Resumen Cronica De Una Muerte Anunciada
nanocore1234561 de Noviembre de 2012
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Hace un par de años, en su casa de Bogotá, al frente del Parque de la 88, le
pregunté a García Márquez si nunca había sentido la tentación de escribir una novela
negra. «Ya la escribí -me dijo-, es Crónica de una muerte anunciada.» Afuera, sobre el
césped verde, amos y perros daban el paseo del mediodía bajo un sol radiante, raro
en Bogotá para el mes de febrero. «Lo que sucede es que yo no quise que el lector
empezara por el final para ver si se cometía el crimen o no -continuó diciendo-, así que
decidí ponerlo en la frase inicial del libro.» Era la primera vez que veía a García
Márquez. Yo había aprendido a amar la literatura por haber leído, entre otras cosas,
sus novelas. Estaba muy emocionado escuchándolo. «De este modo agregó- la gente
descansa de la intriga y puede dedicarse a leer con calma qué fine lo que pasó. »
Dicho esto enumeró una larga serie de historias de género negro en la literatura y
concluyó que su preferida era Edipo Rey, de Sófocles: «Porque al final uno descubre
que el detective y el asesino son la misma persona». A García Márquez le gusta hablar
de literatura. Quedan pocos escritores a los que les guste hablar de literatura Pero Crónica de una muerte anunciada es, sobre todo, una exacta y eficaz pieza de
relojería. Los hechos que rodean la muerte de Santiago Nasar, en la madrugada
siguiente al fallido matrimonio de Bayardo San Román con Ángela Vicario, van siendo
reconstruidos uno a uno por el narrador, agregando cada vez, con los testimonios de
los protagonistas, la información necesaria para que el muro se levante en equilibrio,
la curiosidad del lector quede azuzada y se forme una ambiciosa historia coral,
nutrida de múltiples voces. Las voces de todos aquellos que, años después,
recuerdan, confiesan u ocultan algún detalle nuevo del crimen, algún matiz que
completa la tragedia. Porque al fin y al cabo Crónica de una muerte anunciada es
también una tragedia moderna. Los personajes son empujados a la acción por
fuerzas que no controlan. Los hermanos Vicario, los asesinos, se ven obligados a
cumplir un destino, que es el de lavar la honra de su hermana, matando a Santiago
Nasar. Pero ninguno de los dos quiere hacerlo, y, como dice el narrador, «hicieron
mucho más de lo que era imaginable para que alguien les impidiera matarlo, y no lo
consiguieron». El coronel Aponte, el alcalde, alertado por las voces, los desarma; pero
es inútil, pues es demasiado temprano y los hermanos tienen tiempo de reponer con
desgano los cuchillos. Clotilde Armenta, la propietaria de la tienda donde los Vicario
esperan el amanecer, llega incluso a sentir lástima por ellos y le suplica al alcalde
que los detenga, «para librar a esos pobres muchachos del horrible compromiso que
les ha caído encima». Algo más fuerte que la voluntad de los hombres mueve los hilos.
Los vecinos de la familia Nasar, y en realidad todo el pueblo, saben que Santiago va
a ser asesinado e intentan avisarle, pero ninguna de las estafetas llega a su destino.
Deslizan por debajo de la puerta una nota que nadie ve. Se envían razones con
pordioseros que llegan tarde, y muchos, al ver que es una muerte tan anunciada, no hacen nada simplemente porque no les parece posible que el propio Nasar o su
madre no lo sepan ya y no hayan previsto algo para evitarlo. La madre del narrador
es una de las que sí cree que debe hacer algo, y entonces se viste para salir a alertar
a la mamá de Santiago Nasar; pero antes tiene esta extraordinaria conversación con
su marido, quien le pregunta adónde va:
A prevenir a mi comadre Plácida -contestó ella-. No es justo que todo el mundo sepa
que le van a matar el hijo, y que ella sea la única que no lo sabe.
-Tenemos tantos vínculos con ella como con los Vicario -dijo mi padre.
