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Teoria

letizia1109Síntesis21 de Abril de 2015

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Estaba viendo la cobertura televisiva de la controversia sobre Woodstock '94, el festival en honor del 25° aniversario del primer concierto de homónimo. Los eruditos hijos de la era del baby boom y los avejentados astros del rock decían que las latas de Woodstock Memorial Pepsi a dos dólares cada una, los llaveros de recuerdo y los cajeros automáticos de la nueva celebración traicionaban el espíritu anticomercial de la primera; lo más increíble era que se quejaban de que los condones conmemorativos de tres dólares marcaban el fin de la era del «amor libre» (como si el sida fuera una afrenta malintencionada a su nostalgia).

A pesar de que el festival conmemorativo se dirigía principalmente a adolescentes y universitarios y que presentaba grupos del momento, como Green Day, ni un solo comentarista reflejó lo que podía significar esta conversión de la cultura juvenil en artículo de consumo para los jóvenes que asistían al concierto. No les importaba la ofensa inferida a los hippies décadas después del acontecimiento, ni a lo que se siente cuando se ve vender la propia cultura en el momento de vivirla.

La única mención que se hizo a una nueva generación de jóvenes se oyó cuando los organizadores, al enfrentar las acusaciones de antiguos hippies de que habían montado un Woodstock de la Codicia o de la Banalidad explicaron que si no rebajaban y modificaban el evento, los jóvenes de la actualidad lo rechazarían. John Roberts, el promotor de Woodstock, explicó que «los jóvenes de la actualidad están acostumbrados a la comercialización. Es probable que si un joven de hoy va a un concierto y no encuentra nada que comprar se enfade mucho» Roberts no es el único que tiene esta opinión. El periodista de Advertising Age, Jeff Jensen, llega a afirmar que los jóvenes de la actualidad «no sólo piensan que vender es bueno, sino moderno». No hacerlo es... anticuado. Tampoco es necesario hacer mucho romanticismo respecto al Woodstock original. Entre (muchas) otras cosas, fue un gran festival de rock con promoción comercial y pensada para lograr ganancias.

Todo eso cambió a principios de la década de 1990, cuando los hijos del baby boom abandonaron su lugar en la cadena del consumo y las marcas sufrieron su crisis de identidad. Hacia la época del Viernes de Marlboro, Wal Street examinó mejor las marcas que florecieron durante la recesión y descubrieron algo interesante. Entre las industrias que capeaban el temporal o que mejoraban se contaban las empresas de cerveza, las de bebidas ligeras, las cadenas de comida rápida y los fabricantes de zapatillas, por no mencionar los chicles ni las muñecas Barbie. Había algo más: 1992 era el primer año desde 1975 en que la cantidad de adolescentes estadounidenses comenzó a aumentar. No era época para vender Tide y Snuggle a las amas de casa, sino de lanzar la MTV, Nike, Hilfilger, Microsoft, Netscape y Wired a los adolescentes de todo el mundo y a sus imitadores. Sus padres podían haber cuidado su dinero, pero los hijos estaban dispuestos a pagar para ser aceptados. Por medio de este proceso, la presión de los coetáneos se convertía en una poderosa fuerza del mercado que dejaba pálido el consumismo de los padres. Como dijo la minorista de la vestimenta Elise Decoteau sobre sus jóvenes clientes, «se mueven en manada. Si le vendes a uno, les venderás a todos los de su clase y a todo su colegio» Sólo había que conquistar a uno. Como habían demostrado las marcas superestrellas como Nike, a las empresas no iba a bastarles comercializar los mismos productos entre un público más joven, sino que necesitaban crear nuevas identidades de marca a tono con esta nueva cultura.

Impulsadas por la promesa de las marcas y por el mercado juvenil, las empresas atravesaron un período de energía creativa. Lo cool, lo alternativo, lo joven, lo novedoso o como se le quiera llamar constituía la identidad perfecta para las empresas

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