Economía .
fercor0007Tesis30 de Mayo de 2015
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debe olvidarse que la riqueza de las naciones reside en y es generada por sus habitantes. A mayor número de habitantes con educación y medios de producción, mayor la riqueza generada. Así, quizá lo ideal sería que la población nacional siguiese creciendo con tasas bajas (digamos del 1%) pero sostenidas, tal como lo ha venido haciendo nuestro vecino del norte (en su caso en buena medida debido a la inmigración).
La futura posible distribución territorial de la población plantea otras preguntas de interés que también reclaman decisiones de políticas públicas. El comportamiento del pasado en la distribución de la población por grandes regiones muestra inercias importantes que no permiten prever cambios mayores; así, por ejemplo, si el país se divide en las grandes regiones definidas en los planes de desarrollo de las últimas administraciones federales, las tendencias apuntan a que dentro de 20 años la participación de dichas regiones en la población nacional no diferirá de la actual en más de uno o dos puntos porcentuales. ¿Es dicha distribución la preferible o simplemente el efecto secundario resultado de las terapias políticas y económicas a las que hemos sometido al país (el centralismo, en particular)? ¿Es ésta la distribución más racional desde el punto de vista económico, de desarrollo social, de aprovechamiento y conservación de los recursos, etcétera? ¿Hay maneras de inducir una menor dispersión de la población en localidades con muy pocos habitantes? ¿Las hay para inducir un mayor crecimiento de las ciudades intermedias y uno menor de las grandes megalópolis?
En los próximos 20 años cobrará fuerza uno de los cambios demográficos que mayores repercusiones podría tener sobre el desarrollo nacional: el envejecimiento relativo de la población (la mediana de edad de la población pasó de 19 a 26 años entre 1990 y 2010 y seguramente rebasará los 30 años en 2030)2, producto de una mayor esperanza de vida al nacer y menores tasas de natalidad. Con el crecimiento de la proporción de la población mayor de 65 años de edad, en el año 2030 se habrá agotado el llamado bono demográfico. La esperanza de vida de los mexicanos al nacer podría rebasar entonces los 80 años, aún sin los avances científicos que algunos esperan sobre el control de la muerte celular. Las generaciones de jóvenes tendrán entonces una mayor carga para sostener a los viejos. Las pensiones de retiro serán un tema de creciente importancia. Es cierto que la edad de retiro seguramente seguirá elevándose para quienes recién ingresen al mercado de trabajo, pero aún así la responsabilidad intergeneracional será alta. Por otro lado, las implicaciones de una población envejecida van más allá del asunto de las pensiones; la carga sobre el sistema de salud, por ejemplo, seguramente se incrementará de manera importante (ante una mayor incidencia de enfermedades crónico-degenerativas, con costos por paciente mucho más elevados), haciendo difícil la atención a la salud de los viejos. Hasta ahora el envejecimiento demográfico es visto principalmente como una pesada losa que habrá que cargar en el futuro; poco o nada se ha explorado sobre lo que la población vieja podría aportar al desarrollo nacional mediante políticas públicas apropiadas que permitiesen aprovechar su experiencia y conocimientos.
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Con todo y ser pocos, 20 años, bien aprovechados, dan para bastante, aunque no sea en la dirección preferible. En 1990 México había dado ya un primer paso en el camino de su apertura económica al incorporarse (en 1986) al Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y de Comercio (GATT).3 Pero hace 20 años nuestro país todavía no pertenecía a la OCDE(ingresaría a ella en 1994), ni había firmado aún acuerdo alguno de libre comercio (ni siquiera el primero y más importante, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), que se firmaría en 1993, para entrar en vigor el primero de enero de 1994); esto es, México estaba todavía por iniciar el proceso que lo llevaría a ser, para orgullo y beneficio de algunos y no tanto de otros, “una de las economías más abiertas del mundo”. A juzgar por las tasas de crecimiento del PIB nacional, la participación de México en la globalización no ha tenido los resultados prometidos. El comercio exterior se incrementó de manera notable (y abrupta) con el TLCAN, cierto, pero ello no se tradujo en altas tasas de crecimiento de la economía. México le apostó al mercado exterior como motor de crecimiento, pero olvidó que éste sólo puede serlo cuando el mercado interno es fuerte, y en nuestro caso no lo es. Y ¿cómo fortalecer el mercado interno cuando resulta herejía plantear incrementos anuales a los salarios mínimos ligeramente por encima de la inflación? En todo caso, el desarreglo financiero internacional persistente luego de la crisis del 2008 ha llevado a algunos analistas a cuestionar si en el futuro será o no sostenible el modelo de globalización y libre mercado que hoy opera en el mundo. ¿Seguirán las élites nacionales apostándole ortodoxa y puritanamente a un modelo que aparentemente podría no tener porvenir?
