Peste Escarlata
martincartuche25 de Enero de 2012
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La peste escarlata
Jack London
El camino, de borroso trazado, seguía lo que en otro tiempo había sido el terraplén de
una vía férrea que, desde hacía muchos años, ningún tren había recorrido. A derecha e
izquierda, el bosque, que invadía e hinchaba las laderas del terraplén, envolvía el camino en
una ola verde de árboles y matorrales. El camino no era otra cosa que un simple sendero, con
anchura apenas suficiente para que dos hombres avanzaran de lado. Era algo así como una
pista de bestias salvajes.
Aquí y allí se veían fragmentos de hierro oxidado que indicaban que, debajo de la
maleza, seguía habiendo rieles y traviesas. En cierto punto, un árbol, al crecer, había
levantado en el aire un riel entero, que quedaba al descubierto. Una pesada traviesa había
seguido al riel, y seguía unida a él por medio de una tuerca. Debajo se veían las piedras del
balasto, medio recubiertas de hojas muertas. El riel y la traviesa, enlazadas de aquel modo
extraño, apuntaban hacia el cielo, fantasmagóricamente. Por vieja que fuera la vía férrea, se
constataba sin dificultad, por su estrechez, que había sido de vía única.
Un anciano y un muchacho iban por el camino. Avanzaban con lentitud, ya que el
viejo estaba doblado bajo el peso de los años. Un comienzo de parálisis hacía que sus
miembros y sus ademanes temblequearan, y caminaba apoyado en su bastón.
Un gorro de piel de cabra le protegía la cabeza del sol. Por debajo de este gorro
pendía una franja de ralos cabellos blancos, sucios y desgreñados. Una especie de visera,
ingeniosamente hecha con una ancha hoja curva, le protegía los ojos de un exceso de luz.
Banjo esa visera, la mirada del pobre hombre, bajada hacia el suelo, seguía atentamente el
movimiento de sus propios pies en el sendero.
Su barba caía en greñas torrenciales hasta su cintura, y hubiera debido ser, igual que
los cabellos, blanca como la nieve; pero, como ellos, testimoniaba una negligencia y una
miseria extremas.
Un mísero vestido de piel de cabra, de una sola pieza, colgaba sobre el pecho y la
espalda del viejo, cuyos brazos y piernas, lastimosamente descarnados, y cuya
piel marchita- testimoniaban una edad muy avanzada. Las desolladuras y cicatrices que le
cubrían los miembros, así como lo atezado de su piel, indicaban que hacía largo tiempo que
aquel hombre estaba expuesto al choque-directo con la naturaleza y los elementos.
El muchacho andaba delante suyo, ajustando el ardoroso vigor de sus piernas a los
pasos lentos del viejo que le seguía. También él tenía por única vestidura una piel de animal:
un trozo de piel de oso de bordes desiguales, con un agujero central por el que se lo pasaba
por la cabeza.
Aparentaba todo lo más doce años, y llevaba, coquetonamente colocada encima de
una oreja, una cola de cerdo recién cortada.
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Llevaba en la mano un arco de tamaño medio y una flecha, y en su espalda colgaba un
carcaj lleno de flechas. De una funda que le pendía del cuello, sujeta por una correa, salía el
mango nudoso de un cuchillo de caza. El muchacho era negro como una mora, y su modo
ágil de moverse recordaba el de un gato. Sus ojos azules, de un azul intenso, eran vivos y
penetrantes como barrenas, y su color celeste contrastaba extrañamente con la piel quemada
por el sol que los enmarcaba.
Su mirada parecía saltar incesantemente hacia todos los objetos circundantes, y las
aletas de su nariz palpitaban y se dilataban en un perpetuo acecho del mundo exterior, del que
recogían ávidamente todos los mensajes. Su oído parecía igualmente fino, y estaba tan
adiestrado que operaba automáticamente, sin ningún esfuerzo auditivo especial. Con toda
naturalidad, sin la menor tensión adicional, su oído percibía, en la aparente calma reinante,
los más leves sonidos, los distinguía unos de otros y los clasificaba: el roce del viento en las
hojas, el zumbido de una abeja o una mosca, el rumor sordo y lejano del mar, que llegaba
atenuado en un débil murmullo, el imperceptible rascar de las patas de un pequeño roedor
limpiando de tierra la entrada de su guarida...
De pronto, el cuerpo del muchacho se tensó en posición de alerta. El sonido, la visión
y el olor lo habían advertido simultáneamente. Tendió la mano hacia el viejo, lo tocó, y
ambos permanecieron inmóviles y silenciosos.
Algo había crujido delante de ellos, en la pendiente del terraplén, hacia su cima. Y la
veloz mirada del muchacho se clavó en los matorrales cuya parte superior se movía.
