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Embarazo En La Adolescencia

malu.gaytan25 de Mayo de 2014

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Historia creativa de la hipocondría

Este recorrido por una galería célebre de enfermos imaginarios- de Boswell a Darwin, pasando por Proust y Warhol- desnuda la ansiedad y los temores que existen en la relación con el cuerpo, y explora el nexo entre hipocondría y creación artística. Además un libro de relatos sobre enfermedad y contagios.

Por: Brian Dillon

DARWIN dijo: "la mala saludud me salvó de las distracciones sociales y la diversión".

El sábado 6 de agosto de 1763, James Boswell, que tenía entonces veintidós años, abordó el paquebote Príncipe de Gales en Harwich, en la costa de Essex. El barco tenía por destino el puerto holandés de Helvoetsluys, desde donde Boswell se trasladó hasta la ciudad universitaria de Utrecht, en la cual, a insistencia de su padre, el escritor escocés iba a estudiar Derecho. Se lo castigaba por su escandalosa vida en Londres –en los últimos tiempos se había convertido al catolicismo y había tenido un hijo ilegítimo al que nunca vería–, pero nada de eso explica del todo su estado de ánimo desolado en los días anteriores a su partida para Holanda.

Su amigo y mentor Samuel Johnson lo encontró agitado, sombrío y abatido durante el viaje a Harwich que compartieron. Conmovido, el hombre mayor hizo un comentario sobre una mariposa nocturna que encontró la muerte en la llama de una vela: "Esa criatura fue su propio verdugo, y pienso que se llamaba Boswell."

El estado de ánimo del renuente estudiante era aun peor para el momento en que llegó a Utrecht. Su alojamiento –ubicado junto a la catedral semiderruida de la ciudad– no lo alegró, y "suspiró con pesar ante la idea de pasar todo el invierno en un lugar tan horrible". Al día siguiente se despertó embargado por una profunda desesperación y salió a la calle convencido de que estaba enloqueciendo. Gimió al alejarse de la plaza de la catedral, sollozó al atravesar los canales turbios de la ciudad y lloró abiertamente ante la mirada de los desconocidos con los que se cruzaba.

En el transcurso de las semanas siguientes, las cartas de Boswell dieron muestras de una lamentable declinación: a su amigo William Temple le describió una desolación que, insistió, nadie que no la hubiera padecido podía entenderla de forma cabal. "Mi melancolía", escribió, "es en extremo horrenda y torturante".

Boswell se esforzó por encontrar una cura para su malestar holandés. Al principio estaba seguro de que el problema se originaba en su haraganería innata: su organismo parecía rebelarse contra los rigores de la vida diurna. El y Johnson habían imaginado una vez una máquina para levantar un cuerpo perezoso de la cama; ahora se decidió por un vigoroso régimen de ejercicios matutinos y rápida evacuación de vientre luego del desayuno. Por momentos pensaba que su problema era de índole sexual, pero no pudo decidir si el remedio residía en una piadosa abstinencia o en "violar a una joven holandesa".

Pero lo más sorprendente de la lúgubre estancia de Boswell en Utrecht es la manía de planear y de escribir que lo dominó a medida que su estado de ánimo se ensombrecía. Llenaba diarios y notas con desesperadas intimaciones a elevarse en los planos moral, social e intelectual. Trataba de analizar sus días de antemano como si fueran frases o ecuaciones, pero sus noches estaban llenas de remordimientos por el invariable fracaso de su programa terapéutico.

¿Cuál era con exactitud la naturaleza de la enfermedad de Boswell? Para el fin de su primer semestre en Utrecht, se había autodiagnosticado como "nervioso" y "melancólico". Veinticinco años más tarde, sin embargo, en las páginas de la London Magazine, dejó atrás su confusión juvenil y alcanzó lo que parecía un diagnóstico definitivo: durante toda su vida, afirmó, había padecido frecuentes brotes de "hipocondría".

El término nos sorprendería si Boswell estuviera escribiendo, ya en el ensayo en cuestión, en el papel del Hipocondríaco, su enfermizo sucesor del Divagador de Johnson y el Espectador de Joseph Addison. Lo que Boswell y su siglo querían decir con "hipocondría" es incierto. Se la consideraba un trastorno tanto físico como psicológico, un problema al mismo tiempo de la imaginación y las vísceras, una enfermedad en extremo común que también parecía apartar a quienes la padecían de las filas de los discapacitados y los inválidos.

La hipocondría era una enfermedad real con síntomas muy reales –entre ellos flatulencia, constipación, dolores de cabeza, vértigo, insomnio y palpitaciones– pero era también una dolorosa amalgama de miedo, autoengaño y un extraño tipo de percepción de lo que significaba ser un ente corpóreo.

