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Los Mexicanos Alan Riding

epulido7 de Febrero de 2014

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LECTURA: LOS MEXICANOS DE “VECINOS DISTANTES” (ALAN RIDING)

Entre el ruido y el humo de la ciudad de México hay una tranquila plaza donde el moderno edificio de la secretaria de Relaciones Exteriores y una iglesia colonial del siglo XVI contemplan los restos de las pirámides prehispánicas de Tlatelolco. El gobierno la ha llamado la Plaza de las Tres Culturas, como símbolo del patrimonio de sangre mixta o mestiza de México. En el frente de la iglesia hay una placa con las sencillas y conmovedoras palabras: “El 13 de agosto de 1521, heroicamente defendido por Cuauhtémoc, cayó Tlatelolco en poder de Hernán Cortés. No fue triunfo ni derrota. Fue el doloroso nacimiento del pueblo mestizo que es el México de hoy.”

Sin embargo, los dolores de parto -de la nueva raza mestiza no han terminado. A más de 460 años de la Conquista, no se ha asimilado el triunfo de Cortés ni la derrota de Cuauhtémoc, y aún se sienten repercusiones de aquel sangriento atardecer en Tlatelolco. Hoy día, 90 por ciento de los mexicanos son mestizos, en términos estrictamente étnicos, aunque como individuos sigan atrapados en las contradicciones de su ascendencia. Son tanto hijos de Cortés como de Cuauhtémoc, no son españoles ni indígenas, son mestizos, aunque no admitan su mestizaje. También como país, México busca interminablemente una identidad y oscila, en forma ambivalente, entre lo antiguo y lo moderno, Lo tradicional y lo de moda, lo indígena y lo español, lo oriental y lo occidental. La complejidad de México radica tanto en el enfrentamiento como en la fusión de estas raíces.

Los mexicanos no tienen problema alguno para entenderse entre ellos. Lo logran por medio de las claves secretas —costumbres, idioma y gestos— que, inconscientemente, aprenden desde la infancia, y aceptan la consistencia de sus inconsistencias como parte de un patrón establecido que tan sólo repiten. Empero, sufren cuando tratan de explicarse a si mismos. Se dan cuenta de que son diferentes —no sólo de los estadounidenses y europeos, sino también de otros latinoamericanos—, pero parecen desconocer el motivo. Se ha pedido a poetas, novelistas, filósofos, sociólogos, antropólogos y psicólogos que definan la “mexicanidad”, pero incluso ellos se confunden cuando tratan de distinguir las “máscaras” de los rostros “reales” de la personalidad mexicana. Hay un aire mágico, inasible, casi sur real en los mexicanos. Y, lo que es más frustrante aún, cuando llega a ser captado por una descripción, se disfraza de caricatura.

La clave radica en el pasado, en un profundo pasado subconsciente que está vivo en los mexicanos de hoy. Se trata de un pasado continuo, pero no consistente. En él, los mexicanos deben conciliar el hecho de ser conquistados y conquistadores, de conservar muchas características raciales y rasgos de la personalidad indígena, e incluso glorificar sus antecedentes prehispánicos, al tiempo que hablan español, practican el catolicismo y piensan de España como la madre patria. El legado del pasado también es abrumador para la sociedad. Sobre las ruinas de una larga sucesión de imperios teocráticos y militaristas, Cortés impuso los valores de una España profundamente católica e intelectualmente reprimida. Así, pues, la Conquista reafirmó una fuerte tradición de autoritarismo político y omnipotencia divina que, aún ahora, resiste las incursiones del liberalismo occidental.

Hubo otros países de América Latina conquistados y colonizados por la Península Ibérica, pero los resultados fueron diferentes. Las colonias del Caribe y las costas del Atlántico, muy poco pobladas, se formaron con emigrantes de Europa y, posteriormente, con esclavos de África. En los países de América Central y los Andes, donde subsisten poblaciones indígenas numerosas, los europeos de sangre pura siguen siendo las clases dominantes. Sólo México es verdaderamente mestizo; es la única nación del hemisferio donde se dio el mestizaje religioso y político, además del racial; tiene el único sistema político que se debe entender dentro de un contexto prehispánico; y sus habitantes son todavía más orientales que occidentales. Son pocos los países del mundo donde el carácter de la gente se refleja tanto en su historia, política y estructura social, a la vez que es reflejo de ellas.

Algunas veces, parece como si los españoles ocuparan el cuerpo de los mestizos y los indígenas conservasen el control de su mente y sentimientos. A fin de cuentas, el espíritu superó a la materia. La mayor parte de los mexicanos meditan y filosofan, son discretos, evasivos y desconfiados; son orgullosos y vigilantes de las cuestiones de honor; se ven obligados a trabajar mucho, pero sueñan con una vida de holganza; son cálidos, ocurrentes y sentimentales y, en ocasiones, son violentos y crueles; son inmensamente creativos e imaginativos y, sin embargo, resulta imposible organizarlos porque en lo interno tienen ideas definidas y en lo externo son anárquicos. Sus relaciones entre sí —y con la sociedad considerada en general— se guían por las tradiciones más que por los principios, por el pragmatismo más que por la ideología y por el poder más que por la ley.