Entonces, un gran oso pardo se les mostró, saliendo ruidosamente, y también él se
detuvo instantáneamente, al ver a los dos humanos.
Al oso no le gustaban los hombres. Gruñó rabiosamente. Lentamente, dispuesto a
afrontar lo que viniera, el muchacho colocó la flecha en el arco y tensó la cuerda, sin dejar de
mirar a la bestia. El viejo, por debajo de la hoja que le servía de visera, espiaba el peligro, tan
quieto como su acompañante.
Durante unos momentos, el oso y los dos humanos se miraron. Luego, en vista de que
la bestia, con sus gruñidos, manifestaba una creciente irritación, el muchacho hizo un signo al
viejo, con un leve movimiento de cabeza, de que era conveniente dejar libre el sendero y
bajar la pendiente del terraplén. Eso hicieron, el viejo primero y luego el muchacho, que-le
seguía andando hacia atrás, con el arco tenso y dispuesto a tirar.
Cuando llegaron abajo, esperaron hasta que un fuerte ruido de hojas y de ramas
movidas, al otro lado del terraplén, les hizo saber que el oso se había alejado.
Volvieron a la cima, y el muchacho dijo, con una risita prudentemente atenuada:
-¡Ése era grande, abuelo!
El viejo hizo una seña afirmativa. Meneó tristemente la cabeza, y contestó, con una
voz de falsete parecida a la de un niño:
-Cada día hay más. ¡Quién hubiera pensado que viviría lo bastante para ver unos
tiempos en que se corre peligro de muerte por el mero hecho de circular por el territorio del
balneario de Cliff-House! En la época de la que te hablo, Edwin, cuando yo era un niño,
acudían aquí, en verano, a decenas de miles, hombres, mujeres, niños y niñas. Y entonces no
había osos por aquí, puedes estar seguro. O, al menos, eran tan escasos que se los metía en
jaulas y se. pagaba dinero por verlos.
-¿Dinero, abuelo? ¿Y eso qué es?
Antes de que el viejo contestara, Edwin se dio un golpe en la frente: se había
acordado. Se metió la mano en una especie de bolsillo inserto en la piel de oso, y
sacó de él, triunfalmente, un dólar de plata, abollado y deslustrado.
Los ojos del anciano se iluminaron cuando se inclinó sobre la moneda.
-Mi vista es mala -murmuró-. Mira tú, Edwin, si puedes descifrar la fecha que lleva.
El niño se echó a reír y exclamó, divertidísimo:
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-¡Eres increíble, abuelo! ¡Sigues tratando de hacerme creer que estos pequeños signos
que hay ahí quieren decir algo!
El viejo gimió profundamente, y acercó el pequeño disco a dos o tres pulgadas de sus
ojos.
-¡Dos mil doce! -exclamó, finalmente. Luego se lanzó a un parloteo chistoso.
-¡Dos mil doce! Fue el año en que Morgan V fue elegido presidente de los Estados
unidos por la Asamblea de Magnates. Debe ser una de las últimas monedas que se acuñaron,
porque la muerte escarlata llegó en el año dos mil trece. ¡Señor! ¡Señor! ¡Cuando pienso en
ello! Hace sesenta años. ¡Y hoy soy el único superviviente de aquel tiempo! ¿Dónde has
encontrado esta moneda, Edwin? .
Edwin, que había escuchado a su abuelo con la benévola condescendencia que se
merecen los desvaríos de los débiles mentales, respondió en seguida:
-¡Me la dio Hu-Hu! La encontró cuando guardaba su rebaño de cabras, cerca de San
José, la primavera pasada. Hu-Hu dice que es plata... Pero, ¿no tienes hambre, abuelo? ¿Por
qué no seguimos andando?
El pobre hombre, después de devolverle el dólar a Edwin, asió su bastón con mayor
fuerza y se apresuró hacia el sendero, brillándole de gula los ojos.
-Esperemos musitó- que Cara de Liebre haya encontrado algún cangrejo... ¡Quizá dos
cangrejos! Es bueno de comer, lo que tienen dentro los cangrejos.
Muy bueno de comer, cuando ya no se tienen dientes, y cuando uno tiene nietos como
vosotros, que quieren a su abuelo y se sienten obligados a conseguirle cangrejos. Cuando yo
era niño...
Pero Edwin había visto algo; se había detenido, y, llevándose un dedo a los labios,
hizo al anciano signo de callarse. Colocó una flecha en la cuerda de su arco y
avanzó, al amparo de una vieja tubería de agua medio reventada que, al estallar, había
desplazado un riel. Bajo la parra silvestre y las plantas trepadoras que la cubrían se veía la
gruesa tubería oxidada.
El muchacho, avanzando de aquel modo, llegó junto a un conejo que estaba sentado
junto a un matorral y que le miró, titubeante y tembloroso. La
...