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Ya No Seas Codependiente


Enviado por   •  17 de Febrero de 2014  •  14.776 Palabras (60 Páginas)  •  236 Visitas

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YA NO SEAS CODEPENDIENTE

Melody Beattie

Cómo dejar de controlar a los demás y empezar a ocuparse de uno mismo.

No es fácil encontrar la felicidad en nosotros mismos, y no es posible encontrarla en ninguna otra parte.

Agnes Repplier, The Treasure Chest.

Por ayudarme a hacer posible este libro, le doy las gracias:

A Dios, a mi madre, a David, a mis hijos, a Scott Egleston,

a Sharon George, a Joanne Marcuson y a toda la gente

codependiente que ha aprendido de mí y que me ha

permitido aprender de ella.

Este libro me lo dedico a mí.

Índice

Introducción.

________________________________________

Mi primer encuentro con codependientes fue a principios de la década de los sesenta. Esto sucedió antes de que a la gente atormentada por la conducta de otras personas se le llamara codependiente, y antes de que a la gente adicta al alcohol y a otras drogas se le etiquetara como dependiente químico. Aunque yo no sabía qué eran los codependientes, generalmente sí sabía quiénes eran. Siendo yo alcohólica y adicta, pasaba como una tormenta por la vida, haciendo a otros codependientes.

Los codependientes eran una molestia necesaria. Hostiles, controladores, manipuladores, indirectos, productores de sentimientos de culpa, era difícil comunicarse con ellos, en ocasiones resultaban verdaderamente odiosos y constituían un obstáculo para mi compulsión de “elevarme”. Me detenían, me escondían las pastillas, hacían gestos de desagrado, me tiraban el alcohol por el fregadero, trataban de impedir que consiguiera más drogas, querían saber por qué les estaba haciendo esto a ellos y me preguntaban qué me pasaba. Pero siempre estaban ahí, listos para rescatarme de los desastres que yo me fabricaba. Los codependientes en mi vida no me entendían, y yo tampoco los comprendía a ellos.

Mi primer encuentro profesional con codependientes ocurrió años después, en 1976. Para ese entonces en Minnesota, los adictos y alcohólicos se habían vuelto dependientes químicos, a sus familiares y amigos se les llamaba los otros significativos y yo era una adicta y alcohólica en recuperación. En esa época, trabajaba también como consejera en el campo de la dependencia química, esa vasta cadena de instituciones, programas y agencias que ayuda a que la gente con dependencias químicas se alivie.

Como soy mujer y la mayoría de los otros significativos en ese tiempo eran también mujeres, y como tenía menos antigüedad y ninguno de mis compañeros de trabajo quería hacerlo, mi jefe en el centro de tratamiento de Minneapolis me pidió que organizara grupos de apoyo para las esposas de los adictos que estaban participando en el programa.

Yo no estaba preparada para esa tarea. Todavía encontraba a los codependientes hostiles, controladores, manipuladores, indirectos, provocadores de sentimientos de culpa, me era difícil comunicarme con ellos, y más.

En mi grupo, veía personas que se sentían responsables del mundo entero, pero que se rehusaban a asumir la responsabilidad para conducir y vivir sus propias vidas.

Vi personas que constantemente daban de sí a los demás pero que no sabían recibir. Vi a otros dar hasta sentirse iracundos, exhaustos y vacíos del todo. Vi algunos dar hasta darse por vencidos. Llegué incluso a ver a una mujer dar y sufrir tanto que murió de “vejez” y por causas naturales a los 33 años. Era madre de cinco niños y esposa de un alcohólico que había sido enviado a prisión por tercera vez.

Trabajé con mujeres expertas en cuidar a todo el que se encontraba a su alrededor, y aun así estas mujeres dudaban de su capacidad para cuidar de sí mismas.

Vi personas que eran tan sólo cascarones, que corrían sin pensar de una actividad a otra. Vi a los siempre complacientes, a los mártires, a los estoicos, a los tiranos, vi personas como enredaderas marchitas, enredaderas colgantes, y, tomando una línea de H. Sackler en su obra The Great White Hope (La gran esperanza blanca), vi “rostros arrebatados que denotaban miserias”.

La mayoría de los codependientes estaba obsesionada con otras personas. Con gran precisión y detalle, podía recitar largas listas de los actos y transgresiones de los adictos: lo que pensaban, hacían y decían; y lo que no pensaban, no hacían o no decían. Los codependientes sabían lo que el alcohólico o adicto debía o no debía de hacer. Y se preguntaban una y otra vez por qué lo hacían o por qué no lo hacían.

Sin embargo, estos codependientes que tan bien podían ver dentro de los demás no podían verse a sí mismos. No sabían lo que estaban sintiendo. No estaban seguros de lo que pensaban. Y no sabían qué era, si acaso había algo, lo que podían hacer para resolver sus problemas; si, en efecto, tenían algún otro problema que no fueran los alcohólicos.

Era un grupo formidable el de estos codependientes. Molestaban, se quejaban y trataban de controlar todo y a todos menos a sí mismos. Y, excepto por unos cuantos pioneros de la terapia familiar, muchos consejeros (incluyéndome a mí) no sabían cómo ayudarlos. El campo de la dependencia química prosperaba, pero la ayuda estaba centrada en el adicto. La bibliografía y el entrenamiento para terapia familiar eran escasos. ¿Qué necesitaban los codependientes? ¿Qué querían? ¿Qué no eran tan sólo una extensión del alcohólico, un visitante del centro de tratamiento? ¿Por qué no podían cooperar, en vez de buscar problemas siempre? El alcohólico tenía una excusa para estar tan loco: estaba borracho. Estos otros significativos no tenían excusa. Actuaban así estando sobrios.

Pronto me suscribí a dos creencias populares. Estos locos codependientes (los otros significativos) estaban más enfermos que los alcohólicos. Y no resultaba extraño que el alcohólico bebiera: ¿quién no lo haría con un cónyuge así?

Para entonces, ya tenía tiempo de permanecer sobria. Estaba empezando a comprenderme a mí misma, pero no comprendía la codependencia. Lo intenté, pero no pude hasta años después, cuando me enredé a tal grado en el caos de unos cuantos alcohólicos que dejé de vivir mi propia vida. Dejé de pensar, dejé de sentir emociones positivas, y me quedé llena de ira, de amargura, de odio, de miedo, de depresión de desamparo, de desesperación y de sentimientos de culpa. En ocasiones deseaba dejar de vivir. No tenía energía. Me pasaba la mayor parte del tiempo preocupada por otras personas y tratando de imaginar cómo controlarlas. Mis relaciones con amigos y familiares estaban

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