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Miss Lucy

marcela219324 de Febrero de 2014

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Miss Lucy R. (30 años). (Freud)

A fines de 1892, un colega de mi amistad me derivó una joven dama a quien él trataba a causa de una rinitis infecciosa de recurrencia crónica. Como después se averiguó, una caries del etmoides era la causa de la rebeldía de su afección. Pero últimamente la paciente había acudido a él por unos síntomas que el versado médico ya no podía atribuir a una afección local. Había perdido por completo la percepción olfativa, y una o dos sensaciones olfatorias que sentía muy penosas la perseguían casi de continuo. Además, andaba abatida, fatigada, se quejaba, de pesadez de cabeza, falta de apetito y una disminución en su capacidad de rendimiento. La joven dama, que vivía en los alrededores de Viena como gobernanta en casa de un director de fábrica, me visitó de tiempo en tiempo en mi consultorio. Era inglesa, de constitución delicada, pigmentación escasa, sana hasta la afección de la nariz. Sus primeras comunicaciones corroboraron las indicaciones del médico. Sufría de desazón ~ fatiga, la perseguían sensaciones olfatorias subjetivas; en materia de síntomas histéricos, mostraba una analgesia general bastante nítida a pesar de conservar intacta la sensibilidad táctil; el campo visual (a un examen grueso, realizado con la mano) no evidenciaba limitación. La parte interior de la nariz era enteramente análgica y carente de reflejos. Sentía ahí los contactos, pero la percepción de este órgano sensorial estaba por completo cancelada para estímulos específicos así como para otros (amoníaco, ácido acético). El catarro nasal purulento se encontraba justamente en una fase de mejoría. En el primer empeño de entender el caso clínico no se podía menos que sujetar las sensaciones olfatorias subjetivas, como alucinaciones recurrentes, a la interpretación de que eran unos síntomas histéricos permanentes. La desazón era acaso el afecto correspondiente al trauma, y debía de ser posible hallar una vivencia en la cual estos olores, ahora devenidos subjetivos, hubieran sido objetivos; esa vivencia tenía que ser el trauma, y las sensaciones olfatorias se repetirían como un símbolo de él en el recuerdo. Quizás era más correcto considerar las alucinaciones olfatorias que se repetían, junto con la desazón concomitante, como un equivalente del ataque histérico; es que la naturaleza de unas alucinaciones recurrentes las vuelve ineptas para el papel de síntomas permanentes. En realidad, ello no interesaba en este caso de rudimentarios contornos; pero sí se requería imprescindiblemente que las sensaciones olfatorias subjetivas mostraran una especialización tal que pudiera corresponder a su origen en un objeto real perfectamente determinado. Esta expectativa se cumplió pronto. A mi pregunta sobre la clase de olor que más la perseguía, recibí esta respuesta: «Como de pastelillos quemados». Sólo me hizo falta suponer, entonces, que en la vivencia de eficacia traumática realmente había intervenido el olor de pastelillos quemados. Por cierto es bastante insólito que se escojan sensaciones olfatorias para símbolos mnémicos de traumas, pero no resulta difícil indicar un fundamento para esa elección. Como la enferma estaba aquejada de rinitis purulenta, la nariz y sus percepciones pasaron al primer plano de su atención. Acerca de las circunstancias de vida de la enferma, yo sabía sólo que en el hogar cuyos dos hijos estaban a su cargo faltaba la madre, fallecida hacía algunos años de grave enfermedad. Me resolví entonces a hacer, del olor a «pastelillos quemados» el punto de partida del análisis. Contaré la historia de este último como habría podido producirse en circunstancias favorables; de hecho, lo que habría debido ocupar una sesión se extendió a varias, pues la enferma únicamente podía visitarme en las horas de consultorio, cuando yo podía consagrarle poco tiempo, y una sola de esas pláticas abarcaba más de una semana, pues sus obligaciones no le permitían hacer con mucha frecuencia el largo viaje desde la fábrica. Por eso interrumpíamos en mitad de la conversación para retomar el hilo en el mismo lugar la vez siguiente. Miss Lucy R. no cayó sonámbula cuando intenté hipnotizarla. Renuncié entonces al sonambulismo e hice todo el análisis con ella en un estado que se distinguiría apenas del normal Debo manifestarme con más detalle acerca de este punto de mi técnica. Cuando en 1889 visité la clínica de Nancy, escuché decir al decano de la hipnosis, el doctor Liébeault: «¡Ah! Sí poseyéramos los medios para poner en estado de sonambulismo a todas las personas,la terapia hipnótica sería la más poderosa». En la clínica de Bernheim, parecía casi como si realmente existiera un arte de esa índole y se lo pudiera aprender de él, Pero al intentar practicarlo con mis propios enfermos, noté que por lo menos mis fuerzas en este terreno se