-Hay que estar siempre del lado del muerto -dijo ella Pero cuando sale a la calle le dicen que ya lo mataron. Y así, todos los que quieren
prevenir la muerte son cuidadosamente apartados: sus mensajes no llegan. En
realidad, el único en todo el pueblo que no sabe del crimen es la propia víctima,
perdido entre otras cosas por el cambio en los hábitos diarios que supone, muy de
mañana, la visita de un obispo que ni siquiera puso el pie en el puerto y que los
bendijo desde el barco, alejándose entre resoplidos de vapor. Si en esas lejanías del
Trópico se castigara como delito la «no asistencia apersona en peligro», habría que
meter a la cárcel a todo el pueblo, incluidos el cura y el alcalde. Crónica de una
muerte anunciada es, por lo demás, una joya rara en la obra de García Márquez,
pues es él mismo quien relata la historia en primera persona. El «yo» inquietante que
desde el principio reconstruye los hechos se va reconociendo en el autor hasta
descubrirse del todo, pues dice: «Muchos sabían que en la inconsciencia de la
parranda le propuse a Mercedes Barcha que se casara conmigo, cuando apenas
había terminado la escuela primaria, tal como ella misma me lo recordó cuando nos
casamos catorce años después». Mercedes Barcha es la «Gaba», así le dicen sus más
íntimos amigos. De este modo el título del libro se acaba de llenar de sentido: no sólo
es una muerte anunciada, sino que además se trata de una crónica, en el mejor estilo
periodístico. García Márquez, el cronista, cita las fuentes de cada información
precisando el origen, sin que nada quede al azar de la imaginación. Y es aquí en
donde el libro adquiere su máxima precisión de relojería suiza. Las fronteras de la
crónica periodística y de la literatura se disuelven y ningún dato queda suelto, nada
de lo narrado aparece sin una previa justificación. La costa atlántica colombiana, por
los años en que se publicó esta novela, era aún vista desde la capital del país como
algo remoto, y en esa mirada había ínfulas de superioridad y de arrogancia
justificadas sólo por el hecho de que en Bogotá estaban los edificios grecorromanos
del Capitolio y el Palacio Presidencial. Esa costa, y lo costeño -llamado
despectivamente «corroncho» por los del interior-, con su mezcla de tradiciones caribes, El día en que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5.30 de la mañana para
esperar el buque en que llegaba el obispo. Había soñado que atravesaba un bosque de
higuerones donde caía una llovizna tierna, y por un instante fue feliz en el sueño, pero al
despertar se sintió por completo salpicado de cagada de pájaros. «Siempre soñaba con
árboles», me dijo Plácida Linero, su madre, evocando 27 años después los pormenores
de aquel lunes ingrato. «La semana anterior había soñado que iba solo en un avión de
papel de estaño que volaba sin tropezar por entre los almendros», me dijo. Tenía una
reputación muy bien ganada de interprete certera de los sueños ajenos, siempre que se
los contaran en ayunas, pero no había advertido ningún augurio aciago en esos dos
sueños de su hijo, ni en los otros sueños con árboles que él le había contado en las
mañanas que precedieron a su muerte. Tampoco Santiago Nasar reconoció el presagio. Había dormido poco y mal, sin
quitarse la ropa, y despertó con dolor de cabeza y con un sedimento de estribo de cobre
en el paladar, y los interpretó como estragos naturales de la parranda de bodas que se
había prolongado hasta después de la media noche. Más aún: las muchas personas que
encontró desde que salió de su casa a las 6.05 hasta que fue destazado como un cerdo
una hora después, lo recordaban un poco soñoliento pero de buen humor, y a todos les
comentó de un modo casual que era un día muy hermoso. Nadie estaba seguro de si se
refería al estado del tiempo. Muchos coincidían en el recuerdo de que era una mañana
radiante con una brisa de mar que llegaba a través de los platanales, como era de
pensar que lo fuera en un buen febrero de aquella época. Pero la mayoría estaba de
acuerdo en que era un tiempo fúnebre, con un cielo turbio y bajo y un denso olor de
aguas dormidas, y que en el instante de la desgracia estaba cayendo una llovizna
menuda como la que había visto Santiago Nasar en el bosque del sueño. Yo estaba
reponiéndome de la parranda de la boda en el regazo apostólico de María Alejandrina
Cervantes, y apenas si desperté con el alboroto de las campanas tocando a rebato,
porque pensé que las habían soltado en honor del obispo.
Santiago Nasar se puso un pantalón y una camisa de lino blanco, ambas piezas sin
almidón, iguales a las que se había puesto el día anterior para la boda. Era un atuendo
de ocasión. De no haber sido por la llegada del obispo se habría puesto el vestido de
caqui y las botas de montar con que se iba los lunes a El Divino Rostro, la hacienda de
ganado que heredó de su padre, y que él administraba con muy buen juicio aunque sin
mucha fortuna. En el monte llevaba al cinto una 357 Magnum, cuyas balas blindadas,
según él decía, podían partir un caballo por la cintura. En época de perdices llevaba
también sus aperos de cetrería. En el armario tenía además
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