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Carl Rogers

monica196818 de Noviembre de 2013

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Carl Rogers

H. Jerome Freiberg

Libertad y creatividad

en la educación

Capítulo III - COMO MAESTRO, ¿PUEDO SER YO MISMO?

¿SE PUEDE SER HUMANO EN CLASE?

Cierta maestra amiga mía, sabedora de que yo me disponía a escribir este capítulo, formuló esa pregunta a su clase. Una de las respuestas –que es típica de muchos–comenzaba con un «¡Sin duda, eso no es posible!» y proseguía con algunas elocuentes razones por las que tanto los alumnos como los profesores consideran absolutamente imposible ser auténticos seres humanos dentro del contexto de la clase.

La clase común y corriente

En primer lugar, más de una maestra, durante toda su formación y experiencia profesional, se ha ido condicionando para considerarse experta, transmisora de información, guardiana del orden, evaluadora de los resultados, examinadora y, por último, la que dictamina respecto de esa meta de toda «educación» que es la calificación. Cree a pie juntillas que podría resultar aniquilada si se permitiese aparecer como el ser humano que realmente es. Sabe que no es tan docta como parece, que como disertante y transmisora de información tiene sus días buenos y sus días malos y que a veces incluso merecería una mala nota si se mostrara tal cual es se le formularían reparos a los que no podría responder sino con un «¡Qué sé yo!». Se da cuenta de que, de establecer una plena intercomunicación con sus alumnos, habría algunos que llegarían a agradarle mucho y otros por los cuales sentiría verdadera antipatía. ¿Qué ocurriría en tal caso con su «objetividad» para calificar? Y lo que es peor todavía, suponiendo que alguno de los alumnos que ella realmente aprecia se desenvolviese mal en sus tareas, ¡en qué aprietos se vería! ¿Podría asignar una calificación baja a alguien a quien ella aprecia? Otro riesgo consiste en que, de existir una auténtica intercomunicación, podría haber alumnos lo bastante atrevidos como para decir que la clase les parece muy poco interesante y apenas relacionada con los asuntos que en realidad les importan. En síntesis, podría ser muy arriesgado permitir que los alumnos la conozcan como persona. E inclusive ese riesgo quizá fuese intrínseco para ella, puesto que se volvería vulnerable. Y hasta podría serle peligroso desde el punto de vista profesional, pues se ganaría la reputación de ser una maestra de pocos méritos, de prestar más atención a los alumnos que al programa del curso y de tener una clase ruidosa donde los alumnos parlotean en exceso.

De ahí que, tal vez como la mayoría de los profesores, prefiera andar sobre seguro y, en consecuencia, se sujete bien la máscara, no se aparte de su papel de experta, conserve su «objetividad» a toda costa y guarde la debida distancia entre ella–como la persona de más jerarquía dentro del aula–y los alumnos–en su papel subalterno–para de esa manera preservar su derecho a actuar como juez, como evaluadora y a veces como verdugo.

Con todo, más de un estudiante tiene también su afectación y a menudo su máscara es más impenetrable todavía que la del profesor. Si busca que se tenga buen concepto de él como alumno, asiste a clase con regularidad, mira sólo a la profesora y se afana por tomar apuntes. Poco importa que, mientras la mira tan atentamente, esté pensando en la cita del fin de semana o que, cuando baja la vista, sea para escribir alguna carta en el cuaderno o para pensar si acaso habrá llegado el cheque de su familia. A veces tiene realmente el deseo de aprender lo que aquélla está exponiendo, pero aun así su atención se desnaturaliza a causa de dos interrogantes: «¿Qué inclinaciones y preferencias tendrá la profesora en este asunto para que yo pueda adoptar el mismo criterio en mis trabajos escritos?» y «¿Qué será, de todo lo que está diciendo, lo que va a preguntar en el examen?». Si el estudiante formula preguntas, éstas llevan el doble propósito de exhibir sus propios conocimientos y abrir el consabido repertorio de interés e información que tiene el docente. No hace preguntas que puedan poner en aprietos o dejar al descubierto su ignorancia. No le importa lo que le parezcan el curso, el profesor ni sus condiscípulos. Tales opiniones se las guarda cuidadosamente para sí puesto que lo que quiere es aprobar el curso, tener buena reputación entre los profesores y dar así un paso adelante en pos del ansiado título que tantas puertas le abrirá cuando lo posea. Después podrá olvidar todo eso y empezar a vivir realmente.