movían dentro de estrechos límites, y que sí un paciente no caía sonámbulo después de uno a tres intentos, yo no poseía medio alguno para conseguirlo. Además, en mi experiencia el porcentaje de quienes alcanzaban el sonambulismo era mucho menor que el indicado por Bernheim. Así me encontré frente a la opción de abandonar el método catártico en la mayoría de los casos que podían ser aptos para él, o intentar aplicarlo fuera del sonambulismo allí donde el influjo hipnótico era leve o aun dudoso. Me pareció indiferente qué grado de hipnosis -según una es-cala construida ad hoc- correspondiera a ese estado no sonámbulo; en efecto, cada línea de sugestionabilidad es de todo punto independiente de las otras, y la posibilidad de provocar catalepsia, movimientos automáticos, etc., nada presuponía en favor de que resultara más fácil despertar recuerdos olvidados como los que me hacían falta. Así, pronto me deshabitué a emprender aquellos ensayos destinados a determinar el grado de la hipnosis, pues en toda una serie de casos ponían en movimiento la resistencia de los enfermos y me arruinaban la confianza de que yo necesitaba para el trabajo psíquico más importante. Además, a poco andar me cansó escuchar una y otra vez, tras el aseguramiento y la orden: «Usted se dormirá; ¡duérmase!», esta respuesta en los grados más leves de hipnosis: «Pero, doctor, si no me duermo»; y verme obligado luego a aducir este espinoso distingo: «No me refiero al sueño corriente, sino a la hipnosis. Vea usted: está hipnotizado, no puede abrir los ojos, etc. Por otra parte, no necesito que se duerma», y otras cosas de este tenor. Estoy convencido, claro está, de que muchos de mis colegas en la psicoterapia saben salir del paso de estas dificultades con más habilidad que yo; pueden entonces proceder de otro modo. Pero, a mi criterio, si uno sabe que tan a menudo el uso de cierta palabra puede depararle perplejidad, hará bien en dejar de lado la palabra y la perplejidad. Entonces, cuando al primer intento no se obtenía sonambulismo o un grado de hipnosis con alteración corporal manifiesta, abandonaba en lo aparente la hipnosis, sólo demandaba «concentración» y, para conseguir esta, ordenaba acostarse de espaldas y cerrar voluntariamente los ojos. Acaso con ello se alcanzaban grados de hipnosis todo lo profundos que podían lograrse, y con poco trabajo. Pero al renunciar al sonambulismo me perdía quizás una condición previa sin la cual el método catártico parecía inaplicable. Ella consistía en que en el estado de conciencia alterado los enfermos disponían de unos recuerdos y discernían unos nexos que presuntamente no estaban presentes en su estado de conciencia normal. Toda vez que faltara el ensanchamiento sonámbulo de la memoria, debía de estar ausente también la posibilidad de establecer una destinación causal que el enfermo no ofrecería al médico como algo que le fuera notorio y familiar; y justamente los recuerdos patógenos están «ausentes de la memoria de los enfermos en su estado psíquico habitual, o están ahí presentes sólo de una manera en extremo sumaria» («Comunicación preliminar») De esta nueva perplejidad me sacó el recordar que le había visto al propio Bernheim producir la prueba de que los recuerdos del sonambulismo sólo en apariencia están olvidados en el estado de vigilia y se los puede volver a convocar por medio de una leve admonición, enlazada con un artificio destinado a marcar un estado de conciencia otro. Por ejemplo, había impartido a una sonámbula la alucinación negativa de que él ya no estaba presente, y después intentó hacérsele notar por los más diversos medios y desconsiderados ataques. No lo consiguió. Ya despierta la enferma, le exigió saber qué había emprendido con ella mientras creía que él no estaba ahí. Respondió, asombrada, que nada sabía, pero él no cedió, le aseguró que se acordaría de todo, le puso la mano sobre la frente para que recordase, y hete ahí que al fin ella contó todo lo que supuestamente no había percibido en el estado sonámbulo y de lo cual supuestamente nada sabría en el estado de vigilia. Ese experimento asombroso e instructivo me sirvió de modelo. Me resolví a partir de la premisa de que también mis pacientes sabían todo aquello que pudiera tener una significatividad patógena, y que sólo era cuestión de constreñirlos a comunicarlo. Así, cuando llegaba a un punto en que a la pregunta: «¿Desde cuándo tiene usted este síntoma? » o « ¿A qué se debe eso? », recibía por respuesta: «Realmente no lo sé», procedía de la siguiente manera: Ponía la mano sobre la frente del enfermo, o tomaba su cabeza entre mis manos, y le decía: «Ahora, bajo la presión de mi mano, se le ocurrirá. En el instante en que cese la presión, usted verá ante sí algo, o algo se le pasará por la mente como súbita ocurrencia, y debe capturarlo. Es lo que buscamos. Pues bien; ¿qué ha visto o qué se le ha ocurrido? ». La primera vez

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