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El Hombre Y Lavivoera


Enviado por   •  18 de Noviembre de 2012  •  2.235 Palabras (9 Páginas)  •  286 Visitas

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Es sabido de antiguo, y ningún hombre sensato e ilustrado se atreverá

a negarlo, que los ojos de la serpiente tienen poderes magnéticos.

Quienes afrontan su mirada se sienten arrastrados hacia ella, a pesar

de su voluntad, y terminan sucumbiendo miserablemente a su fatal

mordedura.

En bata y pantuflas, recostado cómodamente en un sofá, Harker Brayton

sonrió al leer la frase precitada en las viejas Maravillas de la

ciencia, de Morryster. "La única maravilla -se dijo a sí mismo- es que

los hombres sensatos e ilustrados del tiempo de Morryster hayan creído

en semejante pamplina, que hoy rechaza hasta el más ignorante."

Pensó en ello -porque Brayton era un hombre reflexivo- e

inconscientemente bajó el libro sin cambiar la dirección de su mirada.

No bien bajó el libro, que se interponía entre sus ojos y el rincón

oscuro de la habitación, algo le llamó la atención.

En la sombra, junto a la parte inferior de la cama, vio dos puntitos

luminosos a una pulgada de distancia uno de otro. Bien podían ser el

reflejo del mechero de gas, que tenía encima, en las cabezas de dos

clavos de metal. No hizo caso y prosiguió leyendo. Momentos después,

por algún impulso que no se le ocurrió analizar, bajó de nuevo el libro

en busca de lo que había visto antes. Los puntos de luz continuaban

allí, más resplandecientes, con un fulgor verdoso que no había

observado al principio. Era posible, también, que se hubieran movido,

estaban un poco más cerca... pero la sombra todavía muy espesa ocultaba

su naturaleza y origen a una atención indolente, y Brayton reanudó su

lectura.

De pronto algo en la lectura le sugirió un pensamiento que le hizo

sobresaltar. Bajó por tercera vez el libro, lo apoyó en el borde del

sofá. Entonces el libro escapó de su mano y cayó al suelo, con la

contratapa hacia arriba. Brayton, incorporado a medias, escrutaba la

sombra acumulada debajo de la cama, allí donde brillaban los puntos de

luz con redoblado fulgor. Ahora su atención se había despertado del

todo, su mirada era ansiosa, imperativa. Descubrió, casi justo a los

pies de la cama, los anillos de una gruesa serpiente: ¡aquellos puntos

de luz eran sus ojos! Por delante de los anillos recónditos, se erguía

la horrible cabeza que descansaba, horizontal y chata, en la vuelta más

alta de la espiral. Esa cabeza apuntaba hacia él. El contorno de la

mandíbula, ancha, brutal, y de la estúpida frente señalaban la

dirección de su perversa mirada. Ya los ojos no eran meros puntos de

luz. Estaban clavados en los suyos con una intención, una maligna

intención.

II

El hallazgo de una víbora en el dormitorio de una casa de la ciudad -

una lujosa casa de una ciudad moderna- no es, por suerte, un hecho tan

común que no requiera explicación. Harker Brayton, hombre de treinta y

cinco años, soltero, estudioso, desocupado, con alguna afición a los

deportes, rico, sano, simpático, había vuelto a San Francisco después

de un extenso viaje por comarcas remotas y exóticas. Como sus gustos,

que siempre fueron un poco sibaritas, se habían exacerbado con tantos

meses de forzado ascetismo, y ni siquiera el Castle Hotel de San

Francisco pudiera satisfacerlos, aceptó de buena gana la hospitalidad

de su amigo el doctor Druring, un distinguido hombre de ciencia. La

casa del doctor Druring, grande y anticuada, en lo que había pasado a

ser un modesto suburbio de la ciudad, tenía un aspecto exterior y

visible de orgullosa reserva. No era posible asociarla con las demás

casas del barrio, ahora tan venido a menos, y daba la impresión de

haber adquirido alguna

de aquellas excentricidades que se desarrollan en el aislamiento. Entre

otras, un pabellón sin ninguna afinidad arquitectónica con el resto del

edificio; por añadidura, opuesto a él en cuanto a sus propósitos,

porque era una combinación de laboratorio, jardín zoológico y museo.

Allí el doctor daba rienda suelta a su vocación científica y estudiaba

las formas de la vida animal que despertaban su interés y satisfacían

sus gustos; interés y gustos, dicho sea de paso, inclinados a las

especies más inferiores. Para caerle en gracia, los animales debían por

lo menos conservar algunas características rudimentarias que los

vincularan a los "dragones de la Edad Primaria". Tal era el caso de los

sapos y las víboras. Indiscutiblemente, las simpatías científicas del

doctor iban dirigidas al orden de los reptiles.

Adoraba

...

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