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Noches Siniestras En Mar Del Plata

alexlucatto29 de Marzo de 2014

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Noches siniestras en Mar del Plata, Mario Méndez.

Sm EL BARCO DE VAPOR

Ilustraciones: Fernando Falcone

© Mario Méndez, 2008

© Ediciones SM, 2008

Av. Belgrano 552

C1092AAS Ciudad de Buenos Aires

Primera edición: septiembre de 2008 Primera reimpresión: abril de 2010

ISBN 978-987-573-208-7 Impreso en la Argentina

A mis viejos fantasmas

marplatenses.

Tarde de lluvia en el Torreón del Monje

Llueve en Mar del Plata y al abuelo Juan no se le ha ocurrido mejor idea que llevar a sus nietas al café del Torreón. Las nenas ven resbalar la lluvia por los ventanales que dan al mar, y se aburren. Sin duda hubieran preferido ir a los jueguitos, o al cine, pero el abuelo insistió en que conocieran el Torreón, y las invitó con chocolate y churros, porque además, en pleno verano, se ha levantado un aire frío.

El abuelo comprende que las nenas se aburren y entonces empieza a contar. Al principio, las dos chicas lo escuchan distraídas. Un ratito después ya tienen los codos sobre la mesa, los ojos muy abiertos y toda la atención puesta en las palabras y en los gestos del abuelo.

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—Hace muchos años, ciento cincuenta, o doscientos, antes de que existiera Mar del Plata, lo único que había por acá, además de los indios pampas, que estaban desde siempre, era un convento con unos pocos curas, ubicado en la Laguna de los Padres. En ese asentamiento los curas intentaban evangelizar a los pampas, armar una reducción, como en Misiones, y aunque les costó bastante, de a poco fueron albergando a algunos aborígenes que aprendieron a hablar en español, a leer la Biblia y a tallar imágenes religiosas en madera. Uno de ellos era Pilmén, un muchacho que se había acercado a la reducción apenas cumplidos los trece años. Pilmén era alto, fuerte, muy curioso y rápido para aprender. Los curas de la pequeña comunidad estaban contentísimos con él, era su alumno estrella. Y lo bautizaron con un nombre cristiano: Juan. Y como el joven quería que respetaran su origen, lo llamaban Juan Pilmén, como si fuera un solo nombre.

"Un día, como a los tres años de su incorporación al convento, cuando ya Juan Pilmén era un muchacho que andaba a caballo como nadie, que hablaba el español tan bien como su lengua materna y recitaba, además de algunos pasajes

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de la Biblia, poesías españolas completas, llegó a la zona un marqués enviado por el rey de España, casi como un adelantado. El enviado del rey se hizo dueño de las tierras, se estableció cerca de los curas, a orillas de la laguna, y desde allí comenzó a organizar una estancia para criar vacas, con miras a instalar una curtiembre. Para eso, además de los españoles que lo habían acompañado, el marqués pidió a los curas que le consiguieran aborígenes para trabajar con él. Y Juan Pilmén, curioso como era, fue uno de los primeros en sumarse a la estancia. El marqués pagaba poco y mal, pero algo pagaba, y a Juan Pilmén le gustaba aprender cosas nuevas, por lo que trabajaba sin queja. Así pasaron otros dos años, el español armó su curtiembre, empezó a mandar carros cargados de cueros al puerto de Buenos A i res, y a ganar buen dinero. Y entonces decidió que ya era hora de traer a su familia a vivir con él.

Vinieron su esposa, sus dos hijos pequeños, los criados y, con todos ellos, la niña de sus ojos, su hija mayor, María Rosa.

"María Rosa era una bellísima mujercita de apenas quince años, de bucles rubios, ojos celestes, naricita respingona y boca roja como una fruta. Su

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padre se desvivía por ella. Hasta un piano le había traído, un piano bellísimo que había cruzado el mar en barco y las pampas en carro, y que había llegado, sin un rasguño, a la nueva casa americana. Y precisamente el drama comenzó un día en que María Rosa tocaba el piano: la magnífica música salía por los ventanales de la casona y Juan Filmen se acercó hasta ella, como hipnotizado. Oyó todo el concierto y luego se asomó para ver de dónde provenían los ellos sonidos. Así se encontró cara a cara con la españolita. Ella lo miró, clavando sus ojos claros en los renegridos del indio. Y algo ocurrió, sin duda. Porque a partir de ese encuentro, todos los días, sin falta, María Rosa salía a dar largos paseos a caballo por las sierras. Largos paseos en los que, casi siempre, se encontraba a Juan Pilmén, que, como por casualidad, andaba por el mismo rumbo. Y es que los dos jóvenes se habían enamorado desde el mismísimo momento en que cruzaron sus miradas por primera vez. Pero este era un amor imposible, por supuesto. De ninguna manera el marqués iba a aceptar que su pequeña se casara con un aborigen, por lo que, cuando ella se atrevió a insinuarle lo que pasaba, el padre tuvo un estallido de

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furia, mandó a su hija a encerrarse en el cuarto y de inmediato despidió al joven, prohibiéndole que se acercara a la estancia, bajo la amenaza de hacerlo

matar por los soldados de su guardia.

