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El Ascensor


Enviado por   •  12 de Agosto de 2013  •  2.595 Palabras (11 Páginas)  •  275 Visitas

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Todo ocurrió una cálida noche de verano, de ésas en las que, aunque la temperatura es agradable e invita a dar un largo paseo bajo la luz de las farolas, da la sensación de que todo el mundo se ha puesto de acuerdo para encerrarse en casa.

Eran, más o menos, las dos de la madrugada. Había pasado varias horas vagueando ante el ordenador, así que decidí que era momento de estirar los músculos haciendo algo de ejercicio, bajando a la calle para tirar la basura y fumar un cigarro, por ejemplo.

Me calcé unas zapatillas de deporte, me dirigí a la cocina, saqué la bolsa del cubo y le hice un par de nudos. Tras cerciorarme de que no olvidaba llaves, mechero ni tabaco, cerré la puerta del piso y me dirigí escaleras abajo. Habría podido elegir tomar el ascensor, pero, teniendo en cuenta que a esos cacharros les suele dar por pararse de golpe, habría sido un error quedarme encerrado dentro con la única compañía de una maloliente bolsa de basura.

Recorrí los pocos metros que separaban mi portal de los contenedores, disfrutando del ambiente de soledad que reinaba en mi calle, unido a la tenue iluminación y la invisible caricia procedente del asfalto caliente bajo mis pies. Tras meter la bolsa en uno de los cubos, volví a mi portal y, antes de entrar, encendí un cigarrillo, disfrutando de cada calada, mientras oía en la distancia el sonido de ambulancias y coches acelerando: la banda sonora que suena de fondo cada noche en la gran ciudad que es Madrid.

Mientras daba buena cuenta de mi cigarro, eché un ojo al gran edificio de viviendas que esperaba mi regreso: Un bloque levantado a finales de los años sesenta, con paredes de ladrillo rojizo, seis alturas y una planta de garaje bajo sus cimientos, similar a los cientos de edificios que, en aquella época, el Ministerio de Vivienda construyó en toda España. Junto al portal, aún se conservaba la placa que daba fe de ello.

Mis padres fueron los primeros dueños de la casa. Tras el paso de los años, su afán ahorrador les permitió hacerse con un chalet en las afueras, por lo que yo, siendo hijo único, tuve la suerte de pasar a ser el dueño (y único habitante), de la vivienda.

Cuando acabé el cigarrillo, tiré la colilla al suelo y entré en el portal. Por un momento, pensé en subir andando hasta el quinto piso, donde vivo, pero la vagancia pudo más, así que llamé al ascensor. Cuando éste llegó a la planta baja, entré en el habitáculo.

Una de las curiosidades que tenía aquel edificio era dicho ascensor. No todos los bloques de viviendas de la época contaban con uno, y se consideraba una mezcla de lujo y suerte el poder llegar a casa en uno de estos chismes cuando se levantó el edificio. Esto hacía que la estructura fuese algo vieja: sus paredes, sus espejos y su cuadro de botones tenían más de cincuenta años. Lo que más me llamaba la atención de este último detalle era el correspondiente al garaje. Había un botón para cada piso, excepto para el sótano, en cuyo lugar había una cerradura. Todos los vecinos teníamos copia de la llave. El motivo era, según los constructores, evitar que el cálido garaje se llenase de mendigos por las noches.

Miré aquella cerradura con curiosidad. Aquella vieja cerradura. Entonces, una idea se me pasó por la cabeza. En lugar de pulsar el botón del quinto piso, eché mano al manojo de llaves que había en mi bolsillo e introduje la llave correspondiente. Para acceder al sótano, había que girar la llave hacia la izquierda, pero, ¿qué ocurriría si la giraba hacia la derecha?

Hice la prueba. Nada. La cerradura hacía tope, como era de esperar. Cabezota de mí, volví a intentarlo, girando con más fuerza. Con mucha más fuerza.

En ese momento, de forma inesperada, la cerradura cedió, poniendo el ascensor en marcha. Sorprendido ante aquello, fijé los ojos en el indicador luminoso. Mientras el ascensor descendía, aquél paso de mostrar un 0 a mostrar un -1. Pero, llegado a este piso, el ascensor no se detuvo.

Durante casi un minuto, el trasto continuó bajando, traqueteando y rugiendo como de costumbre. El indicador luminoso mostraba dos guiones intermitentes. Entonces, de repente, el ascensor se detuvo y su puerta se abrió.

Ante mis ojos se extendía un largo y estrecho pasillo, apenas más ancho que el propio ascensor. La iluminación procedente del interior de éste no bastaba para iluminar aquel pasillo, que era engullido por una tenebrosa oscuridad, y no se apreciaban escaleras que llegasen allí desde un piso superior.

-¿Hola? Mi voz retumbó por las paredes y desapareció en el oscuro espacio.

A pesar de que la situación me imponía algo de respeto, la curiosidad ante el nuevo sótano recién descubierto pudo más. Decidido a investigar aquel lugar, encendí mi mechero y abandoné la protectora luz del ascensor.

Me giré por un momento, y vi que, en aquella planta, no había botón para llamar al ascensor, sino una cerradura. Mosqueado, continué avanzando hacia la oscuridad.

El ambiente era denso y húmedo, acompañado de una ligera fetidez. A unos veinte metros, el pasillo torcía hacia la derecha, desembocando en una galería a la que daban varias puertas, como en las cárceles que salen en las películas. Algunas puertas estaban cerradas y otras abiertas, y el suelo estaba lleno de polvo, cristales rotos y otros objetos.

La mugre que invadía el lugar me disuadió de palpar la pared en busca de interruptores de luz, por lo que confié en la pequeña llama que portaba en mi mano. Al internarme en la galería, me agaché y acerqué mi mechero al suelo para examinar con más detalle qué eran aquellos pequeños bultos que pisaba irremediablemente a cada paso. Descubrí jeringuillas, trozos de probetas, piezas de rompecabezas infantiles, muñecas… Aquello resultaba de lo más tétrico. Me incorporé nuevamente, disponiéndome a analizar las pequeñas dependencias que rodeaban la galería.

Uno de los detalles que percibí fue la falta de ventilación o iluminación exterior. Aunque era noche cerrada, no había rastro de salidas al exterior por las que se colase la luz de las farolas, ni ninguna corriente de aire que hiciese vibrar a la llama de mi mechero. Aquel era un lugar completamente cerrado, y a saber a cuántos metros bajo tierra me encontraba en aquel momento.

Recorrí varias de las salitas, y vi que todas tenían elementos en común: pequeños, anticuados y oxidados camastros, mesitas y sillas. Y material médico. El lugar estaba infestado de gasas, correas, pastillas desperdigadas por el suelo… Aquello parecía un hospital en miniatura. Un hospital antiguo y fantasmagórico, detenido

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