La Banda De Lunares: Sherlock Holmes
zibels24 de Junio de 2014
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La banda de lunares
Al repasar mis notas sobre los setenta y tantos casos en los que, durante los ocho últimos años, he
estudiado los métodos de mi amigo Sherlock Holmes, he encontrado muchos trágicos, algunos cómicos, un
buen número de ellos que eran simplemente extraños, pero ninguno vulgar; porque, trabajando como él
trabajaba, más por amor a su arte que por afán de riquezas, se negaba a intervenir en ninguna investigación
que no tendiera a lo insólito e incluso a lo fantástico. Sin embargo, entre todos estos casos tan variados, no
recuerdo ninguno que presentara características más extraordinarias que el que afectó a una conocida
familia de Surrey, los Roylott de Stoke Moran. Los acontecimientos en cuestión tuvieron lugar en los
primeros tiempos de mi asociación con Holmes, cuando ambos compartíamos un apartamento de solteros
en Baker Street. Podría haberlo dado a conocer antes, pero en su momento se hizo una promesa de silencio,
de la que no me he visto libre hasta el mes pasado, debido a la prematura muerte de la dama a quien se hizo
la promesa. Quizás convenga sacar los hechos a la luz ahora, pues tengo motivos para creer que corren
rumores sobre la muerte del doctor Grimesby Roylott que tienden a hacer que el asunto parezca aún más
terrible que lo que fue en realidad.
Una mañana de principios de abril de 1883, me desperté y vi a Sherlock Holmes completamente vestido,
de pie junto a mi cama. Por lo general, se levantaba tarde, y en vista de que el reloj de la repisa sólo
marcaba las siete y cuarto, le miré parpadeando con una cierta sorpresa, y tal vez algo de resentimiento,
porque yo era persona de hábitos muy regulares.
––Lamento despertarle, Watson ––dijo––, pero esta mañana nos ha tocado a todos. A la señora Hudson la
han despertado, ella se desquitó conmigo, y yo con usted.
––¿Qué es lo que pasa? ¿Un incendio?
––No, un cliente. Parece que ha llegado una señorita en estado de gran excitación, que insiste en verme.
Está aguardando en la sala de estar. Ahora bien, cuando las jovencitas vagan por la metrópoli a estas horas
de la mañana, despertando a la gente dormida y sacándola de la cama, hay que suponer que tienen que
comunicar algo muy apremiante. Si resultara ser un caso interesante, estoy seguro de que le gustaría
seguirlo desde el principio. En cualquier caso, me pareció que debía llamarle y darle la oportunidad.
––Querido amigo, no me lo perdería por nada del mundo. No existía para mí mayor placer que seguir a
Holmes en todas sus investigaciones y admirar las rápidas deducciones, tan veloces como si fueran
intuiciones, pero siempre fundadas en una base lógica, con las que desentrañaba los problemas que se le
planteaban.
Me vestí a toda prisa, y a los pocos minutos estaba listo para acompañar a mi amigo a la sala de estar.
Una dama vestida de negro y con el rostro cubierto por un espeso velo estaba sentada junto a la ventana y
se levantó al entrar nosotros.
––Buenos días, señora ––dijo Holmes animadamente––. Me llamo Sherlock Holmes. Éste es mi íntimo
amigo y colaborador, el doctor Watson, ante el cual puede hablar con tanta libertad como ante mí mismo.
Ajá, me alegro de comprobar que la señora Hudson ha tenido el buen sentido de encender el fuego. Por
favor, acérquese a él y pediré que le traigan una taza de chocolate, pues veo que está usted temblando.
––No es el frío lo que me hace temblar ––dijo la mujer en voz baja, cambiando de asiento como se le
sugería.
––¿Qué es, entonces?
––El miedo, señor Holmes. El terror ––al hablar, alzó su velo y pudimos ver que efectivamente se
encontraba en un lamentable estado de agitación, con la cara gris y desencajada, los ojos inquietos y
asustados, como los de un animal acosado. Sus rasgos y su figura correspondían a una mujer de treinta
años, pero su cabello presentaba prematuras mechas grises, y su expresión denotaba fatiga y agobio.
Sherlock Holmes la examinó de arriba a abajo con una de sus miradas rápidas que lo veían todo.
––No debe usted tener miedo ––dijo en tono consolador, inclinándose hacia delante y palmeándole el
antebrazo––. Pronto lo arreglaremos todo, no le quepa duda. Veo que ha venido usted en tren esta mañana.
––¿Es que me conoce usted?
––No, pero estoy viendo la mitad de un billete de vuelta en la palma de su guante izquierdo. Ha salido
usted muy temprano, y todavía ha tenido que hacer un largo trayecto en coche descubierto, por caminos
accidentados, antes de llegar a la estación.