El contraste más extraño de todos pudiera estar en el ritual y el desorden que parecen coexistir dentro del mexicano, aunque ello ilustra también el predominio de lo espiritual sobre lo material. La preocupación por el aspecto emocional y el espiritual de la vida es visible en una poderosa religiosidad, en el apego a las tradiciones, en la conducta ceremoniosa y la formalidad del lenguaje. La eficiencia mecánica, la puntualidad y la organización de una sociedad anglosajona parecen no tener sentido en este contexto. El mexicano toma en cuenta más lo que uno es que lo que hace, el hombre y no el puesto que ocupa: trabaja para vivir y no a la inversa. Puede enfrentar el caos externo siempre y cuando sus preocupaciones espirituales sean atendidas, pero no puede permitir que su identidad sea opacada por fuerzas humanas. Más bien, interpreta el mundo de acuerdo con sus emociones. En un entorno de desorden aparente, puede improvisar, crear y, finalmente, imponer su personalidad a las circunstancias. En el fondo, en aras de expresar su individualidad, contribuye al desorden.

Esta actitud básica es evidente en todos los aspectos de la vida. El mexicano no es jugador de equipo: en los deportes sobresale en el boxeo, pero no en el fútbol; en el tenis, pero no en el básquetbol. Le resulta difícil aceptar una ideología que exija congruencia estricta entre sus ideas y sus actos. Incluso los derechos legales, con frecuencia, se deben filtrar por las facultades discrecionales de los in dividuos convirtiéndose en favores personales. Y, aunque la influencia del mexicano puede derivar de su posición política, la ejerce como proyección de su personalidad. Quizá porque reconoce que la autodisciplina y el respeto de la ley necesitan algún sus titulo para que la sociedad funcione, también acepta los dictados impuestos por un genio colectivo autoritario. Así, desde la familia hasta la nación, las reglas que operan son virtualmente tribales. Si quiere ser parte y sacar provecho, ha de respetar las reglas.

Como portador de las creencias, costumbres y pasiones acumuladas a lo largo de muchos siglos, el mexicano es dueño de una enorme fuerza interior. Y, así como ésta se manifiesta en un sentido metafísico de la soledad, también hace erupción en una creatividad casi sin control. Los templos, las esculturas, las alhajas y la cerámica legados por las civilizaciones prehispánicas pertenecen a una tradición intacta de la expresión artística. Hoy día, no sólo los indígenas, sitio también los mestizos, siguen siendo extraordinario artesanos, en una tradición que todavía considera que un meticuloso sentido del detalle y el diseño son más importantes que la producción en masa. Todos sus tejidos, cerámica, orfebrería y tallas en madera tienen un sello personal distintivo. Su desafiante empleo de los colores —rosas, morados, verdes y naranjas— no es menos original y refleja al mismo tiempo las flores naturales y las de papel que adornan sus vidas. La interminable variedad de los platillos mexicanos y su cuidadosa presentación ofrecen un campo donde se combina el ritual y la improvisación. Además, los mexicanos se echan a cantar a la menor provocación.

Los mexicanos incluso han hecho frente al sentido occidental del tiempo. Las culturas que miran el nacimiento como un principio y la muerte como un final no pueden tener sentido de un pasado vivo. Los mexicanos no consideran que el nacimiento o la muerte interrumpan la continuidad de la vida y tampoco les conceden demasiada importancia. Se hace burla de la muerte en canciones, cuadros y arte popular. Cada noviembre, en el día de Muertos, los mexicanos se arremolinan en los cementerios de todo el país, llevando flores e incluso alimentos y bebidas a las tumbas de sus ante pasados, en forma muy parecida a la usanza azteca. La creencia en la comunión con los muertos está muy difundida, pero no en un sentido psíquico o espiritual, ni en función de una fe cristiana creyente en el más allá, sino simplemente como una derivación del conocimiento de que el pasado no está muerto.

Por el contrario, el futuro se contempla con fatalismo y, por ende, el concepto de planificación resulta anormal. Pensando que el curso de los acontecimientos está predeterminado, los mexicanos no encuentran gran justificación para disciplinarse en una rutina. Los empresarios pretenden obtener utilidades rápidas y abundantes, en lugar de intentar la expansión del mercado a largo plazo; los individuos prefieren gastar a ahorrar —quizá ahorren para una fiesta, pero no para un banco—, e Incluso la corrupción refleja

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