"Tanto María Rosa como Juan Pilmén estaban desolados. Ella no hacía otra cosa que llorar, encerrada en su cuarto, y él vagaba por los campos a caballo, sin poder detenerse. Pero una noche se decidió. Llevando el caballo de tiro con los cascos envueltos en trapos para que no hicieran ruido, entró en la estancia, golpeó la ventana de su amada y le propuso casamiento:

"—Casémonos en el convento de mis amigos los curas, y huyamos. Tu padre ya nos entenderá —le dijo ingenuamente, lleno de amor.

"Y María Rosa, tan ingenua y tan enamorada como él, aceptó de inmediato. Juntó unas pocas cosas en un atadito, se descolgó por la ventana y se subió en ancas del caballo blanco. Unos metros más allá de la tranquera montó también Juan Pilmén y ambos se dirigieron al convento. Allí, aun sabiendo que era una locura, uno de los curas se atrevió a casarlos, y los jóvenes esposos rumbearon para el lado de la costa.

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"A la mañana siguiente, cuando descubrió lo que había pasado, el marqués desató toda su furia. Mandó a llamar a los soldados y se puso al frente del grupo armado.

"— ¡Prefiero a mi hija encerrada en un convento antes que casada con un indio! —Gritó enloquecido— ¡Y ese maldito Filmen es hombre muerto!

"Fue entonces cuando se desencadenó la tragedia. El marqués y sus hombres llegaron a la toldería donde se habían refugiado los esposos pretendiendo

llevárselos, pero ellos, avisados por una vieja india unos instantes antes, subieron al caballo y escaparon hacia el mar.

"Y hasta aquí llegaron, a esta saliente de rocas donde hoy nos encontramos tomando chocolate."

— ¿Y qué pasó? —preguntó un chico, que desde la mesa de al lado había estado oyendo la historia con tanto interés como las nietas de don Juan.

El abuelo sonrió. Tomó un sorbito de agua y terminó la historia.

—Cuando llegaron a este lugar, quedaron arrinconados por los soldados, que los apuntaban con sus mosquetes. El marqués les gritó que se entregaran,

pero ellos se negaron. Y aquí mismo, ante la

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mirada atónita del padre, María Rosa besó a su esposo y tomándose muy fuerte de su cintura le gritó que saltara. Juan Filmen espoleó al caballo y desde la altura de las rocas saltaron al mar. Dicen que por un rato se los vio a los tres, la pareja y el noble caballo blanco, luchando con las olas. Y luego ya no se los vio.

--¿Y así termina? —preguntó Violeta, una de la nietas, desconsolada.

--No, hay algo más. El padre de María Rosa, enloquecido de dolor y arrepentimiento, mandó a construir este Torreón y se encerró aquí con unos pocos muebles y el piano de su hija, que él no sabía tocar. Y dicen que durante muchos años, después de su muerte, en las noches sin luna se oía el sonido de un piano en el Torreón abandonado, acompañado por los relinchos fantasmales de un caballo blanco.

El abuelo terminó la historia. Martina, su otra nieta, lo miró con los ojos grandes.

--¿Es verdad, abuelo?

--Quizá sí, quizá no —respondió el viejo, con la mirada clavada en el piano antiguo que sonaba en un rincón del Torreón.

Afuera seguía cayendo la lluvia.

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Las fiestas del '75

Para mi querido, inolvidable primo Ornar.

Yo empecé a saber que esas fiestas serían distintas casi un mes antes, cuando mi madre nos dijo, a mis hermanas y a mí, que por fin íbamos a conocer al tío Sergio. Estábamos comiendo y mamá nos habló como al descuido, mientras servía la comida. Recuerdo que nos hablaba y miraba de reojo a mi padre, que, con la cabeza gacha y cada vez más serio, fijaba la vista en su plato.

Fue para las navidades del '75; yo tenía entonces diez años recién cumplidos y por supuesto creía con fervor en la importancia y la alegría de aquellas reuniones. Yo amaba esas fiestas. Amaba el reencuentro con mis primos, especialmente con Ornar, que, con sus once años, era el mayor y el líder. Me

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gustaba también eso que llaman el "espíritu de las fiestas", la camaradería de los cuñados y las concuñadas, los yernos y las suegras, los hermanos políticos. Yo no podía ver los trasfondos familiares, las sonrisas falsas, ciertos celos, algunas envidias, viejos rencores encubiertos, así es que todo lo disfrutaba. Disfrutaba jugando con Ornar y con los demás primos, y también cuando mi papá abrazaba al tío Arturo, o sacaba a bailar a la tía Teresa. O cuando mi mamá aparecía con los regalos

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