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Humano

FERNANDO3996Informe5 de Mayo de 2015

3.608 Palabras (15 Páginas)156 Visitas

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Harto a menudo, y siempre con gran extrañeza, se me ha señalado que

hay algo común y característico en todos mis escritos, desde el Nacimiento de

la tragedia hasta el último publicado, Preludios a una filosofía del porvenir:

todos ellos contienen, se me ha dicho, lazos y redes para pájaros incautos y

casi una constante e inadvertida incitación a la subversión de valoraciones

habituales y caros hábitos. ¿Cómo? ¿Todo es sólo... humano, demasiado

humano? Con este suspiro se sale de mis escritos, no sin una especie de horror

y desconfianza incluso hacia la moral, más aún, no mal dispuesto y animado a

ser por una vez el defensor de las peores cosas: ¡como si acaso sólo fuesen las

más vituperadas! A mis escritos se les ha llamado escuela de recelo, más aún

de desprecio, felizmente también de coraje, aun de temeridad. En realidad, yo

mismo no creo que nadie haya nunca escrutado el mundo con tan profundo

recelo, y no sólo como ocasional abogado del diablo, sino igualmente, para

hablar teológicamente, como enemigo y acusador de Dios; y quien adivina

algo de las consecuencias que implica todo recelo profundo, algo de los

escalofríos y angustias del asilamiento a los que condena toda incondicional

diferencia de enfoque a quien la sostiene, comprenderá también cuántas veces

para aliviarme de mí mismo, dijérase para olvidarme de mí mismo por un

tiempo, he intentado resguardarme en cualquier parte, en cualquier

veneración, enemistad, cientificidad, liviandad o estulticia; también por qué

cuando no he encontrado lo que necesitaba he tenido que procurármelo

artificiosamente, falseando o inventando (¿y qué otra cosa han hecho siempre

los poetas? ¿y para qué, si no, existiría todo el arte del mundo?). Pero lo que

una y otra vez necesitaba más perentoriamente para mi curación y mi

restablecimiento era la creencia de que no era el único en ser de este modo, en

ver de este modo, una mágica sospecha de afinidad e igualdad de puntos de

vista y de deseos, un descansar en la confianza de la amistad, una ceguera a

dúo, sin recelo ni interrogantes, un goce en los primeros planos, superficies, lo

cercano, vecino, en todo lo que tiene color, piel y apariencia. Quizá pudiera

reprochárseme a este respecto no poco “arte”, no poca sutil acuñación falsa:

por ejemplo por haber cerrado a sabiendas y voluntariamente los ojos ante la

ciega voluntad de moral de Schopenhauer, en una época en que yo era

bastante clarividente en materia de moral; también haberme engañado

respecto al incurable romanticismo de Richard Wagner, como si fuese un

comienzo y no un final; también con respecto a los griegos, y también por lo

que a los alemanes y su futuro se refiere, y acaso quedará todavía una larga

lista de tales -también-. Más, aun cuando todo esto fuese verdad y se me

reprochara con fundamento, ¿qué sabéis vosotros, que podéis saber de cuánta

astucia de autoconservación, de cuánta razón y superior precaución contiene

tal autoengaño, y cuánta falsía ha todavía menester para poder una y otra vez

permitirme el lujo de mí veracidad?... Basta, aún vivo; y la vida no es después

de todo una invención de la moral: quiere ilusión, vive de la ilusión..., pero de

nuevo vuelvo, ¿no es cierto?, a las andadas, y hago lo que, viejo inmoralista y

pajarero, siempre he hecho, y hablo inmoral, extramoralmente, -más allá del

bien y del mal-.

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Así pues, una vez en que hube menester, me inventé también los

“espíritus libres!, a los que está dedicado este libro entre melancólico y osado

con el titulo de Humano demasiado humano, semejantes “espíritus libres” no

los hay, no lo habido, pero en aquella ocasión, como he dicho, tenía necesidad

de su compañía para que me aliviaran de tantas calamidades (enfermedad,

soledad, exilio, acedía, inactividad) como valerosos camaradas y fantasmas

con los que uno charla y ríe cuando tiene ganas de charlar y de reír; y a

quienes se manda al diablo cuando se ponen pesados; como una compensación

por los amigos que me faltaban. No seré yo al menos quien dude de que un día

pueda haber semejantes espíritus libres, que nuestra Europa tendrá entre sus

hijos de mañana o de pasado mañana tales camaradas alegres e intrépidos, de

carne y hueso y no sólo, como en mi caso, como espectros y juego de sombras

de solitario. Ya los veo venir, lenta, lentamente, ¿y hago yo acaso algo para

acelerar su venida si describo por anticipado bajo qué destinos los veo nacer,

por qué caminos venir?