En los dos siglos y medio que pasaron desde la muerte de Boswell, la medicina y el uso común fueron delimitando la definición de hipocondría a un punto más ajustado de ansiedad y autoengaño. La idea de que el hipocondríaco (o la menos frecuente hipocondríaca) padecía aprensiones insostenibles y falsas convicciones en relación con su cuerpo siempre había estado presente. En 1729, Nicholas Robinson escribe sobre los "miedos no pertinentes o infundados" del paciente.

En la actualidad, sin embargo, "hipocondría" suele significar poco más que esto: un simple caso de terror equivocado o convicción errada sobre el propio organismo. El hipocondríaco contemporáneo es un personaje que nos resulta muy conocido. Como arquetipo, él o ella tienen mala fama: con su simulación ponen a prueba nuestra capacidad de paciencia y empatía y, en el peor de los casos, son parásitos que aprovechan los escasos recursos de salud.

Sin duda los hipocondríacos son siempre otros. Somos pocos los que admitimos el grado de autoengaño y de egocentrismo que criticamos en la personalidad de los "preocupados". Tiendo a decirme, por ejemplo, que mi propio caso de nerviosismo crónico en relación con la salud es cosa del pasado.

Durante mi adolescencia y a los veintitantos años, luego de la muerte prematura de mis padres, me convencí de que yo sería el que me moriría a continuación, y empecé a interpretar todo pequeño malestar como un síntoma de la enfermedad letal que acabaría conmigo.

Me hizo falta experimentar una completa crisis a los casi treinta años para convencerme de que mi organismo no tenía problema alguno, tras lo cual todos los "síntomas" empezaron a desaparecer. De todos modos, tengo que admitir que incluso ahora, más de diez años después, la fatiga, el estrés o un largo período de trabajo no productivo pueden volver a instalar los antiguos temores, y que con facilidad vuelvo a caer en los viejos hábitos de pensamiento, en la aprensión y la búsqueda de seguridades.

En esos momentos uno olvida la rica historia –desde El enfermo imaginario de Molière hasta las películas y el personaje público de Woody Allen– del hipocondríaco como recurso cómico de charlatanería médica o de nerviosa somatización existencial. La narrativa del refinamiento de la "hipocondría" de enfermedad real y sombría al nombre que damos a una imaginación médica hiperactiva –y el relato paralelo de lo que todavía podríamos aprender de nuestros temores– comienza con los griegos, para quienes el hipocondrio era la zona inmediatamente por debajo de la caja torácica. Ese significado persiste en la prodigiosa y errática Anatomía de la melancolía de Robert Burton, que se publicó en 1621. En su capítulo sobre los "Síntomas de la melancolía hipocondríaca flatulenta", Burton menciona "fuertes eructos, fiebre intestinal, flatulencia y retortijones, dolor abdominal y estomacal".

Al mismo tiempo, el hipocondríaco puede padecer terrores y angustias o imaginar que lo invadió algún parásito imposible como una serpiente o una rana. Un siglo más tarde, esa combinación de síntomas físicos y psicológicos estaba por completo establecida entre los escritores médicos. En 1733, George Cheyne llega a sugerir que ambos componen una "enfermedad inglesa" específica: un nuevo tipo de hipersensibilidad, consecuencia de la comodidad y el lujo modernos.

Cuando los victorianos hablaban de "hipocondría" todavía se referían a una enfermedad real y no sólo al temor persistente de padecerla. Sus síntomas, sin embargo, que ahora tenían mayor similitud con lo que hoy llamaríamos angustia o depresión, tendían a desdibujarse en los malestares adyacentes de la melancolía, la histeria y la neurastenia.

La hipocondría era ante todo producto de una sensibilidad exagerada. Tomemos la figura que protagoniza La caída de la casa Usher, de Edgar Allan Poe. Roderick Usher, nos dice el narrador, es un hipocondríaco crónico susceptible hasta a los más mínimos sonidos, sabores, olores y sensaciones; hasta el aire de su vetusta mansión le parece maligno y horriblemente animado. Más avanzado el siglo, es el dandy súper sensible al que se califica de hipocondríaco; en la decadente novela de Joris-Karl Huysmans Contra natura, de 1884, la "hipocondría" del protagonista esteta, Des Esseintes, es otra manera de hacer referencia a su mórbida alergia a la vida común.

Fatiga y reclusión

Lo que comparten esas figuras atormentadas es un sentido enfermizo de su propia excepcionalidad, así como un desesperado deseo de soledad. La hipocondría victoriana parece haberse relacionado estrechamente con la necesidad de reclusión creativa, sobre

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