La dama se estremeció violentamente y se quedó mirando con asombro a mi compañero.
––No hay misterio alguno, querida señora ––explicó Holmes sonriendo––. La manga izquierda de su
chaqueta tiene salpicaduras de barro nada menos que en siete sitios. Las manchas aún están frescas. Sólo en
un coche descubierto podría haberse salpicado así, y eso sólo si venía sentada a la izquierda del cochero.
––Sean cuales sean sus razones, ha acertado usted en todo ––dijo ella––. Salí de casa antes de las seis,
llegué a Leatherhead a las seis y veinte y cogí el primer tren a Waterloo. Señor, ya no puedo aguantar más
esta tensión, me volveré loca de seguir así. No tengo a nadie a quien recurrir... sólo hay una persona que me
aprecia, y el pobre no sería una gran ayuda. He oído hablar de usted, señor Holmes; me habló de usted la
señora Farintosh, a la que usted ayudó cuando se encontraba en un grave apuro. Ella me dio su dirección.
¡Oh, señor! ¿No cree que podría ayudarme a mí también, y al menos arrojar un poco de luz sobre las densas
tinieblas que me rodean? Por el momento, me resulta imposible retribuirle por sus servicios, pero dentro de
uno o dos meses me voy a casar, podré disponer de mi renta y entonces verá usted que no soy
desagradecida.
Holmes se dirigió a su escritorio, lo abrió y sacó un pequeño fichero que consultó a continuación.
––Farintosh ––dijo––. Ah, sí, ya me acuerdo del caso; giraba en torno a una tiara de ópalo. Creo que fue
antes de conocernos, Watson. Lo único que puedo decir, señora, es que tendré un gran placer en dedicar a
su caso la misma atención que dediqué al de su amiga. En cuanto a la retribución, mi profesión lleva en sí
misma la recompensa; pero es usted libre de sufragar los gastos en los que yo pueda incurrir, cuando le
resulte más conveniente. Y ahora, le ruego que nos exponga todo lo que pueda servirnos de ayuda para formarnos
una opinión sobre el asunto.
––¡Ay! ––replicó nuestra visitante––. El mayor horror de mi situación consiste en que mis temores son
tan inconcretos, y mis sospechas se basan por completo en detalles tan pequeños y que a otra persona le
parecerían triviales, que hasta el hombre a quien, entre todos los demás, tengo derecho a pedir ayuda y
consejo, considera todo lo que le digo como fantasías de una mujer nerviosa. No lo dice así, pero puedo
darme cuenta por sus respuestas consoladoras y sus ojos esquivos. Pero he oído decir, señor Holmes, que
usted es capaz de penetrar en las múltiples maldades del corazón humano. Usted podrá indicarme cómo
caminar entre los peligros que me amenazan.
––Soy todo oídos, señora.
––Me llamo Helen Stoner, y vivo con mi padrastro, último superviviente de una de las familias sajonas
más antiguas de Inglaterra, los Roylott de Stoke Moran, en el límite occidental de Surrey.
Holmes asintió con la cabeza.
––El nombre me resulta familiar ––dijo.
––En otro tiempo, la familia era una de las más ricas de Inglaterra, y sus propiedades se extendían más
allá de los límites del condado, entrando por el norte en Berkshire y por el oeste en Hampshire. Sin
embargo, en el siglo pasado hubo cuatro herederos seguidos de carácter disoluto y derrochador, y un
jugador completó, en tiempos de la Regencia, la ruina de la familia. No se salvó nada, con excepción de
unas pocas hectáreas de tierra y la casa, de doscientos años de edad, sobre la que pesa una fuerte hipoteca.
Allí arrastró su existencia el último señor, viviendo la vida miserable de un mendigo aristócrata; pero su
único hijo, mi padrastro, comprendiendo que debía adaptarse a las nuevas condiciones, consiguió un
préstamo de un pariente, que le permitió estudiar medicina, y emigró a Calcuta, donde, gracias a su talento
profesional y a su fuerza de carácter, consiguió una numerosa clientela. Sin embargo, en un arrebato de
cólera, provocado por una serie de robos cometidos en su casa, azotó hasta matarlo a un mayordomo
indígena, y se libró por muy poco de la pena de muerte. Tuvo que cumplir una larga condena, al cabo de la
cual regresó a Inglaterra, convertido en un hombre huraño y desengañado.
»Durante su estancia en la India, el doctor Roylott se casó con mi madre, la señora Stoner, joven viuda
del general de división Stoner, de la artillería de Bengala. Mi hermana Julia y yo éramos gemelas, y sólo
teníamos dos años cuando nuestra madre se volvió a casar.
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