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Cabe presumir que un espíritu en el que el tipo “espíritu libre” ha un día

de madurar y llegar a sazón hasta la perfección haya tenido su episodio

decisivo en un gran desasimiento y que antes no haya sido más que un

espíritu atado y que parecía encadenado para siempre a su rincón y a su

columna. ¿Qué es lo que ata más firmemente? ¿Cuáles son las cuerdas casi

irrompibles? Entre hombres de una clase elevada y selecta los deberes serán

ese respeto propio de la juventud, ese recato y delicadeza ante todo lo de

antiguo venerado y digno, esa gratitud hacia el suelo en que crecieron, hacia la

mano que les guió, hacia el santuario en que aprendieron a orar; sus momentos

supremos serán lo que más firmemente les ate; lo que mas duramente les

obligue. Para los hombres de tal suerte encadenados, el gran desasimiento se

opera súbitamente, como un terremoto: el alma joven es de repente sacudida,

desprendida, arrancada, ella misma no entiende lo que sucede. Un impulso y

embate la domina y se apodera de ella imperiosamente; se despiertan una

voluntad y un ansia de irse; a cualquier parte, a toda costa; flamea y azoga en

todos sus sentidos una vehemente y peligrosa curiosidad por un mundo ignoto.

-Antes morir que vivir aquí, así resuenan la voz y la seducción perentorias: ¡y

este “aquí”, este -“en casa”- es todo lo que hasta entonces había amado! Un

repentino horror y recelo hacia lo que amaba, un relámpago de desprecio hacia

lo que para ella significaba “deber”, un afán turbulento arbitrario, impetuoso

como un volcán, de peregrinación, de exilio, de extrañamiento, de

enfriamiento, de desintoxicación, de congelación, un odio hacia el amor, quizá

un paso y una mirada sacrílegos hacia atrás, hacia donde hasta entonces oraba

y amaba, quizá un rubor de vergüenza por lo que acaba de hacer, y al mismo

tiempo un alborozo por haberlo hecho, un ebrio y exultante estremecimiento

interior que delata una victoria -¿una victoria?, ¿sobre qué?, ¿sobre quien?-,

una enigmática victoria erizada de interrogantes y problemática, pero la

primera victoria al fin y al cabo: de semejantes males y dolores consta la

historia del gran desasimiento. Es la mismo tiempo una enfermedad que puede

destruir al hombre, esta primera erupción de fuerza y voluntad de

autodeterminación, de autovaloración, esta voluntad de libre albedrío: ¡y

cuanta enfermedad se expresa en las salvajes tentativas y extravagancias con

que el liberado, el desasido, trata en delante de demostrase a sí mismo su

dominio sobre las cosas! Vaga cruelmente con una avidez insatisfecha; lo que

apresa debe expiar la peligrosa excitación de su orgullo; destruye lo que atrae.

Con malévola risa da vuelta a lo que encentra oculto, tapado por cualquier

pudor: trata de ver el aspecto de las cosas cuando se las invierte. Es por

arbitrio y gusto por el arbitrio por lo que acaso dispensa entonces su favores a

lo hasta tal momento desacreditado, por lo que, curioso e indagador, merodea

alrededor de los más prohibido. En el trasfondo de su trajín y vagabundeo -

pues está intranquilo y sin norte que le oriente, como en un desierto- está el

interrogante de una curiosidad cada vez más peligrosa. “¿No es posible

subvertir todos los valores?, ¿y es el bien acaso el mal?, ¿y Dios sólo una

invención y sutileza del diablo? ¿Es todo acaso en definitiva falso? Y si somos

engañados, ¿no somos precisamente por eso también engañadores?, ¿no nos es

inevitable ser también engañadores?” Tales pensamientos le conducen y

seducen cada vez más lejos, cada vez más extraviadamente. La soledad esa

temible diosa y mater saeva cupidinum, le rodea y envuelve, cada vez más

amenazadora, más asfixiante, más agobiante; pero ¿quién sabe hoy qué es la

soledad?

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Desde esta aislamiento enfermizo, desde el desierto de tales años de

tanteo, hay todavía un largo trecho hasta esa enorme y desbordante seguridad

y salud que no puede renunciar a la enfermedad misma como medio y anzuelo

del conocimiento; hasta esa libertad madura del espíritu que es igualmente

autodominio y disciplina del corazón y permite el acceso a muchos y

contrapuestos modos de pensar; hasta esa copiosidad y ese refinamiento

internos de la sobreabundancia, que excluyen el peligro de que el espíritu, por

así decir, se pierda y enamore por sus propios caminos y,

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