La receta fácil y atractiva de la apertura hacia el exterior y del reinado de las fuerzas del libre mercado hacia el interior, se ha traducido en una economía titubeante, con grandes oligopolios, entregada al capital internacional, con una feroz desigualdad en la distribución de la riqueza y una parte muy importante de la población nacional por debajo de la línea de pobreza.4 Entre 1990 y 2010 el pib per cápita del país se incrementó apenas un 20%, o lo que es lo mismo apenas cerca del 1% anual medio. México no ha sabido, no ha podido, ser competitivo en los mercados internacionales. Lo peor es que no sabe cómo serlo. En el mundo actual, y más todavía en el de los próximos 20 años, la clave de la competitividad está en el conocimiento, en el desarrollo científico y tecnológico y la capacidad de innovación. Pero de ello no parecen estar enterados los encargados de las políticas públicas del país. Y contra la ley, seguimos estando lejos de invertir el 1% del PIBen investigación y desarrollo. Ello y las condiciones económicas generales propician además la llamada “fuga de cerebros”. Cuando sobre la competitividad del país se alega, lo que tampoco es tan frecuente como debiera serlo, es casi obligado hablar de la tasa de cambio, de la regulación, de la flexibilidad del mercado laboral; pocas veces o casi nunca, sobre la generación de conocimientos, desarrollo tecnológico y orientación hacia la innovación de productos, procesos y servicios.
Hace 20 años había quienes veían como peligro la “petrolización” de la economía nacional. Curiosamente dentro de 20 años podría darse el caso de que México fuese importador neto de crudo. La razón de reservas probadas a producción ha venido cayendo de manera importante, a pesar de una reducción en los niveles de producción. De no cambiar radicalmente la trayectoria energética, antes de 15 años el país podría dejar de tener excedentes petroleros para exportación y un déficit creciente para su consumo interno. Ello por supuesto tendría repercusiones graves en las finanzas públicas. Y en el panorama no se ve claro cuál o cuáles sectores podrían sustituir al petróleo como generadores de divisas. Hace 20 años, a pesar de que la migración de mexicanos hacia Estados Unidos distaba mucho de ser un fenómeno novedoso, las remesas que los emigrantes enviaban al país no eran significativas (ni siquiera eran bien conocidas; aunque el rubro no aparecía en los informes anuales de la balanza de pagos del Banco de México, éste las estimaba en 2 mil millones de dólares, mientras que Telecom lo hacía en 6 mil millones). Hoy, a pesar de la reciente crisis, las remesas son la segunda fuente de ingresos del país; gracias a ellas una porción importante de las familias pobres puede capear el temporal. Pero, ¿y dentro de 20 años? El futuro de esta fuente de ingresos es más incierto que el de la propia migración5, pero parece difícil que su futuro crecimiento se asemeje al de los últimos 20 años. ¿Será entonces la apuesta futura por el turismo?
El problema del desempleo y subempleo ha cobrado una nueva dimensión. Si a mediados de la primera década de este siglo dicho problema era ya suficientemente importante como para que el presidente se autodefiniese como el “presidente del empleo”, hoy lo es todavía más. La economía formal simplemente ha sido incapaz de generar el algo más de un millón de empleos por año que la dinámica demográfica exige. La economía informal, deseable o no, ha actuado como amortiguador, como también lo ha hecho la emigración hacia Estados Unidos (según las cifras del Censo de 2010, en el último lustro la emigración dio acomodo laboral en el país del norte a cerca de 200 mil trabajadores por año)5. Para que el problema del desempleo no se agrave en el futuro, la economía tendrá que crecer de manera sostenida al 5% anual. Ello no es una meta inalcanzable, pero tampoco será fácil, por lo menos no sin antes darle una nueva orientación al modelo de desarrollo económico adoptado. Sin una solución pronta al problema del desempleo y subempleo, antes de cumplirse los siguientes 20 años México podría verse envuelto en estallidos sociales importantes que nadie desea.
Dos asuntos adicionales merecen así sea una reflexión de pasada. Uno es la insuficiencia del ahorro interno para financiar las inversiones productivas que requiere el país. México tendría que incrementar en cinco puntos o más el ahorro interno como por ciento del PIBpara lograr un desarrollo sano. La pregunta es si en los próximos años el país podrá o no romper con la inercia de los últimos 20 y lograr dicho incremento.
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