O sea que, para miles y miles de estudiantes, resulta por demás arriesgado mostrarse como verdaderos seres humanos en clase dado que para el alumno eso significaría dejar aflorar sus emociones, digamos sus sentimientos de indiferencia, el resentimiento que experimenta por la discriminación de que se le hace objeto, los ocasionales estados de real entusiasmo, los sentimientos de envidia hacia sus condiscípulos, sus sensaciones de desasosiego por la incómoda situación en que queda su familia al irse él de su seno, el profundo desencanto o la verdadera dicha que experimenta con su amiga íntima, sus deseos de aprender cosas importantes, su viva curiosidad respecto de las cuestiones sexuales, de los fenómenos psíquicos y de la política del gobierno, etcétera.

Así pues tanto para él como para el profesor, es mucho más seguro mantener la boca cerrada, conservar la calma, terminar el curso, no armar revuelos y conseguir sus certificados. En síntesis, no le interesa correr el riesgo de ser humano en clase.

Quizá yo sea demasiado tajante, pero estoy seguro de que a nadie se le pasa por alto la comedia que todos los años representan miles de profesores y cientos de miles de estudiantes.

En esa atmósfera denominada «educativa» los alumnos se vuelven pasivos y apáticos y se aburren. Por su parte, los profesores, que día tras día se empeñan en impedir que se manifieste su verdadero yo, se transforman en superficiales clichés y acaban por malograrse.

Veamos ahora algunas manifestaciones de un grupo de ocho estudiantes (algunos de enseñanza media y otros universitarios) de la zona de Boston, de diversa extracción económica:

El colegio no es más que el sitio donde uno se encuentra con sus amigos. Las clases son algo que uno tiene que soportar.

¡Las disertaciones son tan aburridas!

Algunos profesores me gustan como amigos; pero cuando se ponen en su papel de maestros también son aburridos.

Los estudiantes no tienen agallas para encarar a los profesores ni a las autoridades y decirles lo que piensan.

Antes de empezar el colegio, yo hurgaba en libros y enciclopedias, pero al cabo del primer año ya no puedo ni verlos.

Quisiera que todo se viniera abajo, que los colegios ardieran hasta los cimientos y se empezara de nuevo.

Ahora, lo que quisiera preguntar es lo siguiente: ¿Es necesario este brutal descontento? ¿No podría ser la clase un lugar apasionante, donde aprender cosas trascendentes vinculadas con los problemas de la vida. ¿No podría ser un sitio de enseñanza recíproca, donde los unos aprendiesen de los otros donde el profesor aprendiese de la clase y la clase e profesor? No sólo creo que eso es posible, ¡sino que lo he visto! Si no tuviese la más profunda certidumbre de que eso puede convertirse en realidad en millares de aulas, no estaría escribiendo este libro.

Pero, ¿cómo? Intentemos introducirnos en los entresijos del asunto.

Lo que yo mismo he aprendido

Yo encontré mi camino para ser humano dentro de la clase por algo así como una puerta trasera. En mi carácter de asesor psicológico observé, tratando a estudiantes y a otros individuos con problemas de angustia personal, que el hecho de hablarles, de aconsejarles, de explicarles las circunstancias y transmitirles el significado de su conducta no contribuía a nada. Poco a poco, sin embargo, comprendí que confiando más en su condición de seres humanos intrínsecamente aptos, siendo auténtico yo mismo con ellos y procurando entenderlos en su forma de sentirse y de percibirse desde dentro se iniciaba un proceso constructivo: comenzaban a desarrollar un autoconocimiento más claro y profundo, a ver qué debían hacer para solucionar su angustia y a tomar medidas que contribuyesen a hacerlos más independientes y resolvieran algunos de sus problemas.

Pero este conocimiento, importante para mí, hizo que me cuestionara mi papel como profesor. ¿Cómo podía confiar en que mis clientes en ese asesoramiento actuasen con sentido constructivo, si yo casi no confiaba de la misma manera en mis alumnos? De suerte que, a tientas y dubitativamente, comencé a cambiar el enfoque de mis clases

Para mi asombro comprobé que mis clases se convertían en lugares de aprendizaje más animados cuando dejaba de ser el maestro. No fue fácil, sino que, antes bien, sucedió de manera gradual; pero cuando comencé a confiar en los alumnos me encontré con que lograban cosas estupendas en la comunicación de unos con otros, en el aprendizaje de los temas del programa del curso y en su florecer como seres humanos en desarrollo. Más que nada me infundieron ánimos para ser yo mismo con mayor soltura, lo cual derivó en una profunda interacción. Me contaban lo que sentían y me planteaban cuestiones en las que yo nunca había pensado. Comenzaron a bullir en mi cabeza ideas que para mí eran nuevas y apasionantes, pero que también lo eran para ellos, según pude observar. Me parece que traspuse cierto límite crítico cuando, al iniciar un curso, lo hice más o menos con estas palabras:

Este curso está dedicado a la teoría de la personalidad (o lo que fuere). Pero lo que hagamos

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