene asuntos pendientes, dispone de una hora para despacharlos. Luego, todos a mi casa. Hagas lo que hagas, Lado, veremos cómo lo haces. ¿Queda claro?

—No. Estás embrollando las cosas, Runkis, pero acepto sus condiciones. ¿A qué ilusionista no le gustaría tener un auditorio tan devoto?

Trajimos provisiones, nos reunimos en casa de Runkis y la cerramos a piedra y lodo al atardecer del mismo día. Nadie debía entrar en cincuenta horas, pero no faltó quien llamara y vocease, muy en particular Maudie Malcome.

Éramos diez: Mihai Lado, Jessie Pidd, Raymond Runkis, Johnny Noble, Will Wilton, Wenchie Hetmonek, Mige CcGregor, Billy West, el pequeño Mack McGoot, Remberton Randall. Y uno dé ellos (sin que convenga decir quién, tal como acabó el asunto) era yo.

Runkis nos puso de vigilancia. Llevamos un par de camas de la sala y preparamos un par de catres. Algunos se acostaron, y los demás nos pusimos a jugar a los naipes, para pasar la noche en vela.

Y al cabo de una hora o cosa así, Runkis estalló:

—¡Lado, estás matando a un hombre! ¡Si se va él, te irás tú también!

—Te juro que no le hago daño alguno a la persona de Jessie Pidd ni a ninguna otra, en absoluto—aseguraba Lado, dale que dale.

Pero ninguno de nosotros dudaba ya de que Jessie Pidd se hubiese hecho transparente. Veíamos el contorno de los objetos a través de él; su propia silueta quedaba más difusa. Había cada vez menos de lo poco que antes hubo de Jessie Pidd.

Nadie de los del grupo durmió mucho aquella primera noche. Era espantoso ver cómo se iba marchando Jessie, y puedo decir que a la mañana siguiente quedaba sólo la mitad de él.

El segundo día fue una pesadilla. Lado había ganado todo el dinero que había en la casa, y desde aquel momento hubimos de seguir jugando con cerillas de la cocina. Yo tenía la impresión de que las cartas cambiaban de palo y de color en mis propias manos, y a los restantes les ocurría algo parecido. Lado se llevó todas las cerillas de la cocina. Y los reunidos, mientras tanto,

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