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Amor De Trasferencia


Enviado por   •  12 de Diciembre de 2011  •  4.450 Palabras (18 Páginas)  •  448 Visitas

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Biblioteca | Sigmund Freud

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TODO principiante en psicoanálisis teme principalmente las dificultades que han de suscitarle la interpretación de las ocurrencias del paciente y la reproducción de lo reprimido. Pero no tarda en comprobar que tales dificultades significan muy poco en comparación de las que surgen luego en el manejo de la transferencia.

De las diversas situaciones a que da lugar esta fase del análisis, quiero describir aquí una, precisamente delimitada, que merece especial atención, tanto por su frecuencia y su importancia real como por su interés teórico. Me refiero al caso de que una paciente demuestre con signos inequívocos o declare abiertamente haberse enamorado, como otra mortal cualquiera, del médico que está analizándola. Esta situación tiene su lado cómico y su lado serio e incluso penoso, y resulta tan complicada, tan inevitable y tan difícil de resolver, que su discusión viene constituyendo hace mucho tiempo una necesidad vital de la técnica psicoanalítica. Pero, reconociéndolo así, no hemos tenido hasta ahora, absorbidos por otras cuestiones, un espacio libre que poder dedicarle, aunque también ha de tenerse en cuenta que su desarrollo tropieza siempre con el obstáculo que supone la discreción profesional, tan indispensable en la vida como embarazosa para nuestra disciplina. Pero en cuanto la literatura psicoanalítica pertenece también a la vida real, surge aquí una contradicción insoluble. Recientemente he tenido que infringir ya en un trabajo los preceptos de la discreción para indicar cómo precisamente esta situación concomitante a la transferencia hubo de retrasar en diez años el desarrollo de la terapia psicoanalítica.

Para el profano -y en psicoanálisis puede considerarse aún como tales a la inmensa mayoría de los hombres cultos- los sucesos amorosos constituyen una categoría especialísima, un capítulo de nuestra vida que no admite comparación con ninguno de los demás. Así pues, al saber que la paciente se ha enamorado del médico opinará que sólo caben dos soluciones: o las circunstancias de ambos les permiten contraer una unión legítima y definitiva, cosa poco frecuente, o, lo que es más probable, tienen que separarse y abandonar la labor terapéutica comenzada. Existe, desde luego, una tercera solución, que parece además compatible con la continuación de la cura: la iniciación de unas relaciones amorosas ilegítimas y pasajeras; pero tanto la moral burguesa como la dignidad profesional del médico la hacen imposible. De todos modos, el profano demandará que el analista le presente alguna garantía de la exclusión de este último caso.

Es evidente que el punto de vista del analista ha de ser completamente distinto.

Supongamos que la situación se desenlaza conforme a la segunda de las soluciones indicadas. El médico y la paciente se separan al hacerse manifiesto el enamoramiento de la primera y la cura queda interrumpida. Pero el estado de la paciente hace necesaria, poco después, una nueva tentativa con otro médico, y resulta que la sujeto acaba también por enamorarse de este segundo médico, e igualmente del tercero, etc. Este hecho, que no dejará de presentarse en algún caso, y en el que vemos uno de los fundamentos de la teoría psicoanalítica, entraña importantes enseñanzas, tanto para el médico como para la enferma.

Para el médico supone una preciosa indicación y una excelente prevención contra una posible transferencia recíproca, pronta a surgir en él. Le demuestra que el enamoramiento de la sujeto depende exclusivamente de la situación psicoanalítica y no puede ser atribuido en modo alguno a sus propios atractivos personales, por lo cual no tiene el menor derecho a envanecerse de aquella «conquista», según se la denominaría fuera del análisis. Y nunca está de más tal advertencia. Para la paciente surge una alternativa: o renuncia definitivamente al tratamiento analítico o ha de aceptar, como algo inevitable, un amor pasajero por el médico que la trate.

No duda que los familiares de la enferma se decidirán por la primera de estas posibilidades, como el analista por la segunda. Pero, a mi juicio, es este un caso en el que la decisión no debe ser abandonada a la solicitud cariñosa -y en el fondo celosa y egoísta- de los familiares. EI interés de la enferma debe ser el único factor decisivo, pues el cariño de sus familiares no la curará jamás de su neurosis. El analista no necesitará imponerse, pero sí puede afirmarse indispensable para la consecución de ciertos resultados. Aquellos familiares de una paciente que hace suya la actitud de Tolstoi ante este problema pueden conservar tranquilos la posesión imperturbada de su mujer o de su hija, pero tendrán que resignarse a que también ella conserve su neurosis y la consiguiente alteración de su capacidad de amar. En último término, la situación es análoga a la que suscita un tratamiento ginecológico. El marido o el padre celoso se equivocan además por completo si creen que la paciente escapará al peligro de enamorarse del médico, confiando la curación de su neurosis a un tratamiento distinto del analítico.

La única diferencia estará en que su enamoramiento, latente y no analizado, no suministrará jamás aquella contribución a la curación que de él sabría extraer el análisis.

Ha llegado a mí la noticia de que algunos médicos que practican el análisis suelen preparar a las pacientes a la aparición de la transferencia amorosa e incluso las inclinan a fomentarla «para que el análisis progrese». Difícilmente puede imaginarse técnica más desatinada. Con ella sólo consigue el médico arrancar al fenómeno la fuerza probatoria que supone su espontaneidad y crearse obstáculos que luego han de serle muy difíciles de vencer.

En un principio no parece, ciertamente, que el enamoramiento surgido en la transferencia pueda procurarnos nada favorable a la cura. La paciente, incluso la más dúctil hasta entonces, pierde de repente todo interés por la cura y no quiere ya hablar ni oír hablar más que de su amor, para el cual demanda correspondencia. No muestra ya ninguno de los síntomas que antes la aquejaban, o no se ocupa de ellos para nada, y se declara completamente curada. La escena cambia totalmente, como si una súbita realidad hubiese venido a interrumpir el desarrollo de una comedia, como cuando en medio de una representación teatral surge la voz de «fuego». La primera vez que el médico se encuentra ante este fenómeno le es muy difícil no perder de vista la verdadera situación analítica y no incurrir en el error de creer realmente

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